Falta un día para que se celebren elecciones y un fulgor anaranjado resplandece en medio de la penumbra. La luz al final del túnel para los optimistas; las llamas de un infierno harto conocido para los desesperanzados. Entonces el resplandor desciende en picado mientras los ilusos piden un deseo cruzando los dedos, pero la estrella fugaz se precipita contra un cuenco acristalado. Se descapulla el cigarrillo. El destello ilumina un rostro impávido envuelto en espirales de humo. Su mirada rompe la cuarta pared y desnuda nuestras almas. Nos despoja de nuestros secretos.

–Sé que te encuentras en ese 40 por ciento de indecisos, así que decídete de una puta vez.

Sus nudillos golpean la repisa de la ventana por partida doble y aquellos que estaban confundidos actúan con presteza. Así de imperativa suena la voz de Frank Underwood cuando su silueta se recorta contra la oscuridad. Cuando su determinación destruye cualquier empalizada levantada para proteger el poder hasta que lo obtiene. Alguien que lleva el nombre de una máquina de escribir estaba destinado a narrar la historia de los ganadores. La suya. Sentado delante de las teclas de su propia Underwood. La misma epopeya que echamos en falta los acólitos de Frank mientras esperamos la cuarta entrega de la saga. Pero él no espera; él controla. Contempla sus dominios desde unos cielos asaltados con el tesón de un mortal que ha sabido jugar la partida con paciencia, con determinación. Porque a Frank jamás le han asustado las alturas. “Así es como se devora una ballena. Mordisco a mordisco”. Ningún rastro de agitación en sus facciones. La expresión serena. El pulso firme. Las manos sucias. Incluso ensangrentadas. La sed de venganza como único motor para propulsarse en la carrera hacia la gloria. Los obstáculos se disponen en los pasillos del Capitolio, pero la estrategia se forja en la intimidad del hogar. Cuando cae la noche y acechan las bestias. Un lobo con la piel de cordero, la necesaria para camuflarse entre el rebaño, para levantar el hocico y olisquear el aire, para enseñar los colmillos en el instante preciso. “Sólo hay una regla: cazar o ser cazado”. El disfraz idóneo para saber qué alianzas tejer para después pulverizarlas. Cuando le convenga. Para eso utiliza sus noches de insomnio Frank, para convertirse en el hombre más poderoso que existe sobre la faz de la Tierra. Alguien con semejantes propósitos destriparía cualquier almohada en la que descansar para rumiar sus ideas.

–Rumiar es para las vacas. Yo consulto las cosas con Claire.

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Nos desarma con sus ojos, otra vez. Entonces Claire emerge de las tinieblas y aparece a su lado. Siempre leal. Porque Frank no se iba a contentar con un florero al que echarle agua de vez en cuando. Frank no desea desfilar junto a un busto hermoso pero hueco. Frank requiere de apoyos, los necesita para que le ayuden a auparse a lo más alto. Son escasos, pero imprescindibles. Por mucho que ese término no parezca tener cabida en las teclas de su Underwood. Y Claire es uno de ellos. El mundo nada puede contra un lazo que no quiere deshacerse. Ni los escarceos con fotógrafos y ni los devaneos con alguna suerte de Garganta Profunda. La unión parece inquebrantable, sobre todo cuando una ambición ilimitada los mantea hasta la conquista de aquella fortaleza que era inexpugnable.

–Te equivocas. No hay fortaleza que sea inexpugnable. No para mí –mira a su esposa. La sonrisa es cómplice–. Para nosotros.

Se despide de su amada depositando un beso en su mejilla. Apenas la roza con los labios. Claire se retira a sus aposentos y su taconeo se pierde junto al elegante contoneo de sus caderas. “Amo a esa mujer. La amo más de lo que los tiburones aman la sangre”. Aunque Frank es un tipo de gustos variados. Alguien que acumula tanto saber tiene que haberlo probado todo. Ya lo dijo Lawrence Olivier en Espartaco, cuando un jovencísimo Tony Curtis le frotaba la espalda entre los vapores de una bañera: “¿Consideras moral comer ostras e inmoral comer caracoles?”. Un diálogo que se censuró en España durante la represión franquista. Menos mal que se pudo recuperar la línea original escrita por Dalton Trumbo, pues ahora podemos saber que Frank Underwood y Marco Licinio Craso hubiesen compartido apetencias sexuales de haber coincidido en una realidad imposible. Aquella que mezclase el péplum basado en hechos históricos con la ficción política.

–Nada de ficción. ¿Acaso me tomas por una fantasía? Déjate de caracoles y llévame donde Freddy. Son las siete de la mañana y me apetece comer un costillar de verdad.

Lo que tú digas. Aunque por mucho que le confiese a Freddy ciertos secretos vedados para los demás, por mucho que se muestre más natural que nunca cuando entra en aquel tugurio, no creemos que le llegue a desvelar sus amoríos ya pasados en The Centinel. En un colegio militar que le adoctrinó a base de disciplina férrea. De principios rectos. No se lo cuenta ni por muy sabrosas que estén las costillas que le sirve aquel hombre con voz de profundidades cavernosas. “Si te quieres ganar mi confianza, entonces tendrás que ofrecerme la tuya a cambio”. El apetito de Frank es insaciable. Por eso es capaz de experimentar lo arriesgado en lugares prohibidos.

–¿Quieres saber lo que es arriesgado? Ven conmigo.

No hay mejor perspectiva para dominar el mundo que a lomos del Air Force One. Gaffney se observa como una menudencia cuando se sobrevuela el planeta a miles de pies de distancia, aunque han pasado décadas desde que su pueblo se le hizo demasiado pequeño. Lo mismo piensa de un país situado al sur de Europa, un territorio que vive momentos convulsos. Él es consciente de lo que se juega la población en apenas veinticuatro horas, cuando la ciudadanía contenga la respiración hasta el último suspiro. Cuando se sepan los resultados del escrutinio.

–Nunca me ha gustado la palabra escrutinio. Me recuerda a escroto.

Entonces el presidente del país más poderoso de donde los haya saca sus atributos por la ventanilla del avión. Y así como no tuvo reparos en rendirle homenaje a su difunto padre orinando sobre su tumba, descarga una meada prolongada encima de la península. Emite un gemido placentero mientras finaliza su obra. Sonríe satisfecho, como si hubiese estampado su rúbrica en un documento que fuese a salvar a la humanidad. Vuelve a guardarse lo suyo y se sube la cremallera de los pantalones. Clava otra vez su mirada en nosotros, que no podemos salir de nuestro asombro ante tamaño ultraje. Para mear y no echar gota.

–¿Qué esperabas? ¿Que os deseara suerte? ¿Un consejo? Porque yo no pensaba aconsejar a ese 40 por ciento.

Nos recuerda una fecha. Y no, no es el próximo 20 de diciembre. Menciona el 4 de marzo de 2016. Habla sobre Netflix. Se deshace en elogios hacia House of Cards. Nos cita para su siguiente temporada.

“La democracia está sobrevalorada.”

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