Fotografía: Gage Skidmore
Un tipo criado en el barrio de Queens, en la ciudad de Nueva York, que tiene una apariencia física y color de piel muy distintos a los de las 58 tribus autóctonas que quedan en América del Norte (existen muchas más que los sioux, cherokees y harapajoes), descendiente de abuelos paternos alemanes que llegaron a EE UU a finales del XIX, y que su madre fue también una venidera escocesa procedente de las Islas Hébridas (hijo y nieto de la inmigración, por tanto), tiene el atrevimiento de empezar por amenazar (¡atención!, solo hace una semana que ocupa el puesto) con construir un muro que impida que los mexicanos suban en busca del sueño americano, que a la vista está, en términos empresariales, él ha conseguido, y que además, y para escarnio público, se emperra en repetir que lo pagarán ellos. Cumplirá su amenaza, o si no tiempo al tiempo, pues se jacta de que su mandato va a durar ocho años (¡ten piedad de nosotros!). Pero no queda ahí la cosa, su actual mujer es cien por cien eslovena. Si a esto sumamos su actitud hacia ella y el resto de mujeres con las que se topa en la vida (Putin tiene listas, contraamenaza, pruebas de otros escándalos sexuales aparte de los que ya se saben, que enfangarían aún más su imagen), y su conocida aversión a los hispanos en general, a los negros, a los musulmanes, a los homosexuales… Aunque a los cinco minutos se desdice, pero en realidad los desprecia. Seguramente con todo aquel que se sale de lo que piensa que es lo único bueno o correcto haría un gueto, y visto lo visto usaría la tortura, que defiende que funciona. Absolutely, proclama en la tele. Es un ser humano de una simpleza de mente que trae recuerdos de tiempos pasados que no se quieren recordar, ni mucho menos que se repitan.
Continuando con su manera particular de hacer las cosas en política, en la que, ¡oh, Señor!, se estrena y así está demostrando que no tiene ni pajolera idea, como se refleja en su inicuo enfoque comercial (para él no hay otro), tiene además intención de practicar el nepotismo descarado enchufando a su yerno como asesor presidencial, tal vez para que le susurre más odio al oído, se acerca peligrosamente a dirigentes no democráticos, viéndosele henchido con el respaldo que recibe, arenga a las masas para que renieguen de todo lo que no es estadounidense (America, first), ve con buenos ojos el uso de armas, y si es para matar primero y pensar después le chifla la idea, es capaz de reírse de un discapacitado ante millones de personas, y un largo etcétera de despropósitos que van a ir aflorando, se adivina, a diario, y que alejan la tranquilidad de aquellos que quieren seguir viviendo en un país y en un mundo que no salte un día de estos por los aires. Si algo o alguien no lo agarra por las crines, este caballo desbocado acabará dando coces mortales.
Porque miedo da un tipo como él que va a controlar la estabilidad (ya frágil) del planeta, al que se le altera el humor fácilmente, que no sabe lo que es la diplomacia, que desprecia la opinión del otro, que no tiene un saber estar y dispara fuego de artillería cada vez que abre la boca, que no tiene léxico suficiente ni gramática para hilar dos oraciones seguidas coherentes, que adjetiva a la ligera metiendo en el mismo saco a delincuentes y gente decente, que tampoco borra de su cara esa expresión de vinagre incompatible con su cargo recién adquirido, y que es arrogante hasta el extremo (a su lado Pablo Iglesias es un aprendiz a escala). La evidencia es que se trata de un tipo de trato difícil, por así decirlo, y lo peor es que cree el rey del mambo. Espeluzna pensar en la cuota de poder que le han dado a alguien tan inclinado a dividir en vez de sumar, a cultivar el odio entre los ciudadanos de su amado country (y contra el resto del mundo) en lugar de potenciar el acercamiento, las buenas relaciones, la diversidad racial, cultural, idiomática y sus múltiples ventajas.
Los propios republicanos han hecho dos bandos entre los que le dan su apoyo y los que le dan la espalda a las claras a sus propuestas, a su discurso, a sus maneras fascistas. Con este presidente no puede haber medias tintas: o se le ama o se le odia. En política y en moda todo vuelve, no se tira nada a la basura.
Dijo Roosevelt que «una gran democracia debe progresar o pronto dejará de ser o grande o democracia», y la opinión de Lincoln tampoco habría de ser benevolente si levantara hoy la cabeza. «Si quieres ganar un adepto para tu causa», afirmó, «convéncelo primero de que eres su amigo sincero», y eso es lo que ha hecho Trump, aunque no fuera por hacerle caso, porque ni sabrá que lo dijo Lincoln. Ha logrado meterse en el bolsillo a tal número de descontentos que ha llegado donde ha llegado, un lugar que no le corresponde ni por méritos adquiridos, ni por respeto a los demás. Pero le ha funcionado, y con qué éxito.
Su última pataleta se basa en denunciar que la prensa es deshonesta con él y la culpa de todos sus males. El caso es buscar culpables, que uno es perfecto y lo hace todo bien. Pero, ¡ay!, no sabe a quien tiene enfrente. Con un presidente de este calibre que Dios nos coja confesados hasta a los que seamos ateos. Jesusito, Jesusito.