CCon Decir no no basta (2017) Naomi Klein ha aprovechado la victoria de Donald Trump para hacer una profunda reflexión sobre su política. En este libro, la canadiense retrata cada uno de los vicios del mandatario norteamericano, como su omnipotencia derivada de su condición de multimillonario, o la trivialización de la pobreza, considerándola como un defecto de las personas. Como bien hiciera hace casi veinte años con su primer libro, No logo, la canadiense relaciona a la perfección el papel que las marcas desempeñan no sólo en el ámbito empresarial, sino también en la vida pública y en la política. Trump entiende la legalidad como un apéndice de su propia marca, sabe que su poder está íntimamente ligado a su habilidad para hacer de su vida una dicotomía en el mundo de las finanzas: la que le lleva a distinguir entre ganadores y perdedores.

En los ochenta Trump era un magnate del mercado inmobiliario. Y fue cuando, gracias al Occidente globalizado de los años noventa, empezó a preocuparse no por el producto que vendía, sino por el marketing. Desarrolló un estilo propio y una nueva forma de mercadotecnia: la Organización Trump, la cual recibe ingentes cantidades de dinero de otros empresarios por el privilegio de poner el nombre del magnate a sus torres. Esta cuestión nos acerca a cómo entiende el presidente de los Estados Unidos los negocios y la política: una fusión de su marca global con el gobierno de EE UU, como se pudo ver en la campaña electoral y en su actitud ante los medios de comunicación. Y en este aspecto incide Naomi Klein, criticando el papel desempeñado de una prensa complacida por la ausencia de empatía de Trump. Guy Debord y Mario Vargas Llosa, respectivamente, en La sociedad del espectáculo y en La civilización del espectáculo anticiparon cómo el cambio de hábitos en los valores culturales de Occidente, en los que priman actualmente la inmediatez por encima del rigor y el placer sobre el análisis crítico, sólo puede conducir a un nuevo absolutismo en el que Trump y sus correligionarios reduzcan a la ciudadanía a una mera estadística.

Klein cartografía con precisión el avatar totalitario no sólo de Trump, sino de un Occidente que ha cedido gran parte de sus competencias a las grandes empresas, aumentando la influencia del sector privado, y dejando indefensa a la ciudadanía. Y eso se refleja, por ejemplo, en la lucha contra el cambio climático: la enorme inversión pública que se requiere no es compatible con el sistema de mercado actual. Para Klein, admitir el deterioro del medio ambiente por parte de Trump y sus asesores sería constatar el fracaso del sistema y de sus engranajes. Por esa sencilla razón mantiene una postura abiertamente contraria a las políticas de reducción de emisión de gases contaminantes, considerándolas un invento de China y de todos los que intentan coartar la ingente industria norteamericana. Que Rex Tillerson, ex jefe de Exxon Mobile –una de las principales petrolíferas de Estados Unidos– haya sido nombrado secretario de Estado, dice mucho de las intenciones de Trump respecto de su agenda climática.En otro orden de cosas, Trump conectó por el electorado por la naturalidad y el absoluto desprecio por los dogmas de la política tradicional, desdén por las encuestas y la falta de seriedad que caracterizó al candidato republicano durante su campaña. La clase media norteamericana, hastiada de unas élites y del desencanto con la promesa rota que fue Obama, reaccionó contra esa operación cosmética que fue Hillary Clinton: una líder que ha contado con el patrocinio de Goldman Sachs. Y de ahí partió el desencanto con los Demócratas con su propio partido: Sanders prometía idealismo, mientras que Clinton no difería en muchas cosas respecto de Trump. Sanders alboreó un futuro para Estados Unidos apelando a la conquista del poder por parte de la ciudadanía, renegando de la herencia y la endogamia de unos Clinton ligados al poder desde hace veinticinco años. Focalizó gran parte de su programa en fortificar la presencia de su partido en Estados tradicionalmente clave para ellos como Wisconsin, Michigan y Pennsylvania: zonas en las que la precariedad de la industria acabó con la clase trabajadora.

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El presidente de EE UU, durante la última campaña electoral. Gege Skidmore

El senador por Vermont recordaba a un socialdemócrata sueco y, quizás, podría haber conectado con un obrero de Michigan, aunque no con un agricultor blanco de Kansas debido a la fuerte tradición conservadora de éstos. En las elecciones, Hillary ganó en todos los Estados que tenía que ganar, pero perdió en los que aún estaban indecisos, que eran los que Sanders tenía más pujanza. Clinton no sólo fue víctima de su pasado y de su herencia: también lo fue de su incapacidad para dirigirse a todo el electorado. En su interés en apelar a la unión de sus votantes tradicionales, como los afroamericanos o los latinos, dejó de lado a la clase trabajadora blanca, y ésta, seducida por las promesas de Trump de acabar con el Tratado de Libre Comercio –el cual habría chocado con el “proteccionismo” que prometió en su programa económico a favor de la industria de su país–, dejó de lado a una Clinton que fue vista como una “enemiga de la clase obrera norteamericana”.

El historiador británico Arnold J. Toynbee, en su Estudio de la Historia, expresó que las civilizaciones son fruto de los retos a los que tienen que hacer frente para procurarse su propia supervivencia. Cuanto mayor era el desafío, más incentivado se sentía el grupo; pero cuando una comunidad es incapaz de hacer frente a estos duelos, acaba desapareciendo. Y seguramente la batalla más importante que tengamos que librar en este siglo XXI, aparte de contra gobernantes como Trump, sea también la de afrontar la decadencia de las democracias occidentales. El siglo XX concluyó con la idea de la presunta perfección de nuestro sistema de gobierno, cuando la realidad es otra: Occidente tiene que buscar alguna forma de disociar el capitalismo de una democracia arrasada por la globalización, así como dotar a la ciudadanía de las herramientas necesarias para recuperar su espacio en la vida pública y no dejar aquélla en manos de tecnócratas. Lo público requiere el compromiso de todos. Y ésa es la idea de Naomi Klein en su último ensayo.

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