El verano, naturalmente, es la peor época del mundo. Se juntan varias circunstancias: en mitad de febrero, con las heladas, anhelamos con intensidad la calidez de junio, el sol, la luz y las estrellas. Pero es en vano, pues, ay, el recuerdo nos engaña. Somos víctimas del maravilloso resorte cognitivo que corrige la fealdad de los recuerdos, transmitiéndonoslos puros y prístinos cuando añoramos la felicidad pasada, en contraposición del angustioso presente. Pero el verano es puro delirio, y no del tremens. Si uno no es rico, ni tiene un yate; si uno no puede costearse una mansión de esas que parecen solapadas con el horizonte mediterráneo, el verano es una auténtico Toro de Falaris en el que nosotros, el común de los mortales, sufrimos la inclemencia de nuestra condición de clase media: exquisito mediopensionismo que es el más refinado querer y no poder que ha inventado la post-modernidad.
Se cuenta que en el siglo VI antes de Cristo había un tirano que gobernaba la ciudad de Agrigento, en Sicilia. Se llamaba Falaris y según cuentan las lenguas antiguas, era cabrón con toda la cuerda dada. En Agrigento, por entonces, vivía un escultor ateniense, de nombre Perilo. Se ve que el buen Perilo era del género tragasables, y para halagar la célebre crueldad de Falaris, diseñó un toro de bronce a tamaño natural, hueco por dentro. La idea era, según Perilo, meter a un infeliz dentro y hornearlo sobre una candela, para que así Falaris pudiera deleitarse con los gritos del desgraciado mientras se asaba; chillidos que, por el arte de Perilo, se transformaban en mugidos similares a los de un toro de verdad. Así que el primero en probarlo fue el propio Perilo, a quien Falaris agradeció el detalle asándolo dentro de su Toro. Esta parábola de los tontos y los trepas sirve para ilustrar lo que es el verano, al menos el del tieso de infantería: una tortura grecorromana, una cosa bárbara de la que no se puede huir a menos que se tenga el dinero suficiente como para alquilar un bungaló en las Islas Feroe.
El verano es el imperio de la chancla y el pie descalzo. Paseaba ayer por entre las mesas y las sillas, con sus sombrillas de palmera, y todo rezumaba humanidad desbordante. Y desbordada. Los pueblos de costa andaluces son retratos contemporáneos de la Inglaterra de la Revolución Industrial: los suburbios de Manchester, petados de gente hacinada y casas de vecinos con más inquilinos que la tercera clase del Titanic, son ahora esas mesas, esas terrazas, esas playas sucias abarrotadas de barrigas satisfechas de sí mismas. De gordura, de camisetas fluorescentes, de cáscaras de gambas amontonadas en el suelo como el serrín en los bares de antes; de feísmo cinematográfico, neorrealismo a la española tamizado por la catarsis económica, que todo lo ha barnizado con una pringue inevitable que huele a barato.
Son cosas de los tiempos, siempre mejores en casi todo, salvo en lo estético, donde la degradación es evidente y quizá señale la gran falla moral que corre por debajo de las generaciones del siglo XXI. Un día el volcán eructará y se nos quedará cara de momia de Pompeya, es decir: de gilipollas sobrevenidos. El hombre se ha chandalizado y la corbata ya es un accesorio convencionalmente aceptado como fascista. Hay que ir cómodo, te dice tu cuñado. Ligero, que hace mucho calor. Hay que ser barato y lo barato nos ha colonizado porque suele ser cómodo y accesible, condiciones indispensables de lo intuitivo. La civilización se desgaja como icebergs enteros desprendiéndose del Ártico, cuando las playas están invadidas de raúles meireles que ya son padres. He ahí el drama que se nos viene, el futuro denegado como lo cantaba Loquillo. El hacinamiento corporal y la decrepitud física, la ola sahariana de fuego purificador y la flama que exhala el asfalto de nuestras calles contrasta en toda su crudeza, en todo su ensañamiento de Falaris, con el bote junto al acantilado de Capri, el maromo moreno y la morena moruna de piel aceitunada que se refriegan el pecho oliendo a Dolce y Gabanna. ¿Cómo no sentirse un bárbaro mirando los tesoros de Roma desde el televisor colocado bajo las aspas del puto ventilador? En verano es complicado no pensar en votar a Podemos, en reprimir el agón subversivo. Pero hace tanto calor, que hasta tomar la Bastilla suena tan remoto…el verano del pequeñoburgués es una contienda interminable entre el hedor moral de la multitud y la rebelión personal e insignificante: cada alpargata, una conquista. Cada camisa remangada, una pica en Flandes. Pero es tan difícil no sucumbir, que es ver una foto más de pies en playas hechas colmena, y estar a un tris de ser Michael Douglas en Un día de furia.