–Mañana empieza tu primer circuito de Escocia. ¿Estás ya en Edimburgo?
–Llevo aquí dos semanas. Ya he visitado todo y he estudiado todo. Ya tengo todo controlado.
–¿Has localizado a Alan, tu chofer escocés?
–Ehmm…
–¿Le has localizado, sí o no? Él va a conducir tu autobús, tienes que estudiar los tiempos con él, mano a mano.
–Le he llamado mil veces, pero no me contesta el teléfono.
–Localízale como sea. ¡Tienes que confirmar horarios y todo el programa!
Marqué por vigésima vez el número escocés. Eran las ocho de la tarde. Desde las ocho de la mañana había estado tratando de localizarle. Por fin respondió el teléfono. Oí un gruñido afónico, gritos y música de bar de fondo.
–Are you Alan? The driver?
Colgó el teléfono. Llamé tres veces más y volvió a contestar.
–Are you Alan? I’m Javier, the guide. Tomorrow we gotta start at 7 am.
–Let me tell you something… –me dijo, y un segundo después se tiró un eructo de dinosaurio durante ocho segundos.
Colgó el teléfono y llamé a la agencia para quejarme. Pero ni ellos pudieron localizarle. La empresa de autobuses me aseguró que Alan estaría en la recepción al día siguiente sin falta. Y al día siguiente, a las siete menos cuarto, allí estaba, listo para empezar y fresco como una rosa. Cuando aparecí en recepción a las siete en punto me miró con gesto de desaprobación y se señaló el reloj.
Alan es calvo y menudo pero desprende una fiereza de pitbull. Casi siempre lleva unas gafas de sol anchas que le tapan una cicatriz en forma de cruz en el entrecejo. Habla poco y con una jerga de Glasgow casi ininteligible. Alan fue el conductor de mi ruta por Escocia, donde trabajé como guía turístico gran parte del verano de 2014. Cada semana recibíamos una treintena de viajeros españoles y les encaminábamos por un circuito cargado de visitas. Primer día: recogida de los turistas y panorámica de Edimburgo. De ahí viajamos al norte a la destilería artesanal de whisky Blair Athol, de ahí a Inverness, capital de las Highlands, visita al lago Ness, a los jardines de Inverewe, al noroeste de la isla, a la isla de Skye, a los castillos de Cawdor, de Eilean Donan, de Stirling… Un no parar hasta llegar a Glasgow seis días después. Toda una vuelta a Escocia en solo una semana.
El trabajo de guía turístico consiste básicamente en conseguir cumplir un programa demencial para que los viajeros puedan ver todo un país en poco más de seis días. La síntesis del turismo contemporáneo prima la cantidad a la calidad. Esto es: ver lo máximo posible, aunque sea a toda hostia. Esto es: estar en todos los lugares en los que ha estado mi vecino. Esto es, en definitiva: viajar sin ver.
A algunos viajeros puede importarles más la foto de Facebook que disfrutar el paisaje, o la limpieza de la parte baja de las sillas del hotel más que los castillos y las catedrales. Pero al guía no: el guía, a mi modo de ver, debería conocer en profundidad la historia del país y debería transmitirla con pasión. Y apasionarse en un país como Escocia es fácil.
Para un entusiasta de Latinoamérica como yo, el primer contacto con el norte de Gran Bretaña supone un choque importante. El cielo, incluso en verano, carece de la luminosidad que tiene en Madrid o en México. Las Highlands están a una latitud comparable a Moscú, Oslo o Estocolmo. En verano nunca se hace de noche completamente, pero la luz no abunda: al atardecer el sol queda flotando en la línea del horizonte y a eso de las doce de la noche el horizonte se cubre de una pátina anaranjada y fantasmal que trastorna el alma. Una vez me desperté a las tres de la mañana, con un sol de mediodía. Pensé que mi reloj se había vuelto loco. Bajé a recepción y pregunté alarmado, pero un muchacho soñoliento me dijo que si, que eran las tres, que siempre les pasa a los nuevos. Welcome to Scotland.
El clima también es muy desconcertante y te obliga a tener a mano un paraguas y un abrigo incluso en los días calurosos. Todos los escoceses a los que conocí me hablaban de España con admiración: “Tu país sí que es maravilloso”, me decían, “todo el día de fiesta y bebiendo sangría en la playa. No como en esta mierda”. Ni siquiera en Edimburgo, una de las ciudades más bellas de Europa, encontré entusiastas reivindicaciones de Escocia.
Porque –llega el momento de decirlo– en Escocia no se percibía en aquellos días ni una pizca del chovinismo que tan de moda está en buena parte del mundo. Una funesta tendencia decimonónica que aún hoy enciende a los patriotas de medio mundo con resultados igual de funestos: creerse mejor que los demás por haber nacido en un lugar y alzar banderas e insignias a grito pelao. De Estados Unidos a Catalunya y Euskadi, pasando por Argentina, México y España, uno encuentra radicales nacionalistas portando banderas y esgrimiendo incoherencias históricas y hasta genéticas. Nosotros, los mexicanos, éramos el pueblo más avanzado y pacifista del mundo, hasta que llegaron los bárbaros españoles. Nosotros, los vascos, tenemos un código genético distinto, porque nunca fuimos invadidos por los árabes ni por los romanos. Nosotros, los argentinos, tenemos las mejores minas del mundo, che. Nosotros, nosotros, nosotros.
Que no se me entienda mal: odio la imbecilidad que generan casi todos los nacionalismos, pero estoy aún más en contra del unionismo tramposo y neocolonial que aún hoy practican las potencias occidentales en buena parte del mundo. Y estoy absolutamente a favor de que se convoquen referéndums y que la gente decida por sí misma.
El verano escocés de 2014 debería haber estado marcado por el referéndum del 18 de septiembre, pero, sorprendentemente, no ocurrió así. Yo debería recopilar un sinfín de conversaciones con escoceses sobre la independencia y sus consecuencias, pero la realidad es que con la mayoría de los escoceses con los que hablé, el tema del referéndum resultaba forzado y a la larga, aburrido. Todos se sentían escoceses y muchos recalcaban que Escocia “ya es un país distinto a Inglaterra”. Nadie aceptaría ser asimilado con un inglés, pero muchos se sentían británicos e incluso conservaban la idea imperial y la admiración por la corona. En las calles de las principales ciudades –Edimburgo, Glasgow, Inverness o Stirling– no vi una sola bandera o reivindicación independentista. Escocia está plagada de ingleses que conviven sin problemas con los escoceses y que admiran el talante y el carácter relajado y amistoso de sus vecinos (infinitamente más amistoso que en Inglaterra). Los escoceses bromean constantemente y se definen como gente de campo, en contacto con la naturaleza. Mi driver, Alan, afirmaba que un escocés es mucho más fuerte y resistente que un inglés, pero puntualizaba: “Al final, somos la misma mierda”.
A medida que iba estudiando los distintos periodos de la historia escocesa me di cuenta de que pocas veces la historia de un país está tan condicionada por las luchas independentistas contra sus vecinos invasores. En Escocia, desde la época romana, los pueblos celtas pictos y escotos hicieron frente a las legiones romanas hasta que en el 122 DC el emperador Adriano decidió construir un muro y dejarse de líos. “Ya no corro el riesgo de caer en las fronteras, golpeado por un hacha caledonia”, dice el Adriano del clásico de Yourcenar.
A partir de entonces, la llamada Caledonia funcionará como un territorio soberano hasta la Edad Media, protagonizada por las luchas independentistas de William Wallace, el famoso Braveheart, traicionado, torturado y decapitado en Londres; y el noble Robert the Bruce,que conseguirá culminar la victoria escocesa en Banockburn en 1314. La Edad Moderna está protagonizada por una triple pugna: los monarcas absolutos contra el poder de los nobles, los católicos contra los protestantes y los Tudor contra los Estuardo. Fueron siglos de poderío para Escocia, siglos en los que Edimburgo podía echar un pulso a Londres, con la ayuda eso sí, de Francia y España. A partir del periodo isabelino, Inglaterra será invencible y lo seguirá siendo hasta la Primera Guerra Mundial.
En los siglos XVI y XVII la tragedia de María Estuardo, asesinada por su prima todopoderosa Isabel Tudor, y la de Bonnie Prince Charles, humillado por los ingleses en Culloden, resumen el porvenir de un país que no se resistía a formar parte del Reino Unido. Todo pretendiente al trono escoces quería invadir Londres y tomar las riendas de Gran Bretaña. Solo la represión masiva y la limpieza étnica que suponen las highlands clearances desde la derrota en Culloden en 1746 obligan a los escoceses a olvidar sus ambiciones soberanistas.
El renacimiento del nacionalismo escocés, la llamada tartanería (el uso de folclore y elementos simbólicos como los tartanes a cuadros), la lengua gaélica, los juegos de las Highlands y el uso del kilt (la mal llamada falda escocesa) vienen de la mano de uno de los escritores más ensalzados y más caducos literariamente hablando: Walter Scott. Su Rob Roy fue uno de los best sellers del siglo XIX. La historia de este Robin Hood de las Highlands, capaz de vencer a un noble inglés sádico y violador, hubiera ofendido a más de un inglés en otra época. Pero en el XIX Inglaterra ya estaba de vuelta de todo. Eran el gran imperio y no tenían nada que temer. La época victoriana y el Londres de la Revolución Industrial consiguió asimilar a los grandes pensadores escoceses: no en vano los grandes éxitos de Conan Doyle y Stevenson (Sherlock Holmes y Jekyll y Hyde) transcurren en la gran urbe del Támesis y no en Edimburgo, donde fueron concebidos.
No es hasta fines de los años ochenta cuando el sentir independentista resurge con rabia. Y no por méritos propios, sino gracias al inestimable apoyo de Margaret Thatcher, una mezcla entre Esperanza Aguirre y José María Aznar, pero con la clase y el refinamiento del protocolo inglés. Los años de la crisis descritos en las novelas de Irvine Welsh reavivaron las ansias separatistas. También se habla del impacto que tuvo en su día el filme de Mel Gibson, Braveheart (1995), una película épica, plagada de exageraciones y licencias historiográficas (Wallace se pinta la cara de azul como los pictos del siglo V, se liga a la princesa de Francia, la embaraza y le da toda una lección moral al “traidor” The Bruce) pero que emocionó a medio mundo y situó en el mapa a un país cuyo legado guerrillero y reivindicativo estaba en desuso.
Mis meses escoceses me dejaron un buen sabor de boca. Paisajes bucólicos, castillos imponentes, pueblos apacibles y gente amable y dispuesta a ayudarte en todo momento. Dicen que el acento es de los más difíciles, pero qué quieren que les diga, pasear por Edimburgo o Glasgow y entablar una conversación se hace mucho más fácil que en cualquier ciudad inglesa (también he trabajado largo y tendido por aquellas tierras). Mi recuerdo de los escoceses no puede ser mejor.
Con Alan, mi driver, todo parecía estar encaminado al desastre. Todas las noches desaparecía sin dejar rastro y sin darme tiempo a darle ninguna indicación para el día siguiente. Me dejaba con el temor constante de perderlo de vista y que nos dejara abandonado en algún paraje desolado de las Highlands. Le llamaba y no respondía. O respondía borracho, con eructos interminables y palabrotas intraducibles. A la mañana siguiente aparecía fresco como una rosa y, como siempre, más puntual que yo. Pero el miedo no se me quitaba del cuerpo. Una tarde me llamaron de la agencia y me preguntaron qué tal andaba todo con el conductor borrachín. Les dije que todo bien, pero que, efectivamente, estaba un poco loco y empezaba a temer por su salud y por la nuestra. Los muy torpes llamaron a la empresa de autobuses y les transmitieron mi queja multiplicada por diez. Y claro, en la empresa le llamaron a él en persona y le chivaron todo de nuevo, multiplicado por cien.
Estaba yo llegando al autobús, terminaba mi paseo de hora y media por los jardines de Inverewe, en la costa noroeste, uno de los lugares más bucólicos y hermosos de Escocia en los que me he perdido decenas de veces a ritmo de música clásica. Alan me esperaba afuera del bus con los brazos cruzados. Se quitó las gafas, se remangó y con un gesto me dijo que fuera a la parte de atrás del parking. Me quité los cascos y temí lo peor.
–¿Andas hablando mierda de mí?
Eso me dijo cuando llegué a su lado.
–Sí –le dije–. Les he contado que estás loco y que tengo mis dudas sobre tu capacidad para conducir un autobús de resaca y sin dormir por las noches.
Siempre que estoy en una situación violenta opto por no mostrarme amedrentado. Y suele funcionar. Alan me miró fijamente durante diez segundos. Tenía los ojos enrojecidos y azules y su cicatriz en forma de cruz parecía expandirse en su rostro. Me miró diez segundos, respiró y se volvió a poner las gafas.
–Sí, me dijo. Tienes razón. Estoy loco.
–¿Por qué estás loco?
Y entonces Alan se sinceró y me contó su historia. Había sido soldado del ejército británico durante 20 años. Había estado en Ruanda, en Kenia, en Afganistán, en Iraq y en otros muchos conflictos. 20 años de horror, sirviendo una causa que no era la suya, cometiendo y padeciendo atrocidades. Le secuestraron, me contó en un inglés imposible que logré descifrar gracias a sus gestos y a sus manos, le torturaron, le rajaron el entrecejo, le dejaron sin comer durante días, al borde de la muerte.
–¿Y tú? ¿Mataste a alguien?
Alan respiró hondo y encendió un cigarrillo. Dio una calada, alzó las palmas de las manos y luego tres dedos. Trece, dijo. Trece personas. Y lo dijo con infinita tristeza. Ocho durante tiroteos. Cuatro en una explosión de una granada.
–¿Y el último?
Alan suspiró.
–Un interrogatorio. En Iraq. Me pasé. Yo no quería… Yo… No…
Le di un abrazo y vi como le caía una lágrima por la mejilla.
–Mi vida no ha vuelto a ser igual –me dijo–. No se lo deseo a nadie. Por eso bebo por las noches. Porque quiero que eso no vuelva a mi cabeza. Solo así puedo trabajar bien al día siguiente.
Desde ese día Alan y yo fuimos buenos amigos. Yo confié plenamente en él (conducía tranquilo y con absoluta rigurosidad) y él empezó a sonreír más. Mis recuerdos escoceses siempre irán unidos a este extraño y misterioso personaje. Él encarna mejor que nadie al guerrero violento pero vulnerable, luchando por una causa difusa, siempre vilipendiado a los oscuros intereses de la city. Me imagino a Alan como descendiente de un picto, de un escoto o de un miliciano independentista de William Wallace, dipuesto a morir luchando sin importar demasiado la causa. El último día, antes de despedirnos, le pregunté por el referéndum y la independencia.
–Yo soy escocés y esto es Escocia. ¿Tenías alguna duda de que estamos en un país propio? Eso es lo más importante. ¿Separarnos completamente? Importa una mierda. Eso son cosas de banqueros y de políticos y de periodistas. ¿Has conocido muchos escoceses interesados en esto?
–No. La verdad…
–Exacto. A nadie le importa una mierda en el fondo.
–¿Pero crees que saldrá el sí?
–Salga lo que salga esos ingleses corruptos hijos de puta se saldrán con la suya. Así ha sido durante toda la historia y así seguirá siendo.
El referéndum para decidir si Escocia debería ser un país independiente tuvo lugar el 18 de septiembre de 2014. El «No» a la independencia se impuso con el 55,3 por ciento de los votos, frente al 44,7 por ciento de los partidarios por la secesión. Hubo una participación de 84,6 por ciento, inusualmente alta para un país como el escocés. Los partidarios de la independencia no han abandonado su proyecto secesionista y, según han comunicado en diversas ocasiones, intentarán convocar el referéndum de nuevo en los próximos años.