Llevo en uno de los bolsillos de mi mochila un cuaderno de notas por estrenar y un boli de tinta negra, para escribir algo del viaje. El cuaderno pasa las dos noches que dormimos ella y yo en Bilbao junto a mi almohada, en una suerte de saliente en la pared que ejerce de mesita, y espera melancólico algunas caricias que no llegan a rozarle ni se acercan más allá de entre las sábanas, tan a su lado. Porque a veces pasa. Que la vida se pasea por delante de tus ojos enseñando unas piernas cómo de bonitas que noquean cualquier intento de ficción, cualquier intento de nada.

Por el día, el cuaderno en blanco y el boli siguen en su sitio, ni siquiera me los llevo a ningún lado. Descansan junto a un libro, el cargador del móvil y un condón de marca blanca por usar. Y un vaso de agua medio lleno o medio vacío del que bebo cada vez que tengo un buen gatillazo, de esos épicos y con nombre propio. Solo al volver a Madrid y pasados algunos días, tanteo las páginas a escribir con divertida paciencia. La carretera se desliza a 110 kilómetros por hora a través de las ventanillas. El aire acondicionado. La radio, y ella va cambiando de canción. Bajo el volumen todo el rato, para poder hablar con ella. Lo vuelvo a bajar, para seguir hablando. Porque resulta fácil y no hace falta que le cite a Chéjov para referirme a un charco en el suelo, pero podría hacerlo. Bilbao no tardará mucho.

El cuaderno vuelve a estar en la mesita de noche, pero esta vez es la de mi habitación de Madrid; ya no hay hotel de carretera. Pasa un día y otro y el viaje ha terminado, nunca regresa por mucho que avancen los días, aunque a veces uno pueda esperar lo contrario. El calor y los flequillos mojados, la capital hecha de terciopelo naranja. Las piscinas vuelven a estar a rebosar de gente. Los días otra vez llenos de minutos y las noches de mosquitos. Y las resacas ya no suceden como sucedían hace años, cada vez me cuestan más; porque tratamos de curarlas con grandes cenas, como si fuéramos jóvenes y millonarios, imposibles, ante el desconcierto de nuestros padres. Les hablo entonces a algunos amigos del viaje, no sé bien qué contar.

En la piscina de mi urbanización hay tantos niños que no se puede nadar. Prácticamente no se puede hacer nada. Hace solo dos semanas que retomé el verano, lo había dejado pendiente desde el año anterior, guardado en uno de los cajones de mi cuarto o colgado de la percha tras la puerta, como ese sombrero antiguo que siempre deseas volver a ponerte, copiando a Dos Passos y con las mariposas y los viajes y las historias bailándote en la tripa, y buscas cualquier excusa para hacerlo o la ocasión que lo merezca, el conjunto adecuado. Y al lanzarme al agua, tras rebotar entre dos o tres niños y pelearme con alguno de ellos propinando varias ahogadillas, me planteé que a lo mejor había olvidado cómo se mantenía uno a flote, cómo nadar. Porque a mí a veces se me olvida nadar, y no es la primera vez que me pasa. Porque ciertamente he perdido mi toque en muchas cosas, como si la juventud se escapara de madrugada saltando por la ventana para acostarse con otro. Aunque finalmente logré en la piscina hacer un largo y medio luchando en cada brazada y salí jadeando por la escalera, con ligeras taquicardias, la respiración entrecortada y un poco a cámara lenta, agitando mi larga melena rizada al viento mientras las madres presentes me miraban abochornadas y tapaban los ojos a sus hijas más pequeñas. Y, consciente de haber perdido cualquier atisbo de abdominales que alguna vez hubiera podido tener, presente la promesa de una barriga, supuse que los tiempos estaban cambiando, que siempre cambian. Al fin y al cabo el barro nos llega a las rodillas y como llega se va.

Tomar el sol, sin embargo, sí se me da bien, pues siempre he sido bastante hábil para no hacer nada. Y hablo de todo esto porque he conocido hace poco a una chica que no sabe tirarse de cabeza a una piscina. Y es ella con quien fui de viaje a Bilbao, y cada vez que zigzagueo con el boli entre los recovecos de mi cuaderno no logro centrarme en la ciudad sino en esta chica, e intento calibrar el tono que quisiera usar, y termino dejando el cuaderno a un lado y me enfundo un bañador y me vuelvo a la piscina a combatir el calor. Ella, como he dicho, no sabe tirarse de cabeza a una piscina. Sin embargo, dice que lo compensa saltando al agua de ‘palillo’ de una forma muy sensual. A mí me pasa un poco lo mismo con numerosas cosas de la vida, que las compenso con otras. Por ejemplo el otro día, que, volviendo del viaje, tuve un gatillazo de campeonato al aire libre estando ella y yo perdidos entre una estación de servicio, una gasolinera y unos naranjos, y lo compensé invitándola a un helado. Que ella, un poco triste, se compró uno con forma fálica, y enorme, ante mi desconcierto. Yo me comí uno normal, como si ya nada importara. Me dijo que le daba pena porque le habría gustado recordar haberlo hecho allí conmigo. Le dije que siempre se recuerda mejor y con más cariño un gatillazo en condiciones. No era ni el primero ni el último, pues yo soy tan tierno y romántico que me gusta cada cierto tiempo mostrar mi lado más blando. Alguna vez he tenido un gatillazo tan tremendo que de cómo se encogía pensé que la perdía. Y a la chica también. Pero como al final sopeso que en la escritura valga más la idea que la forma no quisiera perderme en los contornos, y prefiero hablar o rozar si puedo el viaje; si el cuaderno, el boli y ella me lo permiten.

Hacía solo dos días que habíamos parado ella y yo en esa misma cafetería a hacer pis, rumbo a Bilbao, y una señora que allí trabajaba me había preguntado equivocada si el día anterior habíamos estado en no sé qué pueblo, pues había conocido a un muchacho que se parecía mucho a mí. Al salir por la puerta comenté que por fin la gente empezaba a reconocerme por la calle, pues sabía que tarde o temprano mis novelas sin publicar tendrían algo de éxito.

Dejo el boli un rato. Son las tres de la madrugada, el cuaderno está lleno de garabatos. Han pasado varias noches después de todo aquello, después del viaje, y le digo a esta chica que no sé muy bien cómo escribir sobre Bilbao. Porque exactamente no sé qué hemos visto, prácticamente no me acuerdo de nada concreto, de calles, de plazas, de anécdotas, de nada; y ni siquiera he bebido lo suficiente para llegar a olvidarlo. Pero supongo que ahí se congrega parte de la vida, en el abismo entre lo que se recuerda y lo que se olvida. E insisto, no sé cómo empezar o cómo continuar con lo empezado. Lo intento varias veces: «Bilbao era un destello…» «Bilbao parpadeaba…» «Dormir en Bilbao…» Nada. No sé cómo seguir. Menos mal que ella iba todo el rato entrecerrando los ojos por los gestos de la ciudad para memorizar cada cosa que le gustara. Aunque cuando le pregunto por nombres solo puede mencionarme la Plaza Biribila, donde me pidió que le echara un par de fotos y yo le hice casi cien, porque le había hecho gracia como ella a mí y a mí me tiembla siempre un poco el pulso y nunca encuentro el ángulo con la cámara del móvil. Así que ella tampoco tiene muy claro qué hemos hecho en Bilbao. Supongo que todo y nada. Sí, todo y nada, como me dijo en el coche volviendo a Madrid:

–¿Qué te inquieta? –le pregunté, al ver que se mordía las uñas mirando por la ventanilla.

–Todo y nada.

–¿La vida?

–La vida –me dedicó una sonrisa mientras la ciudad o el propio viaje se iba escurriendo por los retrovisores. Nunca sé bien qué es, de ambas cosas, de la ciudad o el viaje, lo que desaparece primero en el horizonte.

Lo único que sé es que hemos visto Bilbao casi de noche, del mismo modo en que ahora escribo. Y a mí siempre me gustan más las ciudades así, y escribir, y ella, de noche. La carretera vacía, no tienes prisa, ella al lado, algún lugar a donde ir que no necesita tu presencia, algo de música de fondo, hablar de vez en cuando. El aeropuerto, siguiendo la carretera que nos lleva de vuelta al hotel, desde Bilbao a Arrigorriaga, queda a la izquierda, extendido entre los luminosos del suelo que invitan a soñar con volar, y pensamos en voz alta a qué otros lugares del mundo nos gustaría irnos en ese momento. Ciertamente pocos lugares me resultan tan acogedores como un avión que vuela de noche, le digo, aunque pienso ya en bajo que el propio momento de entonces se ha tornado un lugar de lo más acogedor, y así sucesivamente, y otra vez, y otra vez, hasta quedarme dormido. Escribir de noche es un lugar acogedor, y en Madrid vuelvo al cuaderno y al boli, y pienso y escribo que ella de noche es también un lugar acogedor, y así sucesivamente, y otra vez, y otra vez, hasta quedarme dormido.

Lo de hacer un viaje con ella a Bilbao fue un poco fruto de las circunstancias, como casi todo, y como el conocernos para mí casualidad y para ella destino. Todo tan mezclado. Le leo en voz alta el primer párrafo de Rayuela: “¿Encontraría a la Maga?”, tomo aire antes de seguir, y le digo que la frase de “convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas”, es mi frase favorita del libro.

Las dos noches en el hotel de Arrigorriaga nos incluían desayuno. Y a ella le encanta desayunar. Tal vez por eso la invité, o por no saber tirarse de cabeza a una piscina. Vaya uno a saber. Y al final no desayunamos ningún día. Porque a mí se me suelen complicar mucho esas cosas, y sobre todo las primeras horas del día, donde seguir roncando me parece lo más sensato, cuando levantarse no resulta ni siquiera heroico.

Ella quería una casa allí. En algún lado, entre el mar verde y las montañas azules. Una de esas casas blancas a rayas. Ambos empezamos a trastear con el gps del móvil y a preguntar a algún viandante, incluso en gasolineras, para ir a la playa de Sopelana, y tan bien lo hicimos que acabamos en la Arena, una playa maravillosa casi en la otra punta de la península. Allí, le pedí a ella que me dejara algo de crema para protegerme del sol.

Dejo de escribir un rato y me bebo un vaso de leche. Me tumbo en el sofá a mirar el techo y estirar las piernas. Pienso que el cuaderno está lleno de fragmentos sin sentido, perdidos, desordenados. Pero decido que para hablar de ella no hace falta que tenga sentido lo que deletreo, y que las ciudades pueden escribirse desordenadas. Tal vez nada tenga sentido, y aquí estamos, con el mundo ya remangado.

Ni ella ni yo conocíamos bien Bilbao, ni cómo movernos por los alrededores, pero parecía que todos los caminos nos llevaban a aquella ciudad, que todo se desenvolvía con la naturalidad de quien ve perderse el sol una vez más.

–No te eches crema por las piernas –me dijo en la playa–, que a ti no te hace falta.

Y aún sigo con rodillas, espinillas y pies color rojo chamuscado.

Comimos unas aceitunas con patatas y un par de cervezas, tumbados en la arena misma. Bueno, yo en la arena y ella en la toalla, porque yo nunca llevo toalla a sitios tales, como si no hiciera falta, aunque reconozco haber ido ganando terreno en la suya según avanzaba la tarde. Y cuando ya casi tenía mi plaza conquistada, estando la arena sumergida en gente y el cielo encima de nosotros alegre y sin nubes, habiendo un cartel a nuestra izquierda que decía, junto a una bandera roja, “corrientes peligrosas”, llegó una ola que se nos llevó un poco por delante, como un manto que te echaran por encima cuando no lo esperas. Que cuando me giré aturdido y casi empapado la vi a ella a unos metros por detrás de mí, y en la orilla un señor se reía de nosotros. De pronto, arreglándose el pelo, largo y exótico, me dijo que nos íbamos a dar un paseo hasta el final de la playa. Y yo me revolví en la arena como si no entendiera lo de “nos”. Que al final acabé paseando de un lado a otro sin parar, tan contento. Nos compramos un helado y ella se quemó la espalda. Yo me terminé de abrasar los pies.

El bolígrafo se queda sin tinta. Me cago en la puta. Busco por la casa otro. Son las cinco de la madrugada y mi madre se levanta a cerrar la puerta de su habitación pese al calor. Debo estar haciendo un ruido de cojones, música de cañerías por lo menos con mis pasos bailarines, y es que siempre he andado un poco con torpeza, como arrastrando los pies. El tic tac del reloj de la cocina se ha parado, ya no funciona, pero me da la sensación que los segundos siguen meciéndose en otro lado, de todas formas. Me tomo otro vaso de leche fría y dos yogures líquidos de esos pequeños. Me tomo un vaso de horchata sentado en el sofá. Un mosquito merodea mi presencia como una sombra, no se aparta de mi lado por mucho que yo me aparte del suyo. Me tumbo en el sofá y me levanto y vuelvo a la cocina. Me sirvo otro vaso de horchata y lo bebo como si fuera ginebra. Abro la nevera y cojo un flan caducado de un par de días, me lo como con cierto fatalismo despreocupado. Aunque después me acongojo un poco y miro las estrellas a través de la ventana del salón; esperando, supongo.

Me hace gracia que ella no sepa tirarse de cabeza a una piscina. Y se lo he dicho en varias ocasiones. Siempre está bien llevarse a algún lado a alguien que te reconoce tal cosa sin vergüenza, o que te dice que le preocupan los estudios y el trabajo, o no poder comunicarse en un país extranjero. A mí siempre me resulta atractivo encontrar a alguien con inquietudes tan diferentes a las mías, aunque deduzco que al final todas las inquietudes se terminan pareciendo.

Vuelvo al boli y mi cuaderno y pienso en escribirla, y en decirle algunas cosas como que he suspendido la asignatura de Relato, otra vez (con un 4,5). Y es que como futuro escritor célebre me gusta andarme con ojo en este tipo de asignaturas, pues aprobarlas puede quedar algo pretencioso, flipado, y prefiero ser más discreto, claro.

Camino de Bilbao, la carretera a un lado, ella me propuso que hiciéramos un fondo común para el viaje, y dije que vale. Y guardó todo el dinero en un monedero con forma de sobre que llevaría siempre encima. Y con el fondo común yo perdí un poco la noción de todo y al final del viaje me iba enamorado de la torre de Iberdrola. Estuvimos sentados a la una de la madrugada por lo menos media hora en un banquito de la plaza que tenía delante aquel pequeño rascacielos, comiendo un helado ella de dulce de leche y yo de nueces de macadamia y mirando las casas de alrededor, hablando de lo que estaría haciendo la gente al otro lado de esas ventanas cuyas luces encendidas simulaban otras vidas. Hablando de todo y de nada.

La primera noche en Bilbao ella y yo habíamos ido a cenar a un sitio caro. Era domingo y la ciudad suspiraba por un viernes o un sábado. Vacías las calles. Limpia, nueva. Llegamos a través de un puente con un arco rojo y conseguimos aparcar sin problemas. Sorprende que el perro de flores huela a flores de verdad y que el Guggenheim se desenvuelva con tanta discreción tal donde está, siendo tan hermosamente aparatoso, como si hubiera de estar ahí desde el principio, tras (o delante de) la Ría, incluso antes de estar ahí. Los puentes que cruzan ese estrecho de agua calmada producen reflejos de casas colgantes y colgaba la poca gente de las calles de otras manos u otros planes, con diferentes ritmos. Todo parecía pausado, tranquilo, bello. Bilbao me recuerda a un infinito domingo. No es el día que más te gusta de la semana pero no quieres que termine nunca. Bilbao es una ciudad a la que podría volver como si fuera la vez primera, a la que sigo sin haber ido. Una ciudad que me gustará por todo lo que no he conocido de ella. Donde aquella chica parecía saber tirarse de cabeza a una piscina.

Y ella eligió para cenar un tartar de aguacate, cebolla y queso de cabra, y unos chipirones a la plancha, y acompañamos todo de unas cervezas. Yo había dormido poquísimo y estaba agotado, pero nunca había estado tan cómodo en mi cansancio. El lunes cenaríamos tomando pinchos y zuritos por distintos bares, probando cuántos y buscando aquel que tanto nos gustara.

La camarera del restaurante donde cenamos el domingo me pareció un poco angustiada. Hace no mucho me dijo mi madre que había estado en un restaurante cuyo dueño estaba con ansiedad, y que si quería ir yo a charlar con él un rato. Como si tuviera yo alguna idea buena de nada. Si llevo casi tres años escribiendo un poema que entre correcciones y retoques no se extiende más del título y dos frases. Se titula Poema breve, y dice así: “Ir en la dirección que quiero/ Y no contra lo que no quiero”. Y no termina de convencerme, que no lo veo del todo claro. Si no me gusta aconsejar es porque yo mismo soy un desastre en muchas cosas, que hace unos días en mi casa tenía un pez espada supuestamente delicioso para cocinarme, y hube de quitarme la camiseta lanzándola con fuerza al suelo y encarar la plancha empuñando sal gorda y algo de ajo, un cuchillo en la mano izquierda sin saber bien si podría morderme aquel filete medio congelado. Empecé a echarle cosas por todas partes mientras se hacía a fuego lento y corté un tomate para acompañarlo. Al final, no sé qué hice mal, se me pareció bastante (de pinta y de sabor) a unas croquetas de jamón.

Ya digo, si a mí todo se me torna algo difícil, se me complica, y ella, sin darse cuenta, lo hace más fácil. Ayer, a las dos de la madrugada, se me descubrió de veras como algo complejo el tener que elegir entre leer a Norman Mailer, a Hemingway, o si abandonarme en la masturbación, que la tengo muy dejada de lado y no quiero que se preocupe (lo que me pasa es que cuando follo dos o tres veces cada seis años considero entonces que de tanta frecuencia merezco algo mejor que hacerme pajas por las noches). Dudaba entonces también si empezar a escribir otra novela, porque lo hago siempre que la idea me ronda mucho tiempo la cabeza y así viene siendo últimamente, o si escribir sobre Bilbao. Y así que al final terminé sentado en mi cocina y hablando con ella por Skype durante tres horas sobre una película romántica que ambos habíamos visto, porque si algo está claro es que soy un tipo duro. Ya digo, todo más fácil.

El primer día del viaje, al llegar al hotel, un hotelito de carretera situado en ese pueblecito llamado Arrigorriaga, a unos quince minutos de Bilbao, nos fuimos a echar la siesta. Después de acostarnos juntos por lo menos durante varios segundos, ella dijo que creía que le había dado una bajada de tensión por el calor, y yo estaba sudando tanto que temí deshidratarme, como si hubiera corrido diecisiete maratones y media. Y entonces abrimos la ventana. Pasarían después a toda velocidad dos días extraños y geniales de los que no sé escribir casi nada, quizás porque tendría demasiado que escribir, me perdería en los detalles, en hablar de su voz al cantar o de los simpáticos recepcionistas del hotel, en nuestras torpes maneras de dormir o en la ciudad apagándose, en sus cremas o en las aceras de las calles con las que tropezar, o en el vaivén de las olas en el mar de agua tan fría, en las noches o qué sé yo, hasta que a la vuelta el paisaje verde empezara a tartamudear.

39 grados fuera del coche. Ella y yo hablamos y cambiamos de canción. Resulta placentero escucharla hablar de su vida. Me dice que si algún día le enseñaré a tirarse de cabeza a una piscina. Le digo que sí. Seguro que sí. Pero pienso si yo realmente sé tirarme de cabeza a una piscina, y quién coño sabe hacerlo.

Y cierro mi cuaderno, lleno de frases sueltas. Tal vez en el próximo viaje encuentren sentido.

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