La contrarreloj siempre me ha parecido el arte ciclista más aburrido y mezquino, pero la contrarreloj por equipos es una oda al deporte. Una crono por equipos son nueve hermanos restándole tiempo al segundero para escalar sin resbalones por la clasificación general. Contrarrelojear en comandita en los tiempos del selfie es hacerle un corte de mangas al individualismo que proyecta el futbolista tatuado, el mismo que reclama ¡penalti! con las manos levantadas y lágrimas de cocodrilo en los ojos cada vez que se lanza al barro del área para mancharse la camiseta y la dignidad.

Este espécimen ciclista es raro. Cada vez más difícil de ver en el mapa de una gran vuelta. Pero algunos corredores, los rodadores, los Voigt y Hushovd (que ya no están después de ser eternos durante década y media), o Cancellara y Martin (que ahí siguen, aunque ayer no corrieran en la crono por equipos del Tour por culpa de dos caídas mientras se peleaban por el amarillo de los primeros días), deciden montarse una contrarreloj grupal por su cuenta cada vez que sopla el viento. Son los famosos abanicos, esos latigazos que desarman al pelotón y convierten la costa bretona o la llanura manchega en un Mortirolo sin inclinación.

Cuando era pequeño era de los que odiaban los abanicos y las cronos por equipos. En casa, el periquismo era religión y a Indurain se le animaba sin tapujos. Cuando Miguelón se retiró, las cronometradas dejaron de tener sentido y pasaron de autopista hacia el éxito a tumba de los sueños veraniegos. Para más inri, en aquellos años empecé a hacerme tifoso del Kelme, donde solo corrían escaladores diminutos que salían volando en el llano. Los de la ONCE de Manolo Saiz eran los malos malísimos. Quienes recuerden el ciclismo de la segunda mitad de los 90 otearán al fondo de la memoria a Jalabert, Galdeano, Olano o Zülle vestidos de amarillo en el Tour o la Vuelta… gracias a las cronos por equipos y a los abanicos. A aquellas balas amarillas –o rosas– había que odiarlas desde el sofá, afilando el cuchillo para cuando llegara la montaña. Ya se hundirían en las cuestas. Y así ocurría.

Sin embargo, dos décadas después, aunque Saiz me sigue cayendo igual de gordo, le he visto el romanticismo a la contrarreloj por equipos. En una cronometrada corrida en conjunto no hay excusas. Ni trampa ni cartón. Ni oficiales ni peones. Aunque todos protejan al líder, el jefe de filas se encargará de hacer el relevo bueno si le saca partido a la rueda lenticular y no siente picores cuando se coloca el casco aerodinámico. Una escuadra ciclista contrarrelojeando son los palistas de Oxford enseñándole la proa a sus colegas de Cambridge, un XV de rugby resistiendo en una melé, los malditos bastardos limpiando de nazis la Francia ocupada.

Parten nueve de la rampa inicial (o menos, si la ruta se ha cobrado sus víctimas en etapas anteriores) y tienen que llegar al menos cinco juntos a la frontera de la meta porque es el registro del quinto el que le vale al primero. Una caída, un pinchazo, una pájara, si no es del líder, abandona a su suerte al damnificado. Se aplica la misma ley no escrita que imperaba entre los nómadas que abandonaban a sus ancianos cuando envejecían demasiado, y les dejaban en medio de la nada con un montoncito de leña como única defensa ante los lobos y la oscuridad. Una crono por equipos, más que nunca, es el ciclismo hecho metáfora vital: un viaje en grupo donde solo en grupo se puede resistir al peligro de estar vivos. Caiga quien caiga.

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