Podría pensarse que Sergi Bellver (Barcelona, 1971) fue un salmón en otra vida. Por voluntad propia o designios ajenos se ha acostumbrado a nadar contracorriente. Solo así puede explicarse que este niño barcelonés intentara cambiar sin éxito el dibujo por la música –dos de sus grandes pasiones, adora el cómic y los compositores clásicos, comenzando por Beethoven– pese a que tenía más facilidad para trazar con el lápiz que para puntear con la guitarra. O que en su casa hablara de emociones a la hora de comer, un tema que detestaba su padre. O que abandonara los estudios y Barcelona para instalarse en Madrid y ganarse las habichuelas por su cuenta. En la capital del Reino decidió, pasados los 30, dedicarse de lleno a la literatura, vocación eterna de explosión tardía. Tras hacer la mili con mucha crítica literaria, varios prólogos, algunas ediciones y la dirección de un par de antologías de cuentos, publicó su primer libro de relatos hace diez meses: Agua dura (Ediciones del Viento). A estos doce cuentos turbadores le sucederán más obras literarias, entre ellas una trilogía de novelas en la que ya lleva un trienio trabajando y que espera parir en 2016. En el momento de la entrevista, realizada en Madrid hace un par de semanas, le quedaban horas en España antes de emprender su gran aventura: pasar seis meses en Oaxaca (México) para aislarse del mundo y escribir a sus anchas. Antes de partir, Bellver no se muerde la lengua y da un buen repaso a sus filias y sus fobias.

–Hace un par de meses entrevistamos al israelí Etgar Keret, que siempre se ha dedicado al relato. Explicó que cada vez que se sienta a escribir cree estar «al principio de su primera gran novela». Sin embargo, llega un momento en el que siente que la historia debe terminar, como si todo el hilo argumental se precipitara a un final sin solución. ¿Te ocurre lo mismo?

–La verdad es que no. Por varios motivos me he ido acercando al cuento desde diferentes perspectivas. Antes de empezar a publicar ya había tratado con el mundo del relato como crítico y editor de un par de antologías. Para mí, novela y cuento son artes narrativos del mismo calado y altura, aunque distintos. Cuando empiezo un cuento sé que estoy escribiendo un cuento. Lo que puede pasar es que mi plan inicial se desborde un poco y me vaya de ocho a quince páginas o que escribiendo vea que ahí tengo el germen de algo más grande. Soy poco amigo de decálogos, pero la naturaleza del cuento sería, como decían los franceses, un corte o una rodaja de vida. No tiene el ánimo concluyente de contar una historia de cabo a rabo, por lo menos el estilo que me interesa, más contemporáneo. Prefiero sugerir y contar con lo no dicho. Llevo tiempo escribiendo novela. Ese trabajo requiere un plan, una estructura y una perspectiva de enormes dimensiones. No hablo de número de páginas sino de cómo organizar tramas y subtramas, o de cómo manejar personajes clave o que simplemente están ahí para dar réplica. Por eso creo que tengo claro cuándo me meto en el jardín de un cuento o en la selva de una novela y no me ha pasado nunca lo que a Keret, un autor al que admiro bastante, por cierto. Me gustan mucho sus relatos.

–En la novela debes tener la estructura montada en tu cabeza antes de sentarte a escribir y en el cuento te basta con una imagen para desarrollar la trama.

–Tampoco hay un manual que defina esta dicotomía. Algunos de los doce cuentos de Agua dura y también de los que formarán parte del segundo libro de relatos que estoy escribiendo han partido de una imagen, y de ahí he ido tirando. El primer cuento del libro, “Propiedad privada”, nació a partir de un sueño. Me levanté en mitad de la noche un poco trastornado y tomé cuatro notas, pero incluso tras apuntarlas tampoco sabía muy bien qué querían decir las imágenes de ese sueño. Lo retomé después de algún tiempo y me di cuenta de que había material simbólico ahí como para contar una historia. Diseñé hasta un story board y una escaleta cinematográfica que iba rellenando. Al hablar con otros compañeros me he dado cuenta de que no hay un patrón. A veces, uno puede definirse entre lo que llamo el escritor-arquitecto (o ingeniero) y el escritor-jugador. El primero tiene todo perfectamente planeado y cumple un plan, llevándolo a rajatabla. El jugador se deja llevar. No es que le transporte la inspiración, lo que ocurre es que ve el potencial de una imagen y ahonda por ahí. Sin embargo, sólo a partir de una imagen es difícil escribir un cuento que tenga varias capas de lectura. A mí, más que lo anecdótico y lo sorprendente, me interesan aquellos cuentos que dejo sin ligar del todo, para que el lector acabe un poco de interpretarlo a su manera. Creo que ha sucedido con algunos de los cuentos más significativos de Agua dura. Han podido tocar la fibra de lectores muy distintos porque tenían historia y “mensaje” (que no es una palabra que me entusiasme para la narrativa, pero ya nos entendemos), pero además ofrecían un juego estético. Quien quiera disfrutar sin más de la prosa tiene esa opción, pero quien prefiera saber simplemente qué le está contando ese tío también puede hacerlo sin que los árboles le oculten el bosque.

–Dame un ejemplo de novelista-arquitecto y de novelista-jugador.

–Buena pregunta [piensa].

–Quizás es que haya mucho mestizaje.

–Puede que haya dado una definición demasiado simple y categórica. Tendría que meterme en la cabeza de muchos escritores para saber hacia qué lado tiran más, pero si nos vamos a los clásicos creo que Tolstói sería un gran arquitecto y Dostoievski sería un arquitecto que se juega sus planos a las cartas, los pierde y los alza de nuevo de otra manera, más acorde con el sentido primordial de su búsqueda. El autor de El jugador era un arquitecto que a menudo se abría bastante y dejaba que la historia que estaba escribiendo le guiara. Por mojarme un poco y llevarlo al terreno de hoy en día, podría decir que, entre los autores españoles, en especial en el campo del relato, Ignacio Ferrando, ganador del último premio Setenil, podría ser un buen ejemplo de narrador más atento a la arquitectura, la cual fue su profesión anterior, además. La gran potencia de sus relatos reside en el oficio con el que están pensados y estructurados. Al decir escritor-jugador parece que le quitas mérito, pero tirar por ese camino también conlleva cierto nivel de audacia; obviamente, todos los libros de unos y otros han de pasar luego por un gran trabajo de corrección y edición. Si no, las narraciones no se sostienen. En ese otro campo de juego podríamos incluir a Eloy Tizón, por ejemplo, un autor que se deja llevar bastante por las ideas, el texto y las imágenes, aunque me consta que luego corrige hasta la extenuación. Una cosa no quita la otra.

–¿Qué te hace más feliz: el juego onírico que practicaste en Agua dura o tu querida literatura rusa?

–Es que a mí me gusta de todo. Durante los últimos años me ha ido cayendo la vitola de la literatura rusa porque empecé editando un libro colectivo, Chéjov comentado, y luego escribí un prólogo para El jugador, de Dostoievski. Sí tengo una buena conexión con muchos autores rusos, pero también con la narrativa norteamericana, por ejemplo, como se puede deducir por mi última antología, Madrid, Nebraska. Sin embargo, prefiero hablar de autores que me han marcado, que son muchos y de nacionalidades muy variadas. Ahí están por ejemplo el italiano Dino Buzzati o el checo de habla alemana Franz Kafka, entre muchos otros, además por supuesto de los hispanoamericanos, como Rulfo, Quiroga o Cortázar.

A lo onírico parece que hay que enfrentarse con pies de plomo porque suele ser una treta peligrosa para resolver los cuentos. No me interesa esa fórmula tan desafortunada de que al final «todo fue un sueño». Lo que me gusta es incorporar el sueño a lo real, algo que me atañe incluso en mi vida personal. Si nuestra percepción del mundo real, sin ponernos en plan budista o zen, está totalmente condicionada por nuestros sentidos, ideas preconcebidas, cultura, etcétera… y nuestra mente, cuando entra en estado no consciente, reelabora todo eso durante el proceso del sueño, separar lo real y lo onírico con un gran muro de cemento sería como castrar una parte de nosotros mismos. Es una investigación literaria que tengo pendiente, pero sé que en mis futuros textos va a seguir apareciendo lo onírico. Los sueños son un material muy potente que no puedo dejar de lado. Manejo símbolos que tienen una potencia real para cargar al texto de un significado que no aparecería si me dedicara a escribir sólo lo que se me ocurre ante la hoja en blanco. Sucede en “Propiedad privada”: nace de un sueño y desde ahí escribo el guión previo. Esta estrategia tiene que ver con mi temprana vocación de dibujante. Funciono bastante por imágenes y construyo los textos gracias a ellas. Cuido mucho la prosa y, aunque pueda sonar a sobrado, creo de veras que tengo cierta facilidad para el fraseo. Pero precisamente esa soltura es peligrosa. Puedo arrancarme a escribir cuatro párrafos seguidos con una cierta armonía y potencia, pero a lo mejor, sin darme cuenta, me estoy yendo de lo que te quiero contar como lector. Por eso a menudo tengo que sacar la podadora para que la historia no se me vaya de las manos. En definitiva, la imagen es el punto de apoyo de todo lo que estoy narrando. Cuando pretendo tocar temas potentes y con un sentido político o social es igual: todo se sustenta en las imágenes. Desde hace tres años escribo una trilogía de novelas a la que creo que le faltan por lo menos otros dos años de trabajo, y el primer germen de todo ello fue una simple imagen concreta.

–¿Cuál?

–Sería un spoiler muy gordo decirlo [sonríe].

–¿No se puede decir?

–Si te lo digo sale el corpus de toda la trilogía, pero te contaré que tiene que ver con un naufragio. Mi cabeza empezó a carburar y a imaginar cosas. Mira, te diré algo más: junto al naufragio, un suceso real que ocurrió hace varias décadas, también me influyó para idear la historia en un edificio de Barcelona, ubicado en una calle que todavía existe. Esas epifanías creativas –y supongo que lo mismo le ocurrirá a cineastas, escritores y músicos– te hacen ver que ahí tienes una historia para contar. Es algo supraconsciente que luego mezclarás con lo onírico o con lo que sea. Cuando combiné esas dos imágenes me di cuenta de que no me valía con un relato para explicar lo que había allí detrás. Era demasiado potente y ni siquiera me bastaba con una novela. Hay en esa trilogía una especie de alegoría de la Europa del siglo XX, de España y de Catalunya, pero también una historia personal, una relación entre padre e hijo, un protagonista que vehicula todos los saltos temporales entre novelas… Tenía que ensayar puntos de vista distintos que debían funcionar con historias distintas. O tiraba por una trilogía o me metía en una abigarrada novela coral. El problema es que no me apetecía escribir de ese modo, y eso que una de mis veinte novelas favoritas es Mientras agonizo, de William Faulkner, donde los mismos hechos son contados por cada miembro de una familia. A esa conclusión, a esa elección narrativa, sólo se llega por una lenta decantación mental.

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–¿Cómo se vive el proceso de pasar de un libro de relatos a una novela?

–Tras cumplirse casi el primer año de la publicación de Agua dura estoy bastante contento con el resultado a nivel personal. Las críticas han sido buenas y la opinión de muchos compañeros –que no me procuran halagos gratuitos ni interesados, imagino, porque ya he dejado la crítica literaria–, también. Sin embargo, le veo fallos al libro. Pienso que hay cuentos descompensados con otros. Por ejemplo, al tercer relato, “Los ojos de Sarah”, le pasa todo eso que estábamos comentando: no sabes si es un cuento o el germen de una novela. Creo que, en general, es un buen texto, pero tal vez tenía vocación de novela breve y se me desmadró un poco. Ahora pienso que le sobran tres o cuatro páginas. En fin, fue mi estreno y sigo aprendiendo.

–En ese relato se ve de forma nítida que estás sugiriendo subtramas que se entrecruzan con la narración principal y la vuelven más compleja. Aparece el diario de un personaje ajeno a la narración principal, vuelve a salir el espacio onírico… Hay material para una novela.

–Sí, al menos para una novela negra de extensión breve. Pero por eso mismo creo que es un cuento mejorable. No me quiero poner en el papel de militante del género, pero el cuento supone básicamente renunciar. ¿Cuántas cosas he de elegir no contar para quedarme en el hueso de lo que realmente tiene potencia para generar una emoción? Aunque en definitiva, como te digo, es el primer cuento que publiqué. Es mi hijo: es feo y gordo, pero yo le quiero [ríe].

–¿Por qué tu libro se llama Agua dura y no “Animales muertos”?

–El libro en principio se iba a titular “Los días anfibios”, pero lo cambié en el último momento porque me parecía demasiado peripuesto. La presencia de animales surgió primero de manera inconsciente, como los sueños. Precisamente en algunos de los sueños aparecían animales. Ahora que me voy a México, quizá tenga una experiencia con el peyote y un chamán me pida que identifique a mi animal totémico, quién sabe. Los animales, para bien o para mal, son símbolos muy profundos y cervales que hemos olvidado. Noté que salían de forma inconsciente y luego, durante las múltiples correcciones, cuando me di cuenta de su presencia, advertí que era potente y que, además del agua, servían como otra metáfora general para hilvanar los cuentos. No creo a pies juntillas en la unidad temática, pero sí pienso que si hay una unidad honesta en un libro de cuentos, para mí, se debe a la mirada concreta que utiliza el escritor durante el período de tiempo que invierte en escribir el libro. Si el autor se implica de manera emocional, esa mirada saldrá constantemente. Invertí tres años, de manera intermitente, en escribir Agua dura; si me hubiera esperado uno más en publicarlo seguramente habría resultado un libro más maduro, pero ya no sería el mismo.

–¿Te gustan los coches de época? Aparece mucho automóvil antiguo en el libro.

–Eso sí que es totalmente involuntario, pero en efecto, Agua dura es también un extraño concesionario de momias automovilísticas. Otra simbología que se me escaparía del subconsciente, imagino.

–Leyéndolo me ha dado la impresión de que la presencia de coches viejos está muy relacionada con el tipo de paisajes en el que se suelen desarrollar las tramas de los relatos. Granjas, lugares agrestes, paisajes aislados… Te viene a la cabeza un rancho del Medio Oeste con una furgoneta desvencijada y un molino.

–Como algunos de los relatos narran viajes y como casi todos son más o menos contemporáneos supongo que tenía que haber coches. Eloy Tizón me dijo que había sido valiente por la forma en la que utilizo el paisaje en mi narrativa. Si uno es corto de miras, puede considerar decimonónica la descripción del paisaje, pero con él llevo a cabo un trabajo simbólico. El 99% de las veces que aparece un paisaje es para apoyar la evolución o involución anímica del personaje. Es un gran brochazo de color para definir el tono de una escena. El escritor Miguel Ángel Hernández comentó que alguno de mis cuentos le recordaba al cine de los Coen. En “Propiedad privada”, la violencia repentina, las relaciones familiares sórdidas y el paisaje desolado te pueden hacer pensar en Fargo, aunque no haya nieve. En el cine también hay que decidir cuándo hacer un corto o un largo. Admiro mucho a Haneke, por ejemplo, pero creo que Amour era un cuento, o sea, un corto, no una novela-largometraje. He hecho algunos pinitos en el mundo del guión. Me apasiona porque reúne dos de mis vicios: contar historias y trabajar sobre imágenes. En el guión creas tú el fotograma, aunque luego sea el director quien decida o el productor te diga que no hay pasta para rodar lo que has ideado. He adaptado “Propiedad privada” a guión porque, de hecho, lo escribí adrede con esa idea, para adaptarlo a posteriori. Incluso tiene su story board. Todo se basa en elegir qué contar y renunciar a lo prescindible. Incluso en la novela: por eso me planteo si hoy en día tiene sentido un novelón de ochocientas páginas.

–¿Por qué en un campo tan subjetivo como la literatura hay tanto purista?

–No lo sé. De algo tienen que hablar. Aprovecho la pregunta para “limpiar mi imagen”: la gente que no me conoce bien me tiene a veces por una persona muy vehemente con mis opiniones. Cuando surgió la polémica entre el Nuevo Drama y la Generación Nocilla, muchos pensaron que Astur, Soto Ivars y yo, especialmente, le teníamos tirria a los escritores nocilleros. No sólo no es así, de hecho, según el caso, a mí la escritura fragmentaria me interesa. La he usado alguna vez y estoy pendiente de todo, desde las nuevas tecnologías a lo que escribe la gente más joven. Siempre he llamado a noveles para las antologías que he editado. Me interesa mucho también el aspecto formal de la novela, pues para mí fondo y forma son igual de importantes. Un texto desmañado no sigo leyéndolo, por muy bueno que pueda ser en otros aspectos.

Respeto la libertad creativa de todo el mundo. Sólo me molestan las imposturas, como la hipocresía que yace en una pose de intelectual rebelde. De la Generación Nocilla lo que me molestaba era la voluntad –sobre todo por parte de algunos periodistas– de presentar a un conjunto de escritores como la verdad absoluta y monolítica en la supuesta renovación de nuestras letras. Con el tiempo se ha visto que cada uno era de su madre y de su padre. Mientras duró esa burbuja se diría que estaban reinventando la literatura española. Lo que me parecía es que muchos se apuntaban al carro por moda, aprovechándose del desconocimiento general de la historia de la literatura. Se presentaba como novedoso en cuanto a lo formal lo fragmentario, por ejemplo, cuando es tan antiguo como Homero: La Odisea es fragmentaria, cambia de narrador, juega con la elipsis, etcétera.

–En el prefacio de El nombre de la rosa, Umberto Eco juega a afirmar que no se escribe nada nuevo y que todo son reciclajes pasados por el prisma de cada uno.

–Nadie estaba inventando nada. Pero como aquí somos un poco paletos, nos pudieron vender esa moto. Con el Nuevo Drama intentamos no utilizar la palabra generación en ningún momento. Queríamos ser honestos: no estábamos inventando nada. Las palabras “nuevo” y “generación” producen una suerte de éxtasis a ciertos periodistas culturales. El lío con Javier Calvo, que desencadenó la absurda y desagradable polémica en las redes, vino porque una periodista de El Mundo tituló el artículo que nos dedicó por Mi madre es un pez con una frase y una idea que no se habían dicho ni sugerido en ningún momento durante las dos horas de buen rollo y risas que pasamos con ella Astur, otro autor de la antología, Javier y yo mismo en la Rambla del Raval. Y nadie nos pidió nunca disculpas por ello.

Ahora, con más experiencia en este oficio, intento estar en contacto constante con mucha gente ajena a la literatura. El mundo del escritor es muy endogámico y puedes correr el riesgo de hablar siempre de ti mismo, sin salir del círculo. La literatura llamada de autoficción no me interesa. Me refiero a la que se basa en la experiencia directa del autor, volcada al texto. No se me entienda mal: no calificaría de autoficción todo lo que hace Vila-Matas, pero creo que lleva quince años hablando de sí mismo con diferentes libros y pretextos. Eso está muy bien, es otra manera de narrar, tiene sus lectores, pero a mí hace tiempo que ya no me interesa. El talibanismo lo tienen los supuestos intelectuales que te dicen que estás “anclado en el siglo XIX” cuando explicas que quieres “contar historias”, algo a priori tan sencillo pero que abre tantas perspectivas de sentido. La novela no sólo está más viva que nunca: jamás ha habido tanto caldo de cultivo para reflexionar y hacernos reaccionar frente al mundo en el que vivimos. Encima tenemos ahora los medios para que llegue a muchísima gente. Todos los artistas somos unos egocéntricos. Desde el momento en el que pensamos que tenemos algo que decir y que merecemos la atención de los demás, está claro que hay un ego importante. Pero si por encima de ese ego hay una clara voluntad de que la gente se plantee cosas al leerte, la manera de hacerlo es lo menos importante, nueva, vieja, moderna, clásica, tanto da, lo que cuenta es qué decir.

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–Pienso que ese ego anula la posibilidad de que haya un debate real. No sólo a nivel literario, también en lo político y lo social.

–Me parece que el debate más urgente es el social. No digo que un escritor deba tener un compromiso social. Dices esto e inmediatamente piensas que un escritor ha de ser algo así como un intelectual de izquierdas. A mí me han enseñado mucho sobre el arte de novelar las obras de Hamsun o Céline, personas en las antípodas de mis ideas. Pero sí creo que un montón de escritores podrían mojarse un poco más, no solamente en el debate social. Los artistas tendemos a separarnos de la sociedad con una visión casi elitista y cuando queremos ir de comprometidos señalamos lo malos que son los políticos. Muchos de los que levantan el puño antes que nadie para quejarse y extender su pancarta participan luego en una cultura de la corrupción piramidal que está entre todos nosotros. Me produce estupefacción que un escritor que se tiene por comprometido ponga el grito en el cielo si un político de cualquier partido resulta ser un corrupto, cuando a menudo ese mismo escritor amaña premios con una editorial, acepta un premio a dedo o calla cuando sabe que eso sucede. Todo forma parte de esa cultura de la corrupción. Qué mas da si estamos a un nivel o a otro.

Yo intento incidir en la realidad de la gente con historias, simbolismos y metáforas, no con soflamas o panfletos políticos, ni buscando el postureo de presentarse como enfant terrible. Pero cuando hay que hablar claro y posicionarse, se hace. Soy catalán y ya he dicho en algunos foros que creo que Catalunya tiene una identidad especial, pero no soy independentista. Tampoco soy nacionalista. Soy español y catalán porque me ha tocado, como podría ser bielorruso. Me encantaría que se pudiera celebrar el referéndum para que la gente pudiera votar –como ha ocurrido en Escocia–, pero seguramente votaría ‘no’. El problema es que si digo en Madrid que estoy a favor de la consulta me tachan de independentista. Yo quiero que la gente se exprese y que no sean los políticos los que vayan enarbolando banderas ni imponiendo posturas o silencios. [Nota del redactor. La entrevista fue realizada una semana antes de que la Generalitat anunciara que no seguirá adelante con su idea original para celebrar el referéndum del 9 de noviembre].

–La democracia pasa tanto por votar como por aceptar el resultado del hipotético referéndum.

–El otro día escuché que Artur Mas le recomendaba a Rajoy tomar ejemplo de Cameron, que no creo que sea un gran modelo para muchas cosas, pero que sí creo que lo ha hecho bien con la cuestión escocesa. Mas le recordaba veladamente a Rajoy que en la consulta catalana podría ganar el “no”, pero también criticó por otro lado el inmovilismo del gobierno español. Muchos autores, por miedo a perder lectores de un bando u otro, tienen miedo a mojarse en temas así. Soy un novel, pero echo de menos que algunos escritores de cierto estatus dejaran de hablar de lo estupendos que son y empezaran a cuestionarse y a intentar explicar lo que pasa en la sociedad. Se ha hecho algunas veces y hay experiencias mediáticas muy interesantes. Ajoblanco, la revista que editaba Pepe Ribas, fue crítica con CiU en Catalunya y con el PSOE en España durante los 80. Hoy echo en falta ese tipo de foros para un debate real, audaz y sincero. Siempre será interesante el escritor que sepa ver el mundo sin una visión sectaria o de bandos. Tendríamos que reflexionar sobre el declive de muchas palabras en nuestra sociedad. Palabras como “democracia”, “solidaridad” y, sobre todo, “librepensador”. Lo que define a un escritor más allá de su técnica o su voz, es la mirada. Eso se lo repetía constantemente a los alumnos de los talleres que impartí durante años. Hay que ser valientes para ser libres: cualquier artista que esté demasiado cercano al poder me hará sospechar siempre, porque acabará apagando su voz crítica para no perder la silla. Eso ha sucedido en todas partes y en todas las épocas.

–Cada vez que se excedía con un verso a Quevedo lo mandaban a sus posesiones cántabras para que no molestara.

–Además de escritor vehemente y personaje pendenciero, Quevedo sí tenía esa mirada crítica y ácida sobre las cosas, y los redaños para expresarla. A eso te lleva el temperamento, pero hay mucha gente que dice ciertas cosas entre cañas que luego tiene la prudencia o la cobardía de no decirlas nunca en público. Yo mismo, a veces, mal que me pese.

–Dices que nunca ha habido tantas razones para escribir novela como ahora. ¿Se está escribiendo en España ficción literaria sobre desahucios?

–Sí, pero la distribución de esas obras no es tarea fácil. Me vienen a la mente varios autores y libros que tratan esa realidad de una forma concreta, con mayor o menor fortuna literaria. Intentan tocar esos temas, pero otra cosa es que consigan hacerte ver las cosas de otro modo o simplemente recojan lo que ya se dice en la sociedad. Algunos escritores se presentan como “voces sociales” simplemente para apuntarse a un tema candente que les haga vender más libros. No daré nombres, que no soy tan ducho con la espada como Quevedo, pero me vienen a la mente ejemplos muy concretos. Como decíamos, no es lo mismo publicar en Planeta que en una editorial pequeñita. Veo una degradación muy grande en las editoriales más potentes. Hace mucho que se sabe que el Planeta es un premio a dedo, pero es que todos los premios de editoriales grandes están ya bajo sospecha. Te das cuenta de que en Espasa y muchas otras ganan premios presentadores de televisión metidos a novelistas porque tienen tirón comercial. Quizá sean buenos y todo, oye, pero qué casualidad que esas firmas aseguren a la editorial que personas que apenas compran un libro al año adquieran esa obra.

–¿El fenómeno del presentador televisivo como escritor es una moda?

–Algunos casos son directamente encargos de la editorial. Hablamos de empresas, no de ONGs. Tienen que subsistir y generar beneficios. Si publican a Sergi Bellver venderán con suerte mil libros y, en cambio, si editan a Màxim Huerta venderán veinte mil o los que sean. Las decisiones de publicación de los grandes grupos están totalmente secuestradas por los departamentos de marketing. Me parece peligrosa la obcecación de las grandes editoriales por esa literatura con fecha de caducidad tan corta y de tan poco calado intelectual. Y lo que realmente me molesta es que te vendan que los premios literarios que organizan en buena lid, junto a las ventas de Coelho, Dan Brown, Zafón o Follet, servirán para promocionar nuevos autores. No es así. No ocurre como con Spielberg, que rueda Parque Jurásico para hacer caja y poder filmar después La lista de Schlinder. No, lo que buscan es repetir la fórmula comercial a cualquier escala, con el valor literario como último factor en la operación.

–Has metido en el saco a cuatro escritores superventas. ¿No ves diferencias entre los cuatro?

–Sí las hay, pero los analizaba desde el punto de vista comercial. Para no ser un bocazas ni copiar opiniones ajenas he intentado hacer por lo menos una buena cata de cada uno. Ponle que he leído al menos cien páginas de La sombra del viento y no me gustó: no me pareció infame, pero sí casi adolescente, aunque hay que reconocerle a Zafón que funcionara primero por el boca a oreja. Cuando vieron que tenía éxito le lanzaron como “gran” escritor. Con El juego del ángel quisieron repetir el lanzamiento y ya se vio que la calidad no era la esperada. La dejación de funciones de las grandes editoriales como agentes culturales provoca que no se eduque el gusto del público. Hay muchas personas a las que se les puede formar el criterio perfectamente. De un taller de escritura no salen alumnos que no entraran ya siendo escritores, por ejemplo, no hay varita mágica para el talento, pero todos mejoran sus hábitos de lectura. Los planes de lectura de las escuelas son nefastos. Meten en el programa novelas del siglo XVI que en la vida pueden interesar de primeras a los niños. Para aficionar a alguien a la buena literatura es esencial seleccionar las novelas que te pueden enganchar y el orden en que se deberían leer. De Benedetti se puede saltar a Cortázar y después pueden acabar flipando con Dino Buzzati y El desierto de los tártaros, que para mí es una cima. Yo he visto y propiciado ese mismo proceso en alumnos jóvenes y adultos. Se trata de mostrarles un recorrido literario, aunque cada uno se quede luego en el punto del camino que desee. Poner en manos de un lector inexperto el Ulises de Joyce puede desembocar en un suicidio inducido. La antítesis de estas grandes editoriales que ven que triunfan sagas como Cincuenta sombras de Grey y se lanzan a encargar nuevos bodrios de novelas eróticas la representaban editores como el recientemente fallecido Jaume Vallcorba. Él, en Quaderns Crema y Acantilado, publicaba lo que quería que estuviera en su librería. ¿Cuánta gente en 2014 publicaría el primer libro de Quim Monzó o Sergi Pàmies? Vallcorba publicaba autores extranjeros pero también a españoles a puerta fría, sin referencias previas. Construyó un legado para todos y se ganó un prestigio cultural. La clave de Vallcorba es que era un editor vocacional, sin dejar de crear una empresa rentable.

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–Sin Vallcorba, ¿quién sigue teniendo gusto en el mundo editorial, según tu opinión?

–Quedan algunos grandes saurios, líderes de espalda plateada. Es encomiable todo lo que logró Jorge Herralde, pero tengo la sensación de que desde que Feltrinelli compró Anagrama el nivel ha bajado un poco, cuando antes cualquier libro de Anagrama era sinónimo de calidad. Pero la labor cultural de Herralde ha sido inmensa, sobre todo a la hora de formar a nuevos lectores. Jacobo Siruela también tiene una trayectoria singular. Levantó de la nada el sello Siruela y cuando fue demasiado grande cuadró el círculo con Atalanta, con la que comenzó a editar libros que uno pensaba que no los iba a comprar nadie y luego vendieron, y venden, y han creado una fiel legión de lectores. He trabajado con Atalanta en algunas ferias y he visto cómo venían lectores a por libros de historia medieval china. Tienen su mercado y saben encontrarlo, pero sobre todo hacen una propuesta audaz y de calidad. En el fenómeno de las editoriales independientes hay otras propuestas muy diferentes, mejores y peores, pero no hay duda de que para los autores que empezamos, nuestro lanzamiento como escritores pasa por esa decena de editoriales independientes que trabajan bastante bien. Por mencionar alguna, un gran sello entre ellas es Sajalín. No publica a españoles, pero todo lo que ofrece es de calidad y tiene buenísimas traducciones. En la piscina de las editoriales, afortunadamente los tiburones más grandes dejan un poco de espacio para estos peces pequeñitos.

–¿Quién es el tiburón blanco dentro de esa piscina?

–Las fusiones entre grandes editoriales, que acaparan cada vez más el negocio.

–Llevamos una hora conversando y aún no has mencionado una de tus grandes pasiones: Ludwig van Beethoven.

–Si viniera Mefistóteles en plan Fausto y me ofreciera un gran pacto le diría: “Tío, dame talento para el piano o para componer una sonata de Beethoven”. Y me dejaría de historias. Creo que la música es el arte más puro, alto y sincero; el que está menos encadenado a interpretaciones y traducciones: tocas un cuarteto de Beethoven en China, en el Zaire o en Colombia y cualquier ser sensible podrá emocionarse contigo.

–¿Si te lo llevaras de viaje a Oaxaca qué crees que te diría?

–Habría que ver en qué etapa de su vida me lo llevaría. Me encantaría ir con él en la etapa anterior a su sordera. Si fuéramos en vida de Beethoven, Oaxaca todavía era casi el Medievo, y si me lo quisiera llevar en 2014, el Beethoven resucitado quizá no vendría, gruñendo por la música que se hace hoy en día, con todo ese ruido de fondo. Creo que le pasaría lo contrario que a otros artistas. Por ejemplo, Gómez de la Serna seguro que hoy sería una estrella en Twitter. Beethoven no fue sólo el gran músico de su época, sino el renovador por excelencia, tendiendo un puente entre la tradición y la búsqueda, que me parece la única manera coherente y digna de renovar un arte (y con esto vuelvo y zanjo el tema entre la Nocilla y el Nuevo Drama). Antes, todos los grandes del XVI al XVIII dependían de un mecenas. Ahí están las luchas de genios como Mozart con sus protectores y sus encargos. Además, se debían a unos patrones clásicos. Beethoven fue el primero en conseguir que un aristócrata le diera un sueldo por componer lo que le diera la gana, sin directrices. A veces le proponían dar clases magistrales o conciertos improvisados y el hombre se cabreaba porque pensaba que su misión era únicamente crear sus historias. Por ese empecinamiento en su libertad creativa llegó a unas cotas inigualables.

–¿Tú serías capaz de escribir una novela por encargo?

–Depende del tema que tratase. He corregido y editado novelas para terceros. Sí que podría escribir novelas para otro público sin renunciar a mi propuesta literaria, quizá incursionando en el género de la novela negra. Disfruto mucho leyéndola y sé que la acabaré practicando. No estaría mal meterse en el género con una propuesta de calidad. Por eso diferencio mucho entre novela negra y novela policial. El cliché de “se ha cometido un crimen y un investigador fracasado tiene que resolverlo” es muy repetitivo. Las novelas de Georges Simenon y otros grandes son negras, y no sólo policiales, porque retratan la podredumbre y la sordidez del mundo, calzando una crítica social. Eso sí me interesa. Qué más da que luego te lean en verano sobre la tumbona de la playa. El caso es utilizar cualquier pretexto para contar una buena historia.

Fotos: Pablo Sierra

Ilustración: Jorge Berenguer

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