Relato de las 482 millas, a pedales, por tierra, entre dos mares.

Otro mullido colchón me absorbe. Joder, cuesta menos levantarse cuando duermo en el suelo. Los aromas del café me impulsan hasta el salón, inundado por esa luz tan limpia cuando sale el sol en el Norte. Un desayuno digno de Hobbiton en muy grata compañía, y una larga andadura por delante, espero que, hasta el mar. Aconsejado sobre el mapa, me dispongo a partir hacia el noroeste, con las pilas cargadas y optimismo a raudales. Ha salido un día precioso. Sonrío al cielo. La calidez de los rayos solares besa mi piel. Las punzadas en los isquios quedan adormecidas por la brisa que acaricia este semblante extasiado. El paisaje transmite la Energía Esencial. Las ondulaciones de maizales cubren todo cuanto alcanza la vista.

Puente la Reina (de Navarra) continúa vetusta y empedrada como gran intersección jacobea (junto con Arzúa, en Galicia). Sobre el puente de peregrinos me detengo. Recuerdo cuando pasé por aquí, también pedaleando, desde Jaca a Santiago; codo a codo, con mi padre. Una gran experiencia que permitió forjar de nuevo nuestros vínculos. Desde luego que, sin todo el amor que él me ha transmitido por la bicicleta, no estaría inmerso en esta historia. Cómo salir a rodar por carreteras y pistas forestales. Cómo trazar y adelantarse a los peligros. El juego de fuerzas y tensiones entre dientes y eslabones. La mecánica y el ingenio en las averías. La prudencia en los descensos. La autorregulación.

Las carreteras se suceden rumbo a Lekunberri mientras el sol llega a su zenit; los kilómetros se suceden; las colinas y las huertas y los prados, también se suceden. Infinidad de pueblecitos con encanto salpican las tierras navarras, apenas me detengo en ellos para repostar. Quiero llegar a la playa de La Concha antes del ocaso. Con la mente en blanco logro combatir las horas de presión sobre mis posaderas; las punzadas sordas y persistentes, como una miasma pestilente o la fragancia de alguien detestable. Como si se tratara de un cólico que no mengua. Un rictus de dolor sostenido se me dibuja entre las comisuras.

En el puerto del Aizpiroz dejo que Stendhal disfrute con los pastos, al detenernos en el cambio de rasante. Esplendor en la hierba. Atrás, Nafarroa, por delante, Gipuzkoa. La subida a este alto ha sido sorprendente, cuando creía que aún no había empezado el puerto estaba coronándolo. Una confusión en la cuadrícula del mapa. Un cambio perceptivo. El organismo expresa que está aclimatándose a los esfuerzos. Me encanta experimentar esto. Abatido en el prado, sobre las rodillas, por ráfagas del sol, en descenso –como el sargento Elías de Platoon–. Me concentro en la propiocepción de todo mi ser, con los brazos en cruz.

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Cuanto resta hasta el océano ya es terreno favorable. Llego a Tolosa al final de la tarde y a la villa de Andoáin entres dos luces. Empiezan a pesarme las millas y esto confluye con el laberinto en las inmediaciones de Hernani. Coexisto con la frustración de cómo llegar hasta el corazón del Kursaal.

(Inciso: pónganse en la piel de un forastero e intenten acceder a una gran ciudad eludiendo autovías, puesto que van en bicicleta. A ver cómo lo hacen).

Las gentes del lugar me indican como buenamente pueden pero hasta las diez de la noche no me resulta posible enfilar, por el carril bici de zona universitaria, hacia a la playa de Ondarreta. Ya es noche cerrada. No van a ser las últimas pedaladas del viaje, lo sé, pero este kilómetro final tiene un cierto hálito de recta de meta. Un sutil tornado crece bajo mi esternón. Se expande en mi pecho la catársis anhelada. El viajero emergente. Floto sobre las calles y me elevo, como Eliot con E.T., recortados en la luna de Donosti.

Observo las sombras del Igeldo, poblado de luciérnagas hogareñas. El Urgull iluminado. La elegancia clásica del paseo de la Concha. Y más allá, Lo Viejo. Qué bonito es Lo Viejo. Cuánto sabor, y no sólo por las barras de pintxos. Me detengo junto a la verja del Palacio de Miramar. Con la linterna alumbro el cuentakilómetros y la satisfacción me embarga, desde Montserrat hasta aquí he transitado a lo largo de 650 kilómetros. Respiro hasta que la brisa marina alcanza cada centímetro cúbico de mis pulmones. Alzo la vista al firmamento y me siento capaz de percibir el polvo de estrellas de que estamos hechos.

Sonrío y dejo colgar las piernas, me bebo un litro de isotónico –en pocos tragos–. Enciendo uno. Me encanta que los planes salgan bien. La expresión de mi cara debe ser parecida a la de Stendhal en la Santa Croce. Murmuro al cielo una oración agradecida por haber llegado a salvo. «Mamá, estoy bien, ya en La Concha». La mar océana ante mí… «Sí, claro que estoy comiendo. Sí, madre. No… no sé aún dónde pasaré la noche, no te preocupes. Sí, mami, sí, tranquila… Sí, Donosti sigue tan bonita como de costumbre. Un besito. Yo también te quiero mucho. Sí… ya sé que tú, siempre más. Bona nit«.

Pedaleo hacia el este por el paseo abarrotado. Saturday night. El fin del verano. Noche apacible. La fatiga me envuelve ligeramente pero me apetece devorar y beber. Creo que estoy en el lugar indicado para ello. Con Stendhal de la rienda me adentro en Lo Viejo, a la búsqueda de una terraza en la que aposentarnos. Al girar una esquina, cerca del antiguo mercado, observo una zona ajardinada y tras unos setos, sombrillas de buen augurio, y una mesa libre. Descargo la mochila y les comento a la pareja que se sienta al lado si le pueden echar un ojo a mis trastos. El tipo, muy amable, me dice que les acerque los bártulos: bolsa, casco y chaqueta, por si acaso. Entro en el garito y pido el recipiente de cerveza más grande que sirvan, junto con unos pintxos.

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Cuando salgo con las viandas y el zumo de cebada, una familia con trillizos se sienta en la mesa que había ocupado yo pero que se hallaba vacía de trastos. En ese momento, la pareja que custodia mis pertenencias se da cuenta que me he quedado sin asentamiento. Momento incómodo. Les digo si no les importa que me tome lo que traigo apoyado en su mesa, y que me marcho en unos minutos. Intercambio un par de cortesías con ellos y les agradezco la comprensión. Silencio tenso. Un extraño tan cerca de nuestro espacio vital. Engullo con voracidad y bebo rápido. Me fijo en que están ultimando sus copas de vino. Les digo que voy un instante al servicio y vuelvo enseguida. Regreso con tres copas de vino.

Nueve copas después nos pedimos otra ronda. Esta pareja de profesores de euskera resultan ser unos anfitriones maravillosos. Son dos mentes despiertas que se han conocido a través de la pedagogía lingüística. Maestros de maestros. Frisando los cuarenta ambos. La fluidez de la conversación es asombrosa. Ella es de las tías más auténticas e inclasificables que he tenido ocasión de conocer. Él, un hombre cabal, con el que comparto simetrías; ciclista de joven y con ese poso cultural que se le aprecia por cómo emplea las metáforas. Apenas llevan unos meses juntos pero se les ve en perfecta simbiosis, dándose réplicas inconformistas, que van intercaladas con dulces gestos de cariño. Por momentos tengo la sensación de que son unos colegas con los que hubiera quedado. Les transmito este pensamiento y me dicen que, en uno de mis viajes a la barra, han comentado eso mismo.

A las dos de la mañana nos movemos de allí y me dejo llevar por la nebulosa de los licores de Baco y la agradable compañía que la noche donostiarra me ha dispuesto. En el exterior de un garito seguimos de vinos para que Stendhal no se quede sola. Aparecen tres chicas que saludan a la pareja y se unen a nosotros. Me las presentan y como veo que no voy a lograr retener sus nombres vascos les pido que me cuenten el significado. Así, a mi suerte, me abandonan por espacio de media hora la pareja de maestros. Entablo conversación con las tres intentando que no se note que la morena, con nombre de ave y ojos aguamarina, me gusta.

En un momento dado, bromean ellas sobre lo difícil que es ligar en el Norte. Les digo que me faltan elementos de juicio, y nos reímos a gusto. Tras otra ronda, por fin se resquebraja el hielo con la gentil dama cuando adivino a qué se dedica. Nos quedamos mirándonos conectados. Qué instante más bonito. La siguiente hora junto a ella pudiera visualizarse como esa secuencia de Stockholm, sin diálogo, con las luces de la Gran Vía intercambiadas por las de La Concha y su bahía.

Cuando se intuye el resplandor del alba llego –en solitario– al final de la playa de Zurriola, y sobre el último banco del paseo extiendo mi habitación para este amanecer. La franja del horizonte, entre el cielo y el mar, es lo último que contemplo, y tiene la misma tonalidad que los ojos de la chica con nombre de ave.

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