Los partidos y sus instituciones se la pasan desdeñándonos y maltratándonos y ahora nos convocan a votar como si no pasara nada. ¿Creen qué somos un país de idiotas?
Fui uno de los 54 mil “abajo-firmantes” que pedimos al Senado frenar a Eduardo Medina Mora, el candidato del Presidente para ministro de la Suprema Corte. Salvo excepciones, los senadores vieron con menosprecio la iniciativa y un ex presidente del PAN nos regañó llamándonos “enemigos” de la democracia para luego restregarnos nuestra insignificancia numérica. Es cierto que somos bien pocos frente a los 31.5 millones de votos que recibieron en 2012 los senadores del PRI, el PAN y el Partido Verde.
Dos consideraciones me permitirán ligar lo anterior con la calidad y legitimidad de las elecciones. ¿Cuántos de esos 31.5 millones fueron votos conscientes, cuántos comprados, coaccionados o inducidos con propaganda mentirosa? Las encuestas miden bastante bien lo que una sociedad va pensando. Según Reforma, en diciembre de 2014, 65% de la población confiaba “poco o nada en el Congreso”. Podría argumentarse que los 54 mil firmantes representábamos a 54 millones ciudadanos.
Desconocemos la calidad de nuestras elecciones en parte porque nuestras autoridades electorales (Instituto y Tribunal) están más interesadas en encubrir los fallos que en investigarlos para corregirlos. Uno de sus métodos es fetichizar las instituciones: ellos nunca se equivocan, ellos hablan como si deambularan en olor de santidad. Esta idea se difundió durante la etapa en que fue presidente José Woldenberg; nadie le regatea a aquel IFE el meritorio papel jugado. Los partidos se encargaron de acabar con la autonomía de esa institución y lograron transformarla en instrumento a su servicio, un hecho convenientemente olvidado.
El caso del actual presidente del Instituto Nacional Electoral, Lorenzo Córdova Vianello, es paradigmático porque replica la evolución de sus dos predecesores (Luis Carlos Ugalde y Leonardo Valdés Zurita). Córdova tiene una personalidad mesurada y pulcra, y sus neuronas han sido educadas en el rigor y la disciplina académica. Antes de llegar al cargo podía sacar el bisturí y hacer disecciones de precisión. Rescato algunas frases de columnas que escribió para El Universal en 2011.
Describía a los partidos políticos como “aparatos de control de clientelas” que se distinguían por lo “pragmático, convenenciero y… cortoplacista”. Eso provocaba que “las elecciones [fueran] meras competencias entre membretes” que disputaban “campaña[s] impactante[s] mediáticamente, pero generalmente vacía[s]”. Eso era posible porque había unas “autoridades electorales debilitadas que no logra[ba]n remontar la crisis de confianza”.
Al igual que Ugalde y Zurita, al momento de ocupar el cargo, Córdova arrumbó el espíritu crítico para transformarse en defensor fiero de la institución. Su drama –que es la tragedia de nuestra democracia– es que se acumula la evidencia de que al INE lo controla el tricolor y el tucán por medio de Marco Antonio Baños y su banda; y con sus fallos el Tribunal Electoral demuestra servir a los mismos amos. Lo más escandaloso es la impunidad del Verde; si quiere ser tomado en serio, Córdova debería impulsar la cancelación de ese registro. Eso sería respetar la ley y la ética.
La fatiga democrática también se debe a la desmovilización de una sociedad civil desilusionada. Un ejemplo es la Confederación Patronal de la República Mexicana, Coparmex, un adalid de elecciones libres y confiables. El pasado 16 de enero el presidente de la Coparmex-DF, José Luis Beato, convocó a la prensa para anunciar la campaña #NOVotesporChapulines. Supongo que fue asediado por el club de amigos de las instituciones porque dos meses después, el 17 de marzo, Beato cambió la propuesta inicial por un llamado a votar por «los menos malos». ¿Cuándo presentará el señor Beato los criterios para calificar a “buenos” y “malos”?, ¿con seis puntos se hacen merecedores a nuestro voto?, ¿y qué hacemos si en lugar de “menos malos” hay “puros pésimos”?
Lo habitual es que los senadores nos desdeñen, los partidos sean merolicos insustanciales y los árbitros se concreten a poner las urnas y contar los votos olvidándose de la calidad de los comicios. Me niego a sufragar por los “menos malos”. Iré a la urna a votar por quien me convenza. Las otras papeletas las anularé o romperé como un acto de dignidad y protesta hacia quienes actúan pensando que somos un país de idiotas.
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Colaboró Maura Álvarez Roldán