No ha pasado tanto tiempo desde que Antonio Ortuño Sahagún (Guadalajara, México, 1976) superó los cuarenta años, la frontera que suele dividir a los escritores jóvenes de los que van entrando en la madurez. Durante la primera mitad de su trayectoria como escritor publicado, le llovieron los reconocimientos como una de las voces más prometedoras de la literatura en español. En 2010, la revista británica Granta le eligió como uno de los mejores escritores jóvenes del panorama literario en castellano. Las novelas El buscador de cabezas (2006) o Recursos humanos (2007, finalista del premio Herralde) o los libros de relatos El jardín japonés (2007) y La Señora Rojo (2010) tuvieron la culpa. Pero la trayectoria de Ortuño, un tipo curtido en las redacciones de un periodismo mexicano al que vio desnortarse tras la esperanza que supuso la salida del PRI del poder en el año 2000, no se ha quedado varada.

Sus primeros textos desprendían tanto humor negro como ganas de que el mundo ardiera como una falla valenciana. Sus últimos textos, en cambio, han ampliado su campo de visión. Ortuño ha evolucionado. Ha pasado de perro de presa a herbívoro capaz de mirar en derredor. Sus historias se han enriquecido. En La fila india (2013) contó la de los centroamericanos que tratan de llegar a Estados Unidos cruzando un México que les desprecia y les masacra con más saña incluso de la que muestra la propia Administración Trump con los mexicanos. En Méjico (2015) rebuscó en sus raíces maternas, una familia de maestros republicanos españoles que tuvieron que viajar a América para huir del fascismo. Y en el libro de relatos La vaga ambición, ganador del premio Ribera del Duero el año pasado, desnuda la imagen bohemia del escritor. Le muestra en calzoncillos, buscándose las habichuelas para llegar a fin de mes mientras pelea con las heridas y los traumas del pasado más o menos lejano. Es un Ortuño más hondo que evita, sin embargo, recrearse en lo trascendente. Aunque le encante pensar la literatura que escribe y lee, al mexicano le excita divagar sobre series, rock and roll, política, fútbol (el Atlético de Madrid es su equipo del alma junto a los Chivas de su ciudad natal) o sobre gastronomía española, uno de los temas recurrentes de La vaga ambición. Ortuño es un tipo al que le encanta lo mundano. Sobre todo, reírse. De sí mismo y de lo más sagrado.

De todo ello hablamos en un piso de Malasaña que sirve de sede a Páginas de Espuma, el sello que ha publicado los libros de relatos de Ortuño. Juan Casamayor, su editor, sirve de anfitrión de la charla que aquí sigue.

 –¿Qué representa en México comerse un plato de jamón ibérico y tener una botella de Ribera del Duero en la despensa de casa?

–Para la mayor parte de la gente sigue siendo algo exótico, como comer sushi. Es una tradición gastronómica completamente distinta a las tradiciones mexicanas, que se nutren de una cocina muy vital y robusta. La identidad mexicana se relaciona en cierta medida con los sabores de nuestros platos. Hay un orgullo extendido en las diferentes regiones del país por las variedades locales de cada receta. En mi caso concreto, la historia es diferente al ser española mi familia materna. Yo crecí comiendo jamón serrano y queso manchego. Antes incluso de beber cerveza, ya bebía vino tinto. Eso forma parte de la identidad familiar, ¿no? Lo que más recuerdan mis hijas de mi madre, que falleció hace un par de años, es lo que cocinaba. Desde el punto de vista de mis hijas, era muy raro lo que preparaba la abuela. A mi madre le encantaba la cocina española y hacía tortillas de patatas o croquetas. Tiene su gracia porque la historia compartida entre México y España es muy difícil. Hay muchos mexicanos que piensan, aunque lo digan así como de broma, que es una traición no renegar de las raíces españolas. La identidad mexicana existe como una contraposición a la española porque si no nos habríamos quedado siendo colonia por el resto de los tiempos. Pero, bueno, las cosas dieron muchas vueltas y, por fortuna, la generosidad de Lázaro Cárdenas, seguramente uno de los pocos presidentes mexicanos que han tenido en la cabeza algo más que humo, al abrir el país al exilio español después de la Guerra Civil permitió darle la vuelta en muchos sentidos a las páginas más negras de la historia entre mexicanos y españoles.

–La conciencia de tu herencia española, ¿la descubres viendo un Brasil-España en Guadalajara, en el estadio Jalisco, por entonces casa de las Chivas, un 1 de junio de 1986 o venía de antes?

–A mí me enseñó a leer mi abuela cuando aún no había cumplido cuatro años. Mi abuela era maestra de Educación Básica, lo mismo que mi abuelo, pero ellos en México no pudieron dar clases. Muchos [republicanos] españoles [que se exiliaron] eran catedráticos. Ellos sí fueron recibidos con los brazos abiertos y fundaron el Colegio de México. En cambio, el Sindicato de Maestros no quería a los maestros de Educación Básica que huían de la Guerra Civil y la dictadura. Mi abuela, que en España trabajaba, se tuvo que dedicar al hogar, y mi abuelo terminó siendo durante muchos años agente de representación de medicamentos. Y agente viajero, además; algo que no tenía absolutamente nada que ver con lo que había estudiado y el oficio que había ejercido. Así pues, a mí me enseñaron a leer ceceando; pronunciando la ce y la zeta para distinguirla de la ese. ¡Y, claro, se me quitó el primer día a golpes en la escuela! [ríe] ¿Quién era aquel imbécil que hablaba como español! Desde luego que el episodio futbolístico tuvo una importancia todavía más feroz. La misma gente que yo veía en las tribunas y que el resto del tiempo estábamos de acuerdo con que le íbamos a los Chivas estuvieron al borde de lincharme el día del Brasil-España. Brasil, que había estado también en Guadalajara durante el Mundial del 70, en verdad es el equipo favorito de mucha gente en la ciudad. Incluso, para algunos radicales, por encima de la selección mexicana. Le van a México con resignación, sabiendo que va a perder, pero tienen la esperanza de que los brasileños les rediman. El grado de fanatismo de mis compañeros en la escuela es algo que no he vuelto a ver por nada en la vida. Que a todos estos que el resto del tiempo estaban de acuerdo contigo (formábamos parte de la misma hinchada) los veas, de repente, convertidos en fieras enfurecidas que te arrojan la mitad del estadio a la cabeza fue bastante notable. Probablemente, me ayudó a darme cuenta de la dimensión del desagrado que existe en muchos mexicanos todavía por lo español. No es fácil para parte de los mexicanos manejar la relación con los españoles. Sobre todo, gente que no ha conocido a un solo español en su vida, pero que tiene esa imagen del conquistador, del encomendero, del abarrotero… de todo lo que la identidad mexicana identifica como el otro y el malo.

–¿Cuántos años tenías la primera vez que viniste a España? Al ser el hijo tardío de tus padres, naces en un momento en el que la situación polítca española empieza a cambiar y el país del que tuvieron que huir tus abuelos y tu madre, siendo un bebé, empezaba, si no a desvanecerse, sí a meterse debajo de la alfombra.

–Yo ya era muy mayor cuando vine a España porque, además, mis padres se separaron cuando era yo muy, muy pequeño (ni siquiera tengo recuerdos de ellos dos juntos) y mi madre se sumió en una profunda crisis económica. Se quedó ella sola con los cuatro hijos y llegó un momento en el que tenía dos trabajos. La pasábamos bastante mal de dinero. Jamás hubo la posibilidad de viajar con ella para acá. Mi madre, además, tardó muchísimos años en regresar a España. Ella había venido muchos años antes, cuando mi hermano el mayor era pequeño, junto con mi padre, en los sesenta, y luego solamente volvió un año antes de morir. Yo vine aquí una semana antes de cumplir los treinta años por primera vez. El viaje tenía sentido porque acababa de publicar mi primer libro. Tardé tanto en publicar, que mi primera novela salió casi simultáneamente con la segunda y con mi primer libro de cuentos. De alguna manera, se juntó todo y, en el lapso de muy pocos meses, tenía publicados tres libros diferentes y había venido por primera vez a España.

–En aquel momento tu novela Méjico estaba ya en tu cabeza?

–Sí. Y mucho antes. Méjico podría haber sido (e, incluso, hubiera debido serlo) la segunda novela que publiqué. Tenía claro qué quería contar, pero no fui capaz de escribirla. Me vino bien porque aprendí muchas más cosas sobre narrar y sobre la propia vida dejando pasar unos años. En lugar de ser mi segundo libro, terminó siendo el décimo. Eso le vino bien al libro, creo.

–Entre medias se intercalaron muchos libros de cuentos. El escritor israelí Etgar Keret me comentó en una entrevista que él era un novelista frustrado. Muchas veces comenzaba una historia con la ambición de escribir una novela, pero los hechos se acababan precipitando hacia un final anticipado que la convertía en un relato. ¿A ti te ha pasado alguna vez lo mismo?

–No, y supongo que será porque mi cabeza funciona de forma diferente. Yo racionalizo mucho lo que voy a escribir antes de empezar a redactarlo. Tomo muchas decisiones previas. Le doy muchas vueltas a las ideas. No hay una sola manera en la que se me ocurra una idea para narrar algo, pero sí que al pensarlo suficientemente me doy cuenta de que lo que se me ocurre es un cuento o una novela. Eso no quiere decir que vea el mapa con una precisión absoluta o que el resultado vaya a ser bueno. Por ejemplo, no es raro que un relato se alargue y termine convirtiéndose en novelita corta. A mí, más comúnmente me ha pasado todo lo contrario. A veces lo que quería contar en diez o quince páginas termina encontrando su equilibrio en siete u ocho cuartillas.

–¿Eres rápido a la hora de escribir un cuento?

–Los redacto con relativa rapidez, aunque luego tardo mucho tiempo corrigiéndolos y reescribiéndolos. Muchas veces, lo que termina dando ese proceso es una suerte de pulido del texto. Por eso, lo que eran quince páginas terminan siendo seis o siete.

–¿La vaga ambición es una criatura mutante entre la novela y el cuento?

La vaga ambición trata de aprovecharse de algunos elementos que relacionamos con la novela en la narrativa. Tener personajes comunes y ciertas resonancias entre los relatos, sobre todo. Pero no busca la congruencia que se requiere en una novela. Una novela puede tener muchas estrategias distintas y contener muchos mundos, s omnívora y se come absolutamente todo: puedes reflexionar como si ensayaras, o intercalar episodios más breves, que son como casi relatos; pero necesitas una congruencia mínima para que funcione. Yo tenía claro que La vaga ambición iba a ser una colección de relatos, pero sí me gustaba la idea de que se aprovecharan ciertas resonancias. Evitar ese asunto tan propio de los libros de cuentos que supone empezar de cero cada vez que terminas un relato. Mi libro funciona más como una escalera: el primer relato te lleva al segundo, que te lleva al tercero y así sucesivamente. Uno no puede saber hasta dónde el lector puede compartir eso. Alguien me ha dicho que su costumbre es leer en desorden los libros de relatos. ¡Y claro! Hace una lectura distinta a la que yo hago de La vaga ambición porque una de las cosas que más pensé fue el orden de los relatos. Pero no pasa nada porque, al final, el orden de lectura es indiferente porque, repito, no está pensada como una novela. Cuando estaba escribiendo los textos de La vaga ambición le di a leer los relatos individualmente a amigos y ninguno pensó que le hicieran falta los otros relatos. Tuve la plena seguridad de que se podían leer los textos de manera autónoma. Ninguno presintió que ese narrador volvía en otro relato y que necsitaba saber más cosas, lo que le pasaba antes y lo que le pasará después. Por más redondo que sea el pasaje de una novela, todo el mundo necesita conocer su pasado y su futuro.

–La sensación que tuve al leer el libro es que el protagonista reflexiona con las diferentes personalidades que va teniendo a medida que cumple años. Y me recordó a una reflexión que te he escuchado, cuando has explicado alguna vez que ya no puedes escribir más como un post veinteañero cabreado con el mundo. El estilo que mostraste, por ejemplo, en Recursos humanos. Tienes cuarenta años, dos hijas y, aunque sigas llevando la camiseta de los Clash, has cambiado tu sonido. Ellos también lo hicieron.

–Uno de los grandes hitos de la trayectoria de The Clash es ese. No se dedicaron a regrabar el London Calling en cada uno de sus discos. ¡Y hay a quien le puede funcionar ser fiel a un estilo! Todos los discos de los Ramones suenan igual. ¡Son los Ramones! Sí, cada uno de los relatos de La vaga ambición trata de acercarse, aunue sea parcialmente, de una forma diferente al pensamiento del narrador. No es exactamente el mismo narrador en todos los cuentos. Cambia su punto de vista. Al escribir de su infancia, lo hace de manera más seca, contenida y sobria. En cambio, puede ver otros acontecimientos con mucho más humor. Eso no depende del grado de lo trágico que esté sucediendo sino del control que siente el narrador por esos acontecimientos. Cuando es niño escapan complemente a su control y, cuando es adulto, por mucho que los acontecimientos puedan ser patéticos, humillantes o grotescos, como el tema de la muerte de su madre, él ya tiene herramientas para enfrentarse a eso. Esas diferencias de percepción me parece que eran importantes para resaltar la esencia de cada uno de los cuentos como entidad autónoma respecto a los otros.

–El humor, la ironía, el sarcasmo… El decir lo que teóricamente está prohibido o no puede pronunciarse, ¿te ha mantenido a flote muchas veces en tu vida?

–En cierta manera, sí. Es una buena manera de sobrellevar las cosas porque quita la capa retórica que generalmente nos impide ver con claridad. La enunciación de la ironía, el sarcasmo o el humor negro requiere la insolencia, que justamente se trata en decir lo que no debería ser dicho, lo que es poco conveniente que se diga. Eso de entrada es una estrategia verbal para reducir el lenguaje a una dimensión que está despojada de esos ropajes que a veces le colocamos a las palabras. El humor se lleva por delante los discursos jerárquicos de la policía, los empresarios, los gobernantes, del profesor, del hombre de bien que, de alguna manera, está tratando de evangelizar a los otros; toda esa suerte de concepciones retóricas entonadas desde un cierto poder, religioso, político, moral o, incluso, económico. El mismo lenguaje puede combatir esta realidad. Eso es algo que me interesa particularmente. El humor negro, atención, también tiene sus límites. No todo se puede resolver con humor negro. Me concentré mucho en eso a la hora de escribir los textos de La vaga ambición: quería ficcionar ese humor negro, pero haciéndolo convivir con otros registros. Un relato como El príncipe con mil enemigos, que tiene esa serie de episodios absurdos y risibles de la interminable gira literaria por provincias, es lo que le permite al narrador convivir con la etapa última de la enfermedad mortal de su madre. Los episodios literarios se van volviendo más esperpénticos e hilarantes a medida que es más difícil sobrellevar la situación de su madre. En unas pocas líneas se pasa de un registro a otro y la intención era que ganaran ambos.

–Hay un pasaje totalmente sentimental cuando el narrador lee el correo que le manda su madre desde el hospital.

–Que está insertado en medio de una lectura patética que hace en Cuernavilla porque la chica de su editorial está enojada y le organiza una suerte de anti-presentación en venganza porque él no puede ir a otro acto. Además, se incluye una ridícula entrevista en televisión donde el reportero es un tonto y le pregunta por un libro sobre crianza de perros que realmente no ha escrito. En mitad de dos episodios risibles se desliza el pasaje del correo de la madre, que es absolutamente doloroso para el narrador, que, además, ni siquiera es capaz de narrar: solamente transcribe lo que el está diciendo su madre y luego no opina nada al respecto. Pasa casi de puntillas por encima de la muerte.

–En el libro pintas el mundo literario (y también el periodismo literario y cultural) como una jungla donde hay mucha autosatisfacción pero en la que es muy difícil llegar a final de mes si tienes que pagar el alquiler y criar a dos hijas. Al mismo tiempo, contrapones esa precariedad al éxito que tienen los artistas que se dedican a la música o las mentes creativas que trabajan en las series de televisión. ¿Cuándo te diste cuenta de que la literatura se había convertido en una expresión que interesa a una minoría?

–Cuando empecé a escribir y a intentar publicar. No es que todos los músicos o toda la gente que trabaje en la televisión naden en la abundancia. Cada rama tiene sus ganadores y perdedores. Muchas veces, las victorias no dependen de la inteligencia o la calidad del trabajo sino de otro tipo de circunstancias. La literatura entendida como un espectáculo masivo de primera línea que puede atraer a las multitudes no existe. Se ha vuelto secundaria en muchos sentidos. Al menos, el tipo de literatura que me interesa a mí. Es verdad que existe una literatura popular con sus superestrellas. Yo soy incapaz de practicarla porque, entre otras cosas, tampoco la leo. No creo que sea útil discutir si es buena o mala. Simplemente, no me interesa.

–En La batalla de Hastings, el último capítulo de La vaga ambición, escribes que a la literatura no va uno con ánimo de redactar sino de cortar gargantas. ¿No cortan gargantas los best sellers? ¿O las cortan con un cuchillo de plástico?

–Exacto, las cortan con cuchillo de plástico. Yo tengo la impresión… [piensa unos segundos] Pienso en un autor que tiene una suerte de reputación crítica para alguien que vende millones y millones y millones de ejemplares como Stephen Kng. No es que sea un mal narrador, pero sí ha construido una obra siguiendo unos criterios que obedecen a unos parámetros, digamos, industriales. De tratamiento de temas, de producción… Podrán decir que es como un Balzac del siglo XXI, que produce continuamente, pero Balzac sí tenía en mente construir una estética propia, incluso elaborar una suerte de enciclopedia humana mediante el rastreo de su sociedad y los individuos que la forman. Eso es algo muy distinto a King ganando millones de dólares vendiéndole a un público cautivo sus ocurrencias, hábilmente utilizadas y promocionadas por un gran aparato editorial. No digo que no tenga virtudes como narrador y podrán decir que la prosa hipnótica y los personajes de King son maravillosos pero él escribe cosas mucho menos trascendentes a las que escribía Balzac. He leído cosas suyas que me han gustado, pero sabes que está pensando en su masa de lectores y en su cuenta bancaria. Si tuviera dos o tres libros así, quizás serían extraordinarios. Estoy hablando de un best seller que tiene una cierta miga literaria, hay otros que mejor no nombrarlos porque cada vez que menciono el nombre de un escritor best seller luego sus fans me quieren asesinar. Hay gente que vende muchísimos libros y carece de cualquier mérito literario. A lo mejor esto es un símil exagerado: tú sabes que los Beatles y Justin Bieber hacen pop, pero sabes que no hacen el mismo tipo de trabajo.

–¿Te da más miedo toda la mafia que esconden los superventas (con sus negros literarios y sus premios amañados) o el esnobismo de algunos escritores que quieren hacer alta literatura y critican que te guste el rock and roll o las películas de Star Wars?

–Está esa contraparte absurda del purismo literario. Hay un tipo en México que dice que a él no le interesa nadie que no haya estudiado en las facultades de Letras. ¡Que alguien que no haya estudiado eso no puede ser un escritor! Caray, se pierde entonces el 98 por ciento de la literatura mundial. Una parte importante de todos los escritores jamás pasaron por una escuela literaria. ¡Es curioso que tampoco me sienta identificado por lo contrario a los best sellers! Ni por el desprecio a la cultura popular ni por esa literatura pretendidamente preciosista e intelectual. Además, la narrativa siempre va a tener una beta de popularidad porque es la plaza pública de los géneros literarios. Al menos, es lo que me parece a mí. Sé que es difícil que un Joyce, un Faulkner o una Virginia Woolf ocuparan el centro de esa plaza y fueran leídos por millones de personas. Son escritores radicales, arduos, complejos. Sí que creo, en cambio, que la narrativa ha podido navegar con mucho éxito ese doble desafío de conservar el interés y la capacidad sugestiva que se necesitan para seducir a una persona cualquiera. No hace falta requerir de una profundísima cultura general ni literaria para disfrutar de una narración. Sabemos que buena parte de la poesía moderna está completamente alejada de las posibilidades de interpretación de un lector común y corriente. Que la mayor parte de los poetas no se han dejado plantear que la mayoría de las personas no entienden su poesía. ¡Incluso discuten si esas personas comunes y corrientes existen realmente! [ríe] No digo que no sea meritoria esa poesía. Hay cosas que me parecen deslumbrantes. Pero sí entiendo por qué las leen quince personas y no tres mil.

–¿Hay afán en cierto tipo de literatura por ir a la minoría y colgarse la medalla de ser el más underground?

–A veces parece que el afán es no ir a nadie. Incluso los poetas no pueden navegar por ciertos textos a fuerza de que les pongan dificultades. Con el ensayo serio pasa lo mismo. Presupone un cierto aparato intelectual para poder navegar con provecho por sus páginas porque además los ensayos contemporáneos citan muchísimo y discuten constantemente a pensadores que tienen otras ideas. La terminología especializada avienta también a muchos lectores. Yo creo que la narrativa puede ser rigurosa –gran narrativa, gran literatura–, a la vez que es un espacio suficientemente seductor para cualquier persona que se asome a ella pueda entenderla y disfrutarla. La literatura es una parte integral de la vida de las personas: narrar es una forma de entender al mundo. No es el asunto de los cavernícolas que están contando historias alrededor de la fogata. Eso suena bastante rústico. Pero sí es cierto que somos personas en la medida en que podemos contar nuestra historia. Despertamos por la mañana y tenemos un sistema operativo instalado, que es nuestra memoria, que nos permite saber quiénes somos porque nos contamos las historias que nos explican, porque recordamos anecdóticamente el tiempo. La locura, para mí, es la incapacidad de hilar la historia de quiénes somos. Cuando la esquizofrenia o el Alzheimer erosionan la memoria, cuando la capacidad de explicar nuestra historia con sentido, nos estamos aislando del mundo porque somos incapaces de establecer contacto con nosotros mismos y con los demás. Por eso narrar es algo tan absolutamente inmediato. Es una necesidad biológica. Así es como la narrativa conserva un lazo robusto con muchas personas. Es cierto que existe gente aliteraria, incapaz de leer nada. Pero tampoco lo veo como una alarma absoluta porque nunca ha sido la mayoría de las personas la que lee. Ni siquiera cuando la popularidad absoluta de las novelas del siglo XIX. Para empezar, en la época no había educación universal en la mayor parte de los países. La mayoría de los desheredados eran analfabetos. No iban a la escuela ni estaba previsto que lo hicieran jamás. En el XIX era raro encontrar poblaciones completas donde la gente supiera leer. La lectura era un entretenimiento de clase media y clase alta. Eran minorías las que estudiaban y solo motivaba aprender a leer que el negocio de la familia lo precisara. Damos por sentadas muchas cosas modernas cuando miramos al pasado. Como si hubiera habido educación universal o seguridad social hace cientos años. Hay que acotar el mito de que la literatura fue el centro de la vida. ¡Nunca lo ha sido! Eso solo existe en la imaginación de las personas. Siempre ha sido algo minoritario, a veces, un poco más popular, y a veces, radicalmente minoritario. La devoción absoluta por las series de televisión sí es un triunfo absoluto de la narrativa…

–Te iba a preguntar ahora precisamente por las series.

–Y los videojuegos también son otro triunfo. Los buenos videojuegos que envician a la gente, me refiero, que tienen historias que se desarrollan a partir de la habilidad para ir pasando niveles.

–¿Qué videojuegos y series te han flipado?

–No soy de videojuegos. Cuando era pequeño en casa no teníamos ni televisión. No era yo de una familia próspera y jamás hubo la posibilidad de que los tuviera. Me he acercado a ellos platicando con amigos que sí son grandes jugadores. Me parece un mundo muy interesante. El Halo prevé un universo propio que es casi una cosmogonía. Al único juego que jugaba yo era al Age of Empires, que es estúpido y prácticamente no tiene ni historia. Era aburrido y se me daba bien. Con las series de televisión hay algunas cosas que me hartan un poco. Algunas que me han gustado mucho las he interrumpido porque, de nuevo, la necesidad industrial se entromete. El éxito obliga a alargar las series. Lo que se debería haber agotado en dos temporadas termina contándose en diez, alargándose con estrambotes y teniendo que ralentizar los tiempos narrativos, adulterando personajes que tendrían que irse a un lado y terminan yéndose a otro. Sencillamente, para mantener los ingresos y contentos a los patrocinadores. Creo que son pocas las series a las que la inteligencia y el control creativo de sus administradores las hayan podido llevar a un puerto natural. The Wire y Los Soprano están en el trono porque para la mayor parte de los personas que las hemos visto no están antinaturalmente alargadas mientras que en otras series, que pueden desatar grandes devociones, hasta sus fans terminan aceptando que la cosa iba bien hasta la tercera temporada pero, a partir de ahí… El noventa por ciento de los fans de Lost dicen: “Si se hubiera acabado dos temporadas antes… Si no hubieran tenido que inventar tantísimas imbecilidades o revivir tropecientos personajes…”

–Algunas tramas terminan siendo más inverosímiles que las mentiras de Walter White, cuando le oculta a su mujer que se está convirtiendo en un productor y traficante de droga. Las situaciones absurdas que crean esas mentiras son precisamente uno de los atractivos de Breaking Bad.

–Pienso por ejemplo en The Walking Dead. ¡Tendría que haber durado solamente tres episodios! [ríe] Perdón si hay algún fan encendido de la serie, pero no debería haber durado años algo como eso, que en el fondo trata de lo que tratan todas las historias de zombis, que no es de los zombis sino de gente sufriendo porque su vida se ha vuelto terriblemente complicada porque le quieren comer el cerebro. La potencia de la narración [de las series televisivas] y esa facilidad para importarle a la gente a mí me asombra: que exista gente que espere a que se libere en Netflix la nueva temporada de House of Cards. No es una serie que me interese especialmente, pero tengo amigos que piden libre el día que sale House of Cards, esperan a que se desbloqueen los capítulos a las doce de la noche y se ponen a verlos hasta que terminan. Se chutan los episodios uno detrás de otro durante dieciséis horas. Es difícil que una obra estética de cualquier tipo genere esas pasiones. Y, sobre todo, en tantas personas. Me parece que hay una discusión pendiente ahí sobre qué hacer con la literatura y cuáles son sus prioridades. Si se está teniendo no se está haciendo en los términos más correctos. Este tipo de efecto, de adicción que genera la posibilidad de entrar a formar parte de la vida de alguien que tiene la narrativa [de las series] me parece asombroso. Creo que un narrador [de novelas, relatos o crónicas] no debería pasar olímpicamente de eso y decir: “Lo mío es algo más parecido al arte contemporáneo y no me importa que solo tres iluminados entiendan lo que estoy haciendo. Además, no quiero que nadie tenga una relación pasional con lo que hago…” Me parece que es renunciar a muchas cosas que la narrativa naturalmente tiene. Yo no he visto jamás a la gente tan cercana, tan comprometida, tan dispuesta a disfrutar de otros tipos de trabajos intelectuales como ocurre con la narrativa. Pasa porque la narrativa trabaja con las pasiones y eso me parece interesantísimo.

–¿Tú sentiste la necesidad de cortar gargantas escribiendo o te diste cuenta de que cuando tecleabas lo que se te pasaba por la cabeza podías cortar gargantas?

–Comencé a escribir como una suerte de venganza doméstica contra el mundo. Eso se nota en mis textos. Lo hacía de broma, aunque fuera verdad. Mi primer libro lo escribí de madrugada. Era el jefe de cierre de edición de un periódico. Se cerraba a la hora que se cerraba. No había mucho método y podía ser a medianoche o a las tres de la mañana. Acababa de nacer mi hija mayor y yo estaba en un acuerdo con mi esposa para que la cuidara buena parte del día pero debía de ser yo quien le diera el biberón de las seis de la mañana para que ella no tuviera que pegarse el madrugón. Desde el momento en que yo llegaba a casa, si la niña lloraba, tenía la obligación de atenderla. Después del primer biberón del día, la dejaba acostada para que durmiera otro rato. Soy muy malo para despertarme. Por eso prefería irme a la cama cuando pudiera dormir de corrido. A veces podían pasar cuatro o cinco horas desde que llegaba a casa hasta que me iba a dormir. A esas horas, que fue cuando escribí El buscador de cabezas, solamente quieres destripar personas. En esa novela lo menos que pasa es que le cortan la cabeza a alguien. Es barbaridad tras barbaridad tras barbaridad. Pese a lo sanguinario del libro, me la pasé muy bien y creo que queda claro al leerlo. Recursos humanos se escribió en la misma época y circunstancias y también es evidente ese sentido de venganza permanente contra todo. Escribir como método justo de aniquilación del mundo. A lo mejor alguien lee esos primeros libros y ahora lee los últimos y encuentra algunas parecidos. Claro, sigo siendo la misma persona. No puedo cambiar cien por ciento y convertirme en otro, pero para mí, al menos, se han escrito diferente esos textos, de los que escribí posteriormente y de los que escribo ahora. He ido cambiado mi punto de vista, tengo otros intereses literarios, quiero conquistar otro tipo de registros, volcarme en otros temas. Creo que una de las cosas que tiene que considerar alguien que escribe es que si llegas a dominar un registro es hora de abandonarlo para pasar a otra cosa. A mí me gusta intentar lo que no he hecho antes. Cuando escribí La fila india tuve antes una charla con una serie de personas y me di cuenta que, para escribir la novela tenía que hacerlo a través de la narración de un personaje femenino. Nunca había utilizado a una mujer como eje de la historia. Tenía la idea de escribir sobre esa realidad tan presente en México que es la violencia y la discriminación contra los centroamericanos y me pareció una buena oportunidad para construir una obra femenina que pudiera romper con el discurso anterior de los narradores de otros de mis textos y relacionarse de una manera más empática y distinta con sus circunstancias. Que no fuera una destroyer como el narrador de El buscador de cabezas o, definitivamente, el de Recursos humanos.

–Una voz más cuidadosa.

–Sí, un personaje que mira el mundo desde una perspectiva completamente distinta. Solamente así se puede construir una novela totalmente diferente a las anteriores, desde lo estético pero también desde lo ético. Lo bueno es estar evolucionando constantemente y en eso los escritores tenemos ventaja. Un escritor, salvo que le dé Alzheimer, no tiene que estar demasiado pendiente de su forma física como les pasa a los deportistas, que viven con miedo a lesionarse y tienen una carrera corta. Un escritor puede envejecer y escribir libros maravillosos a los setenta años.

–Te deslizo unos nombres y tú me dices lo primero que se te ocurra.

–Vale.

–El Cholo Simeone.

–¡Uy! El Cholo Simeone es un gurú. Incluso a nivel estético, esa postura combativa, de disciplina y esfuerzo, esos valores de clase obrera, digamos, ha insuflado en el Atlético de Madrid y que defendió durante su carrera como futbolista me parecen apasionantes. Me gusta mucho su figura y el fútbol del Atlético porque, pese a que se puede considerar ya por presupuesto un club grande, Simeone ha conseguido que siga jugando como si fuera un club pequeño, un club de esfuerzo. Solamente así se consigue que el Atlético no parezca una pasarela de superestrellas, que veas a Torres o a Carrasco o a Griezmann corriendo tanto como Godín o Juanfran. Eso me gusta mucho y creo que tiene que ver con ciertas cosas que yo busco con la literatura porque me encanta la ética del trabajo.

–Guadalupe Nettel.

–Me parece una narradora extraordinaria. Me gustan particularmente sus cuentos. Y, además, es una amiga, a la que he visto muy poco pero con la que siempre he podido hablar muy bien de literatura. Le tengo un aprecio muy grande.

–Roberto Bolaño.

–¡Yo tengo un cortocircuito con Bolaño! Creo que porque le empecé a leer en un mal momento. Lo primero que leí fue un libro que se llamaba Estrella distante al que llegué porque uno de los protagonistas era una suerte –o parodiaba en cierta manera los recursos– de Raúl Zurita, el enorme poeta chileno al que yo estaba leyendo por la época. Yo que venía de leer poesías cruciales de la obra de Zurita, el libro de Bolaño me pareció francamente menor y muy decepcionante en muchos sentidos. A lo mejor es más culpa mía como lector que de Bolaño como escritor, pero para mí ese libro fue una decepción y evitó que durante mucho tiempo me planteara volver a leerle. Luego leí Los detectives salvajes y me pasó justo lo contrario: como ya no tenía ninguna clase de expectativa e incluso había pasado el primer boom de Los detectives salvajes –ya había salido 2666 cuando me leí Los detectives… y se había muerto el propio Bolaño–, disfruté muchísimo la novela. Con bolañistas de hueso colorado he acabado discutiendo porque me gustaba a mí mucho más Los detectives salvajes que a ellos. Creo que es por mucho el mejor libro de Bolaño y creo que retrata muy bien muchos aspectos de la cultura y la vida en México. Eso como mexicano me parece sumamente interesante. No creo que sea de ninguna manera, como se ha dicho, la gran novela mexicana. Todo el que dice eso se le olvida que existen Pedro Páramo, Las muertas, de Jorge Ibargüengoitia, o toda la obra de Elena Garro, etcétera. Pero Los detectives salvajes sí que me parece una novela ambiciosa sin ser pretenciosa. Un hit. Y la verdad es que no he podido conectar con nada más de lo que escribió Bolaño. Lo relaciono mucho con lo que me pasa con Cortázar, otro autor con una gran reputación, muy querido y con muchos lectores. Con él nunca encajé. Creo que Cortázar carga en cierta manera con toda esa cursilería latinoamericana de los años setenta: el hombre comprometido, un poco bohemio…

–Afrancesado.

–Hombre, por supuesto. Bolaño expresa esa misma cursilería pero en los noventa: ya es más maduro, pero vuelve a ser de nuevo ese hombre bohemio aunque tenga una coraza más de chico malo. En el bolañismo también hay cursilería. Lo peor de Cortázar son sus fans, pero es que lo peor de Bolaño también son sus fans.

–Acabé Los detectives salvajes hace un par de semanas. Cuando lo acabé, pensé: joder, qué bien suena este libro, qué mal las bandas que lo versionan.

–[Ríe] ¡Por supuesto! El hecho de que nos lo vendan como el gran autor latinoamericano ayuda a esa fascinación. A mí se me ocurren por lo menos quince escritores que me gustan más que Bolaño, ¿no? Pero Los detectives salvajes me parece un libro ineludible, no obstante. Y muy útil. Logró limpiarnos el paladar de la omnipresencia del boom, porque ya hablamos de otra cosa, y eso fue muy valioso para América Latina y para la narrativa en español en general.

–En las redes sociales sueles compartir tus gustos musicales y opinar sobre bandas. Te gusta el grunge. ¿Qué significan para ti los nombres de Eddie Vedder, Kurt Cobain y Chris Cornell?

–Lo primero que yo escuchó fue a Soundgarden. Siempre fue mi banda favorita de Seattle. Así que al primero que descubrí fue a Cornell. Para mí fueron importantísimos –y lo siguen siendo. Luego me decanté más por otro tipo de música y eso es una elección que tiene que ver más con el talante de cada persona. Creo que pasa lo mismo con la literatura. Me gusta muchísimo Beckett pero hay algo de desagrado que hace que no lo relea con una gran asiduidad. Prefiero compañías más divertidas sin que le quite un gramo de genio a Beckett, que me parece inmenso. Me ha pasado lo mismo con el grunge con el paso de los años. Esta depresión extrema no es lo que prefiero oír. Me gustan los depresivos un poco más vitales como Mike Ness. Eso sí, la ola de Seattle creo que tuvo una importancia histórica inmensa. Fue el broche de oro del rock, el último momento en el que el rock fue realmente muy popular a escala mundial. Después no ha habido ninguna banda que haya sido masivamente tan escuchada –al menos, que a mí me parezcan buenas bandas de rock. Ahora ese estilo de música se ha convertido en lo mismo que era el jazz cuando yo era niño: una música para cierto tipo de público, con unos temperamentos determinados. Una subcultura entre muchas otras, en definitiva. La mayor parte de los chicos supongo que escuchan ahora hip hop. Y eso sí les va bien porque el hip hop solamente lo escuchan los listos porque hay cosas mucho más feas. El rock ya no es central en la cultura de occidente.

–La princesa Leia.

–No creas que soy mucho de Star Wars. Tengo una especie de amor-odio hacia la saga. Quizás porque, por edad, lo primero que vi fue el El regreso del Jedi y todo lo que me habían platicado mis hermanos, que se habían vuelto locos con la primera parte, El Imperio contraataca y Darth Vader. Cuando vi la película, la más luminosa de toda la primera trilogía, no me cuadró lo que veía. ¡Detesté a los ewoks con todo mi corazón! Tardé varios años en volver a ver las primeras películas. De niño fui más de Tolkien, ese mundo me gustaba mucho más. Pero, por supuesto, que estuve enamorado de la princesa Leia. Creo que todo niño ha estado enamorado de ella. Sobre todo porque era la princesa que no tenía que ser rescatada, ¿no? Daban ganas de seguirla y no de bajarla de la torre. Yo tenía la figurita de cuando ella se disfraza de cazarrecompensas para ir a rescatar a Han Solo. Era uno de mis muñecos favoritos, junto a Boba Fett. No entiendo la intención de esos padres rabiosos que no quieren que sus hijos jueguen con muñecas. Yo tuve muñequitas y soldaditos, y la verdad es que me la pasé fascinantemente bien.

–Y para acabar, dime si puedes un o una líder político que dé un poco de luz a la actualidad mexicana. En España estamos acostumbrados a oír hablar solamente de personajes como el presidente Peña Nieto, el ex gobernador Javier Duarte, acusado de asesinato y narcotráfico, o del ex futbolista del Valladolid y de la selección mexicana Cuauthémoc Blanco, ahora alcalde de Cuernavaca, al que tú citas en La vaga ambición de forma no explícita cuando mandas a Arturo Murray, tu trasunto y narrador, a la ciudad ficticia de Cuernavilla.

–¡Uf! Uno de los pocos personajes políticos en México que me simpatizan es un chico que ganó la diputación del distrito en el que yo vivo, en Zapopan, en Jalisco, Pedro Kumamoto. Él estudió Promoción Cultural. Hizo una campaña totalmente independiente que costó alrededor de diez mil dólares. Sus rivales gastaron millones y millones de pesos. Y ganó la diputación del distrito. Consiguió quitarle el fuero legal a los diputados y ha hecho un montón de trabajo para poner orden y transparentar el trabajo que se hace en el Congreso estatal. Incluso ha lanzado multitud de iniciativas nacionales para racionalizar el dinero que se le da a los partidos políticos en México. Allí los partidos están financiados por el Estado. Se les dan unas cantidades realmente enloquecidas. Creo que Kumamoto, de toda esta horneada de políticos que han aparecido en el país, el único que ha hecho un trabajo congruente, abierto y, probablemente, uno de los pocos demócratas sinceros de la política mexicana. No se ha aliado con ningún partido. Está cerca de terminar su período y no sé hacia dónde va a orientar su carrera. Su movimiento político es realmente muy pequeño. Es alguien en quien confiaron los habitantes de un solo distrito porque hizo una campaña pobre pero de mucho diálogo con la gente. El problema es que se necesitarían quinientos kumamotos para que se notara un cambio y eso es imposible. Pero el gesto que supone el trabajo que ha hecho este chico me parece realmente grande. En alguna ocasión di unas charlas en la universidad en la que él estudiaba y, mirando fotos de presentaciones de libros, me di cuenta de que él era como asistente a esos actos. No es que seamos amiguísimos, pero le conozco personalmente y me da mucho gusto el buen trabajo que ha hecho, como emplear gran parte del trabajo que percibe para fines sociales. Es un chico de una familia de clase media-alta, no tiene problemas económicos, pero actos como ese son lo contrario al comportamiento habitual del político mexicano al uso.

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