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En Argentina se sigue manteniendo la alarmante cifra de muertes a manos de la policía, ya bien sea directa o indirectamente. El caso de Rodrigo Corzo fue solo uno de entre los 4.644 casos que a día de hoy la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI) lleva contabilizados desde 1983. Una tendencia que se disparó con la crisis de 2001 y que se mantuvo hasta la actualidad independientemente del gobierno que ostentara el poder.

 

***

El caso

28 segundos

Hasta entonces nadie sospecha que Rodrigo Corzo, de 27 años, se va a convertir en uno de los más de 4.000 casos de violencia policial documentados en Argentina. Hasta entonces su promesa seguía en pie. Había prometido a su hermana, de 19 años, encontrar otro trabajo —además del que ya tiene como supervisor en una fábrica de serigrafías— para poder mantenerla mientras ella estudiaba derecho en la Universidad de Buenos Aires. Quería ser abogada desde que era una niña.  Ambos viven con sus padres en Hurlingham,  una pequeña localidad situada al noroeste de la provincia de Buenos Aires.

Es 28 de junio de 2003. Dos estruendos reverberan en el cielo oscuro de esa madrugada de un invierno cualquiera en Argentina, de esas donde no hay nadie en la calle, menos Rodrigo, que en ese momento cruza con el Renault 19 de su padre el puente de Santa Rosa, que conecta las localidades vecinas de Villa Tesei e Ituzaingó, para ir a visitar a su novia. También hay un patrullero de policía, siguiéndole. Y nadie más. O sí, pero eso se supo más tarde. Dentro del patrullero conduce Horacio Nuñez, inspector de la policía Bonaerense, y le acompaña Cristian Alfredo Solana, subinspector oficial. Es éste último el que saca el brazo por la ventanilla y aprieta el gatillo. Bang. Una vez. Bang. Hasta dos veces lo aprieta.

28 segundos.

Uno de esos dos estruendos aloja consigo una bala de 9 mm, que desde el momento que sale disparada del revólver Bersa Thunder del subinspector, ya tiene dueño. Se sabe por el vaho de las ventanas del Renault 19 de Rodrigo que es una madrugada fría. También se sabe por el vaho de las ventanas del Renault 19 que Rodrigo no va disparando un arma, como justificaría Solana después. Sea como fuere, la promesa sigue todavía en pie. Pero esa bala atraviesa entonces el maletero, los asientos traseros y el asiento del conductor del coche de Rodrigo. A continuación atraviesa también su séptima vértebra lumbar y su pulmón izquierdo. Al final Micaela tuvo que trabajar de teleoperadora mientras estudiaba derecho, porque después de atravesar su séptima vértebra lumbar y su pulmón izquierdo, esa bala de 9 mm acaba alojándose en el corazón de Rodrigo, que ya jamás podrá cumplir con su promesa ya que este solo le da tiempo a cambiar la marcha antes de que deje de latir.

Porque según la autopsia, su corazón deja de latir exactamente 28 segundos después.

Todo cambió porque nada cambia en Argentina. Podría hablarse de un caso aislado, o de un error, o de un exceso, o de cualquier otra excusa que justificase un asesinato. Pero parece que todo tambalea cuando son 4.644 (también entran aquí los muertos bajo detención o encarcelamiento) los casos aislados, los errores, los excesos, las excusas que justifican este número de asesinatos desde que la Coordinadora para la Represión Policial e Institucional (CORREPI) empezara a recontar los casos desde 1983. Incluso uno podría seguir manteniendo este argumento si 32 años después —solo en los diez primeros meses de 2015— no hubiera habido otros 227 casos aislados. Es decir, 22 al mes. Cinco por semana. Uno cada 30 horas.

Teóricamente puede haber desacuerdos entre los distintos expertos de distintos organismos que se preocupan por este problema. Es lo que ocurre por ejemplo con Esteban Rodríguez Alzueta, sociólogo integrante en la Campaña Nacional contra la Violencia Institucional,  y María del Carmen Verdú, abogada de CORREPI. Para unos —Esteban—, «no es una política de Estado. Sobre todo estamos pensando en prácticas de Estado. Nos apartamos de ideas conspirativas que tienden a pensar o sugerir que la violencia policial es una violencia decidida en las más altas cúpulas políticas». Para otros —Verdú—, «es causa directa del sistema capitalista. Es una herramienta que está en el arsenal de cualquier gobierno que tenga que administrar una sociedad de ricos y pobres. ¿Cómo haces si no para que 40 millones de tipos mantengan a un puñado de parásitos porque sí?».

Independientemente de en qué ADN se encuentre esta violencia policial —en la institución policial según Esteban o en el estado capitalista según Verdú— ambos están de acuerdo en que dicha violencia no está de ningún modo compuesta por errores o excesos, en que «es una violencia rutinaria y no es caótica; tiene una racionalidad y unas reglas».

Cabe preguntarse entonces por qué el Estado mata de forma tan impune a los suyos —pobres— en los barrios —pobres— de Argentina. Y además lo hace independientemente del color político que gobierne. Pasó con Alfonsín (década de los 80), pasó con Menem (década de los 90), se disparó en la etapa n (década del 2000) y se está volviendo a disparar con Macri en la actualidad. Tampoco cambia el perfil, que suele ser casi siempre el mismo. Un joven —pobre— de barrio humilde, morocho y con una edad comprendida entre los 15 y los 25 años. Mayoritariamente ocurre en los barrios del conurbano bonaerense (45%), Santa Fé (12%) y Córdoba (8%) y a manos de las policías provinciales (57%).

Detrás de todo hay una lucha que ya empezó en los años 90 (con el caso de la masacre de Budge y Walter Bulacio) y que continúa en la actualidad, dando visibilidad a un problema que no para de acrecentarse con los años.

La burbuja del miedo

Se sabe que la familia Corzo comienza esta lucha la mañana de un sábado 29 de junio de 2003, tras una noche fría de invierno en Buenos Aires. Uno se puede imaginar la estampa en un barrio del conurbano: árboles afilados y desnudos, olor a leña ardiendo, tierra húmeda convertida en fango y un rocío llorando en las ventanas.

Se sabe que todo empieza con desconcierto.

Dos policías timbran en su casa aproximadamente a las 10 de la mañana. Rodrigo se encuentra en la comisaría de Morón. No se sabe más. Narciso, que así se llama su padre y su mujer, se visten y van a buscarlo. Según cuenta Micaela Corzo hoy, apareció un artículo en la prensa —no se acuerda en qué medio— que relataba el testimonio del taxista que los llevó a comisaría. Los padres de Rodrigo Corzo piensan que no había llevado la documentación, y que por eso lo han detenido. Lo van discutiendo en el taxi. Es por esta razón por la que Micaela, que entonces tenía 19 años, se queda en casa. «Decidí quedarme porque pensaba que era que no habia llevado el documento y Rodrigo se iba a enfadar por armar tanto kilombo». Cuando llegan a la comisaría ven que el Renault 19 de Narciso, que su hijo se había llevado la noche antes, está enfrente de la puerta. No se dan cuenta aún de que el maletero del coche tiene un impacto de bala, la misma que hace nueve horas acabó con la vida de su hijo mediano. Esto aún no lo saben cuando entran los dos en la comisaría, donde antes de entrar a una pequeña salita le dicen a la madre.

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—Señora, usted quédese aquí.

—Yo tengo problemas cardíacos. Quiero saber qué es lo que pasó con mi hijo.

—Quédese tranquila señora — le dice el policía

Así que a la sala solo entra Narciso.

Una vez dentro, un policía le dice la noticia. «Hubo un tiroteo… Rodrigo se tiroteó con un policía… lamentamos decirle que su hijo está muerto». Micaela Corzo relata que los recuerdos de toda la familia en ese momento se desvanecieron. Todo ocurrió muy rápido y de forma confusa. Tan rápido que a su padre aquel mismo día le llegó a dar un pequeño infarto. De todos modos, sí se sabe que la madre de Rodrigo está esperando fuera y que en la salita se escuchan los gritos y los llantos de su marido, así que desobedeciendo las instrucciones del policía entra a la sala.

—­¡Lo mataron. Mataron a Rodrigo! — diría Narciso.

Poco después suena el teléfono en la casa de los Corzo y Micaela lo coge. Es su padre. Hubo un tiroteo y Rodrigo estaba herido. Poco después de colgar el teléfono empieza a llegar gente a su casa: amigos, vecinos y familiares. Todos saben ya que Rodrigo había muerto, menos Micaela, que más tarde vuelve a recibir otra llamada. «Yo supuse siempre que Rodrigo estaba herido hasta que me volvió a llamar mi papá».

—Hola Miqui..

«Y yo no lo entendia, no paraba de llorar y no lo entendía».

—Habla bien que no te entiendo – dice Micaela a su padre

Y la noticia cae entonces como una losa pesada. Como un frío que golpea en cada recoveco de las entrañas de tu cuerpo. Un frío que Micaela, según reconoce, no se ha podido quitar nunca desde aquella mañana.

—Lo mataron Miqui. Mataron a Rodrigo.

«Ahí me desmayé. Cuando entré otra vez en razón me llevaron a la comisaria».

Treces años después Micaela ya es abogada. Ahora trabaja en CORREPI, a la vera de Verdú, que fue la abogada que defendió el caso de Rodrigo. Desde entonces, toda su familia se unió a aquella lucha iniciada en los años 90, donde también comenzó a brotar un nuevo germen que no haría más que contribuir al aumento de los casos.

Esteban Rodríguez señala: «En la década de los 90 es donde tiene lugar la emergencia de la inseguridad. No solo aumenta la conflictividad, sino que hay una mutación de la conflictividad. También una mutación de leer, ver o sentir esa conflictividad. Porque con la emergencia de seguridad se produce el desdoblamiento entre el delito y el miedo al delito». Es decir. Es a partir de los años 90 cuando la sociedad argentina empieza a tener una sensación de inseguridad mayor de la que en realidad hay. Una tendencia que también se vio reflejada en los medios de comunicación. A mediados de los 90, los grandes medios argentinos comenzaron a dar más importancia a sus secciones policiales, que es donde aparecían normalmente los delitos. No solo se hicieron más grandes, sino que también llegaron a tomar importancia en otras secciones del periódico, por lo que la prensa comenzó a llenarse con unas noticias cada vez más espectaculares, morbosas y violentas, que contribuyó a atemorizar a la población.

Verdú no cree que esta ola de inseguridad fuera fruto del azar y que comenzó a proliferar como una forma para justificar la represión. «A medida que se empezaban a recomponer los organismos propios de la clase de trabajadores desde la dictadura, empezó a haber una creciente preocupación por la seguridad a la que nosotros llamamos la doctrina de la seguridad del ciudadano. La represión funciona como las balanzas de un ascensor. A más consenso, menos represión directa necesitas y viceversa».

Cuando llegó 2001 y una de las crisis económicas más devastadoras de Argentina que en febrero de 2003 ya había dejado a un 57% de la población —20 millones de personas— por debajo de la línea de pobreza, se disparó el número de delitos (un 130% más desde 1990 hasta 2002), pero también este miedo al delito. Gabriel Kessler, sociólogo experto en materias de sentimiento de inseguridad apunta en su último libro que en 1996 el miedo a sufrir un delito ocupaba la cuarta preocupación de los argentinos. Para 2004, este miedo ya ocupaba la primera posición en la lista de preocupaciones superando por primera vez al desempleo: un 61% frente a un 75% según el Centro de Estudios Nueva Mayoría. Desde entonces el miedo a sufrir un delito ha ido incrementándose pese a que el número de los mismos no lo hiciese. Es entonces cuando el estigma aparece más fuerte; cuando ciertos sectores vulnerables son identificados rápidamente como un ente sospechoso, originado por un excesivo miedo al delito, que acaba produciendo una legitimización colectiva e inconsciente de la brutalidad policial.

—Si yo te convenzo de la equivalencia entre cualquier morocho que camina por la calle con pinta de pibe de barrio con un delincuente que puede matarte o violar a tu madre, cuando el policía le mete un tiro en la espalda vos decís “un chorro menos. Si no me robó ya me iba a robar”— dice Verdú.

Es lo que pasa en multitud de casos, como el de Rodrigo Corzo, que el estigma de pertenecer a un barrio humilde pudo más que la rectitud moral que pudiese llevar en la vida.

Fotografía: Hernán Piñera y Policía Nacional Colombia (Flickr)

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