Negro. Todo es negro.

La flama que produce un cerillo recién encendido es nuestra primera luz. Una mano dirige el tenue resplandor hacia un cigarrillo y es entonces cuando alcanzamos a ver, etéreamente, la silueta de Josué, El Pescador.

Es la primera bocanada del día. Su primer actividad.

Se levanta de la hamaca. Camina por sobre la arenisca mientras abre una ventana, luego un azul casi morado invade la pequeña habitación. En la oscuridad apenas si adivinamos sus movimientos. Se dirige a un cuartucho desde donde escucharemos agua cayendo en un balde. Josué, El Pescador, se ha lavado la cara. Sale del baño al interior de su pequeño dormitorio con una toalla secándose el rostro. Camina rumbo al balancín de su hijo, acaricia su pelo. Su esposa, desde una hamaca vecina, balbucea algo. Josué la ignora mientras se dirige a la salida de casa.

El hombre sale de un improvisado zaguán situado justo a la puerta de su hogar. Dicho zaguán no es más que un endeble entramado de hoja de palma cuyo piso es la arena de la costa yucateca. Estamos ante el amanecer en el pueblo de pescadores llamado Sisal, Yucatán, en honor al oro verde de años pasados.

Una amplia toma vislumbra el amanecer despertando al horizonte marino.

Del lado izquierdo de la pantalla aparece El Pescador arrastrando su pequeña embarcación rumbo al amplio mar.

Si nos situamos al frente de la barcaza podemos seguir el vaivén de la marea. Arriba, abajo, arriba, abajo mientras el sol luce cada instante mas brillante.

Si fuésemos un pájaro, o un ente flotante a la mitad de la grande mar, en una toma muy abierta podríamos ver a El Pescador ejerciendo su oficio justo al centro de la imagen.

El sol a esta hora es cegador. Podríamos entonces enfocar nuestra mirada muy cercanamente y alcanzaríamos así a percibir las gotas de sudor recorriendo su espalda. Ríos de sal que detallan los años pasados. Las manos arrastrando el cordel de la trampa para peces.

Si pusiéramos mucha atención, alcanzaríamos a escuchar el rítmico sonar del oleaje golpeando la barcaza de Josué quien platica con el mar.

El cuerpo flotante de un ahogado golpea la parte izquierda de la barca. Josué, El Pescador, mira preocupado el bulto yacente de un hombre que, durmiendo por siempre bocabajo, con los brazos extendidos, se asemeja a un Cristo visto de espaldas. El pescador no da crédito a lo que sus ojos ven. Enrolla rápida y nerviosamente su cordel para después intentar rescatar el cuerpo del hombre ahogado. Su primera reacción es voltearlo para reconocer el rostro. Con gran esfuerzo logra invertir el cuerpo sin vida que aún flota en el agua. Josué, El Pescador, revienta de miedo y cae de bruces sobre el piso de su barcaza. No puede creer lo que sus ojos atestiguan: el rostro del hombre ahogado es su mismo rostro.

Josué despierta.

II.

Negro.

La flama que produce un cerillo recién encendido es nuestra primera luz. Una mano dirige el tenue resplandor hacia un cigarrillo y es entonces cuando se alcanza a ver, sutilmente, las finas facciones de Josué, El Pescador.

Es la primera bocanada del día. Su primer actividad.

Se levanta de la hamaca. Abre una ventana y un azul casi morado invade la pequeña habitación. En la oscuridad apenas se adivinan sus movimientos. Camina rumbo a la hamaca de su hijo, acaricia su pelo. Su esposa, desde una hamaca vecina, le dice buenos días. Josué opta por no responderle mientras se dirige a la salida de casa.

El hombre sale de un entramado de hoja de palma cuyo piso es la arena de la costa yucateca.

El amanecer empieza a invadir el horizonte marino.

El Pescador arrastra su barcaza rumbo al amplio mar.

La endeble embarcación sigue el vaivén de la marea. Arriba, abajo, arriba, abajo mientras el sol luce a cada instante más y más brillante.

El pescador ejerce su oficio. El sol es cegador.

Siente las gotas de sudor recorrer su espalda.

Sus manos arrastran el cordel de la trampa para peces.

Escucha el sonar de la marea golpeando su lancha de mar.

Una maleta negra de forma rectangular golpea la parte izquierda de la barcaza. Josué, El Pescador, mira preocupado el paquete flotante e inmediatamente le viene el recuerdo de la pesadilla nocturna. Enrolla rápido y nervioso su cordel, alcanza la valija. Con gran esfuerzo logra levantar hacia su barca el objeto. Josué, El Pescador, revienta de miedo y cae de bruces sobre el piso de su barcaza. No puede creer lo que sus ojos atestiguan: paquetes y más paquetes envueltos en cinta color canela ocupan la totalidad de la maleta.

III.

Recostados boca arriba sobre la arena, en la mitad norte de nuestra visión percibimos el terso oleaje del mar yucateco al mediodía. Sobre la parte baja de la imagen está el cielo azul.

El revés del mundo.

Josué, El Pescador regresó esa tarde de la grande mar con un paquete que habría de significar el galimatías de su comunidad. María, mota, yesca, pasto, caca de chango, mostaza, gallo, ganya, macoña, porros al por mayor. No lograba explicarse cómo un envoltorio repleto de paquetes de marihuana había llegado, mar adentro, justo hasta su zona de pesca. Es consabido por todos que los socios narcotraficantes del sur utilizan avionetas desde donde descargan paquetes a la mar en zonas previamente acordadas con los “burreros” del Caribe, quienes, en sus lanchas rápidas, recogen “la mercancía” para regresarla a tierra firme donde empezará la distribución y/o embalaje hacia el norte. Josué, El Pescador quien a sus 35 años que parecían cien, no sabía qué hacer. Tímidamente desembarcó el paquete mientras pensaba en sus compañeros de la Cooperativa. Ignoró nuestra presencia mientras recapacitaba que éste, como todos los temas de importancia para la comunidad, debía ser discutido en grupo.

IV.

Ese viernes la tarde se sabía bizarra.

Alfredo Puc fue el primero en tomar la palabra luego de que Josué explicara cómo es que se hizo del insólito bulto. Lo primerito que debemos hacer -dijo-, es constatar que realmente el paquete es lo que parece que es. Fue así como los diez miembros de la Comunidad Cooperativa de Pescadores del Mayab desempaquetaron cada uno de los cincuenta envoltorios color canela. Y sí, en efecto, todos y cada uno de ellos parecían ser lo que aparentaban ser, carrujos y más carrujos de mariguana fresca lista para fumarse. Jacinto Chan propuso acudir a las autoridades de la ciudad capital Mérida, idea que fue desechada de inmediato por la mayoría de los asambleístas. Su líder, un joven de aspecto huraño pero de carácter bonachón, dio la pauta de lo que harían: “Dios sí existe y ésta es la oportunidad que nos manda para salir de la jodidencia”.

La Cooperativa de Pescadores del Mayab, ‘Jacinto Canek’, inició así el arduo proceso de convencer a todos y cada uno de los 150 habitantes de Sisal para convertirse en prestadores de ilusiones, quimeras y utopías a quien quisiera comprarlas. La idea la tomaron de una creencia consabida en el pasado y que tenía que ver con percibir a los alucinógenos como algo espiritual y no como una adicción del mal, como el gobierno federal se empecinaba en hacernos creer. Siendo así, reuniéronse el pueblo entero una tarde de verano en la casa de Jacinta Gómez, justo a la orilla del bruñido oleaje, a probar la calidad del contenido del paquete que encontró a Josué.

–Leí yo que en Amsterdam hay parques temáticos. Así como la gente va a ver a Mickey Mouse a Disneylandia, así hay gente también que va a esos parques en Holanda a quemar nomás. Podemos hacer de Sisal un parque temático igual, cobrar a turistas por la entrada al parque y un churro de cortesía, ¿qué les parece? –propuso brillantemente el líder de la Cooperativa mientras enrollaba en papel de Biblia a falta de papel arroz.

–No funcionaría, ello nos obligaría a dar aviso a las autoridades y entonces sí nos caería el chahuistle. Es mejor si hacemos paquetes pequeños y nosotros mismos los distribuimos en Mérida capital.

–Ello significaría exponernos. Si se dan cuenta los de La Ley, nos entamban y de allí no salimos.

–No importa, la historia nos redimiría, dijo, convencido, Luis Pérez, experto pescador del calamar de mar. Así como Pancho Villa fue un cuatrero en su tiempo y sólo la historia lo puso en el pedestal de la Revolución, así nosotros seremos bandidos hoy día pero el futuro nos reconocerá como los pioneros del mundo que comercializa la mota que sacará a este país de la pobreza. Piénsenlo bien, hoy esto está prohibido pero el día que lo legalicen, como ya empezó a hacerse, entonces nosotros seremos los primeros visionarios que lograron adelantarse a su tiempo, éste, nuestro tiempo. Toma, Jonás, pásaselo a Ulises.

Mientras el pueblo de Sisal discutía qué hacer con el paquete, un humo acuoso que pasaba de mano en mano se unía al cálido oleaje del mar yucateco. Como una unión perfecta, el sonido del aire y el mar se hacía cada vez más amplio mientras los colores empezaban a cambiar de textura.

–Pienso yo lo mejor es regresarlo al mar –dijo El Cisticerco mientras retenía el humo dentro–, no vaya a ser la de malas y los malos se enojen, vengan en busca de lo que les pertenece y nos jodan a todos y cada uno de los que estamos aquí, –exhaló al fin.

–El paquete lo encontré en una zona tan lejana a la costa que jamás podrán saber lo descubrí y traje aquí. Pudo haberse hundido o ser descubierto por cualquiera, inclusive por la Guardia Costera.

Pasaban los minutos, las palabras e ideas volaban de aquí allá mientras una mujer que casi nunca hablaba, triste por los días en que su marido desapareció en alta mar, dijo con voz alegre que pensaba era mejor utilizarlo para volar a diario. Las risas entonces empezaron a desatarse y correr libremente, a dibujar figuras conversas en el aire que se podían tocar sólo si se creía. La yema de los dedos funcionaban como un pincel que buscaba el mejor contorno. Las nociones fluían rapaces invadiendo el pensamiento a la velocidad de la luz. Hacían falta días para contar las historias que deambulaban por la cabeza. Los ayeres se convertían en futuros y los pescadores recordaban los días por venir. Un insecto que volaba cercano a Josué habló con voz de profeta sólo para decirles “no se apuren, todo está bien”. Dorotea recordó un pendiente que había olvidado en la juventud y se lo dijo a Emanuel, quien la reconfortó en un inglés tan culto que ni siquiera él sabía que sabía. Ángeles dibujaba ángeles que bailaban sobre la arena. Sisal lucía más hermoso que nunca. Su farol era un molino de viento que hablaba de Cervantes mientras los pescadores escuchaban como niños en el regazo de la abuela. El tatarabuelo de Josué, quien desapareció a principios del siglo pasado en un aluvión de nunca acabar, se unió a la quemadera y les contó que bajo el mar hay tantos buques de los conquistadores españoles, con tantas riquezas aztecas, que deberían dejar la pesca de peces por la de tesoros. El índigo del mar se tornó rosa ya que el sol empezaba a caer por el horizonte. Unos flamingos de color pistache fosforescente sobrevolaron sus sueños cuando creyeron ver una sirena que cantaba allende al final de la grande mar; Josué les dijo que sólo era un sueño del cual pronto habrían de despertar.

Después de mucho dialogar sin llegar a acuerdo alguno, cuando terminaron el primer paquete color canela, la comunidad entera preocupada por el futuro decidió reunirse nuevamente el próximo viernes al atardecer y seguir discutiendo el asunto referente al qué hacer con esos cincuenta paquetes del diablo. Había que tomar decisiones conjuntas, como siempre. La caída del sol era hermosa mientras que por el oriente una luna nueva empezaba a emerger. Era tan grande y tan roja que, los gallos, confundidos, cantaban el amanecer.

Cincuenta viernes después no lograron llegar a ningún acuerdo sobre qué hacer con la maleta que encontró a Josué, El Pescador. Ni falta que hacía, el objeto de discusión ya no existía.

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