John F. Kennedy no hubiera sido John F. Kennedy sin su instinto de seductor, capaz de lograr que las personas más inteligentes cayeran bajo su hechizo. A diferencia de otros líderes, aparecía como un personaje guapo, encantador, ingenioso, capaz de escuchar a cualquiera proporcionándole la impresión de que nadie el mundo era importante. Siempre aparece impecablemente vestido, atento a no mostrar en público el menor signo de debilidad, por lo que ni siquiera se permite usar gafas. Sólo las lleva en la intimidad, nunca en público. Si ha de leer un discurso, se aumenta el tamaño de los caracteres y problema resuelto. Cuando es necesario, sabe distender el ambiente con una broma inteligente, con la que ofrece una sensación de frescura y juventud, tan distinta de la rigidez de los políticos tradicionales. En 1962, durante un homenaje a los ganadores del Premio Nobel, comentó con desenfado que aquella era la mayor concentración de inteligencias en la Casa Blanca desde que el presidente Jefferson cenó un día allí solo. El auditorio quedó deslumbrado por la brillantez de aquellas palabras, que a uno de los invitados, el novelista William Styron, le parecieron dignas de pasar a la inmortalidad.
La agudeza de JFK causaba sensación. Tanto que, poco después de su muerte, el escritor Bill Adler publicó una recopilación de sus mejores citas bajo el título The wit of president Kennedy. El librito, que no llegaba a las 80 páginas, se dividía en cinco ámbitos temáticos: la campaña electoral de 1960, la presidencia, la familia, las conferencias de prensa y el viaje por Europa de 1963. En la introducción, Adler comentaba que el buen humor ayudó a que el mandatario sobrellevara la tensión inherente a su cargo.
El humor también aportaba una inestimable herramienta publicitaria. En medio del auge de la sociedad del espectáculo, la política acaba convirtiéndose en imagen. Hay que conectar, cómo sea, con el gran público. Y eso quiere decir, entre otras cosas, encontrar la manera divertida para tratar incluso temas difíciles. Mientras tanto, el buen orador debe establecer un vínculo emocional con la audiencia. “La imagen sonriente vende”, señala José Maria Perceval en El humor y sus límites (Cátedra, 2015). No obstante, para alcanzar el éxito, no basta con hacer reír de cualquier forma. Hay que saber adecuar la palabra al momento si se quiere caer en gracia, algo mucho más importante que ser gracioso. La clave consiste en mantener un delicado equilibrio en el discurso, de forma que se pueda atacar al contrario sin por eso perder las buenas formas. Como en la política española, en resumidas cuentas. John A. Barnes, en su estudio sobre el liderazgo de Kennedy, apunta que JFK se tomaba muy serio la búsqueda de cómo romper el hielo. Según Barnes, “el humor no podía ser amargo ni mordaz; por el contrario, tenía que ser de actualidad, de buen gusto y pertinente. También podía ser directo, irreverente, sutil y autorreprobatorio”.
La simpatía, a veces, resultaba más eficaz para desarmar al contrario que una intervención sesuda. Durante las presidenciales, un periodista preguntó a los candidatos sobre la vulgaridad del lenguaje del ex presidente Truman. Nixon reaccionó con graves palabras sobre la responsabilidad de un mandatario, encarnación de las virtudes nacionales. Kennedy, en cambio, sólo dijo una cosa: la única que podía mejorar el vocabulario de Truman es su señora. No es necesario precisar quién se ganó las simpatías de un público que rió la ocurrencia.
En otro momento de esa misma campaña, se dirige a un auditorio de obreros. Tras enumerar diversas razones pertinentes sobre por qué quiere llegar al Despacho Oval, indica que la presidencia es un empleo bien pagado y sin grandes cargas. Los asistentes, según el economista John Kenneth Galbraith, allí presente, “respondieron positivamente, con afecto y contentos. Kennedy era uno de ellos”.
Más tarde, ya en la Casa Blanca, se sirvió del humor para quitarle hierro a situaciones más o menos comprometidas. Cuando nombró a su hermano Bobby fiscal general, la prensa se le echó encima y le acusó de nepotismo. Él comentó que no sabía porque la gente le había dado tanta importancia a su decisión: sólo quería dar cierta práctica legal a un futuro abogado. Por desgracia, Bobby se tomó a mal el comentario. Cuando se quejó, JFK le dijo que debía aprender a hacer broma de sí mismo. Su hermano, sin embargo, no quedó convencido. El presidente no había hecho una gracia sobre su propia persona sino a costa suya.
Otro apuro vino por el error del Secretario de Interior, Stewart Udall, mientras hablaba con la hija del presidente de Pakistán. En un intento de ser simpático, Udall recordó que había escalado cierta montaña en ese país. En realidad, la montaña pertenecía al territorio del vecino Afganistán, en no muy buenas relaciones con los pakistaníes. Para salir de esa circunstancia incómoda, el presidente le comentó a su invitada: “Es por esto, Madame, que nombré al señor Udall secretario de Interior”.
La facilidad de John F. Kennedy para el comentario chispeante también le permitía hablar en público de acontecimientos privados. En plena campaña electoral, mientras Jackie estaba indispuesta por su embarazo, él excusó su ausencia en algún acto con un delicado eufemismo. En Oregón, por ejemplo, dijo que no se hallaba presente porque tenía “otros compromisos”. Todos entendieron lo que quería decir. Poco después, en California, utilizó una fórmula ligeramente distinta: “Mi esposa tiene otras responsabilidades”. Nuevamente, el auditorio reaccionó con una risa cómplice. Ese mismo día, por la tarde, decidió ser más directo y anunció con todas las letras su próxima paternidad.
Fue durante su viaje a París, para entrevistarse con el General De Gaulle, cuando hizo su comentario más celebrado sobre la primera dama. La visita arrojó escasos réditos políticos pero fue un triunfo absoluto en términos de imagen, sobre todo porque el presidente norteamericano se presentó con una mujer que deslumbró a propios y extraños con su belleza, su glamour y su cultura. Kennedy reconoció sus méritos al presentarse a sí mismo como el hombre que había acompañado a Jackie a París.
Pasado algún tiempo, utilizó la misma fórmula en un acto político para referirse al benjamín de su familia, futuro senador: “Voy a presentarme a mí mismo: soy el hermano de Ted Kennedy y estoy muy contento de estar aquí”.
El principal autor de discursos de JFK, Ted Sorensen, guardaba un archivo de comentarios chistosos para que pueda escoger el más idóneo en un momento dado. Ninguno aparecía en la versión escrita de sus intervenciones, por lo que podían repetirse en la situación más oportuna. En ocasiones, la ironía adquiría perfiles irreverentes que no detenían ante la autoparodia. En 1958, el año en que fue reelegido para el senado, John leyó un supuesto mensaje en el que su padre le pedía que no comprara un solo voto más de lo necesario. ¡No pensaba financiarle una gran victoria! La chanza, obviamente, iba destinada contra todos aquellos que le presentaban como un simple producto de marketing, un niño bonito al que le iban a regalar la presidencia a golpe de talonario.
Era un político con principios, pero capaz de contemplar el mundo con distanciamiento. Eso explica que se atreviera, en un acto de recogida de fondos para los demócratas, a realizar una imitación burlesca de su solemne discurso de toma de posesión: “Observamos esta noche, no una celebración de la libertad, sino una victoria partidista (…). Si el partido demócrata no puede ser ayudado por los muchos que son pobres, no lo salvará ningún puñado de ricos”. Por desgracia, algunos de sus correligionarios, disconformes con la broma, tomaron sus palabras por una extralimitación casi sacrílega.
A nadie puede extrañar, pues, que un periodista, Benjamin C. Bradlee, describa a nuestro hombre con palabras rendidas: atractivo, alegre, divertido, ingenioso, interesante, exuberante… Kennedy, para Bradlee, era todo eso y más. Tuvo defectos, por supuesto, pero, en una época como la nuestra, de líderes anticarismáticos, resulta inevitable que aparezca como un gigante. La política no es retórica sino contenido, pero ningún contenido puede triunfar sin retórica.