¿Quién emigra? ¿Por qué emigra? En días pasados la opinión pública mundial fue sacudida por una fotografía. No entro en detalles: la fotografía es perturbadora y, sencillamente, si a uno no le dan ganas de llorar al verla es porque es un cínico o porque está curado de espanto después de presenciar el horror repetidas veces. Lo atroz, lo increíblemente atroz, es que una fotografía como ésa es sólo la punta del iceberg y bajo ella hay un cúmulo de tragedias que difícilmente adquieren visibilidad.
A las imágenes (de ahogados, de cadáveres en el desierto, de la gente colgando de los trenes, de lanchas rebosando de personas, de puertos atestados por multitudes que esperan subir a un barco para huir) pueden seguir, acaso, a la opinión pública los relatos testimoniales de quienes emigraron. Y sí, son aún más desgarradores porque la imagen se amplía y el “caso aislado”, la foto, se convierte en una norma: entonces imaginamos a cientos y miles de personas que no pudieron fotografiarse.
A los testimonios (por fuerza, testimonios de los sobrevivientes, testimonios que ocurren cuando el sujeto ya está en “lugar seguro”) suelen venir los estudios antropológicos, económicos, políticos y sociales que buscan ensanchar aún más el panorama al mostrar no sólo la desgracia de una o varias personas sino también las posibles explicaciones o razones de qué fue lo que obligó a tantos individuos a perder o, por lo menos, a arriesgar su vida. El problema con estos estudios es que si bien se gana en la comprensión racional, se pierde, por un lado, en empatía y, por otro, en movilización. Es decir, una fotografía o un testimonio nos hacen sentir cercanos al individuo que se muestra, pero un estudio no. Asimismo, al contemplar una fotografía, leer o escuchar un testimonio, uno se siente compelido a la acción y cree que sí está en sus manos lograr un cambio (y es cierto), pero al leer un estudio –y más si es un estudio académico o “serio”– las razones de la tragedia tienden a parecer más abstractas e inasibles, más grandes (“la principal causa de migración en X es la guerra”, “en Y es el hambre”), de modo que conforme uno más sabe al respecto, uno siente, erróneamente, que es menos capaz de hacer algo para cambiar la situación.
Entonces sucede algo curioso y aterrador (o, por lo menos, es lo que ha ocurrido con mayor incidencia en varios países en los últimos cien años), la atención de los estudios deja de “estar allá”, donde se origina la migración, para “estar acá”, en el lugar a donde llegan las personas. El término “emigrante”, referido a la persona que sufre el desplazamiento y aún presente, por ejemplo, en los monumentos a “El emigrante libanés”, cambia por “inmigrante”, referido a los aborígenes (“originario del suelo en que vive”, dice la RAE) y a la relación que aquel tiene con estos, misma que puede añadirse con prontitud como adjetivo: “inmigrante ilegal”. Sea por la razón que sea –costos de producción, intereses políticos, racismo, clasismo, o buenas intenciones– es con este sentido que luego pululan los estudios y reportajes: con la persona transformada en una categoría y la categoría, rápidamente, convertida en problema de orden público, de salud pública, de gobernanza o de todos los anteriores.
Por desgracia, aquí se estanca el debate por lo general: entre los que están a favor de los “inmigrantes ilegales” y los que están en contra. Sí: como si los “inmigrantes” no fueran personas y, si acaso tienen voz, no tuvieran derecho a hablar puesto que no son “ciudadanos”. Incluso entre algunas instituciones biempensantes, al “inmigrante” se le reduce a una suerte de desvalido que tiene la “obligación” de agradecer cualquier dádiva que se le otorgue y acatar toda orden que se le imponga, por el bien de la sociedad aborigen y, por supuesto, “por su propio bien”.
En todo este derrotero, los mayores olvidos recaen sobre la población que no pudo emigrar y sus circunstancias de vida (apenas abordadas por esos primeros estudios). Ciertamente el drama de los emigrantes/inmigrantes es aterrador: los riesgos a los que somete su vida, la cosificación a la que es orillado o, en el mejor de los casos (por ejemplo, entre algunos de aquellos emigrantes, también llamados exiliados, que pudieron dejar su lugar de residencia llevando consigo algo de dinero y, además, fueron recibidos con los brazos abiertos en otro territorio), la condena a vivir entre la nostalgia y el desarraigo. Sin embargo, el drama de los que se quedan, de los que no pudieron salir de una región donde la realidad era desoladora, de los que no tuvieron la salud para aguantar la jornada, o los recursos económicos suficientes para pagar el lugar en el barco, el avión, la lancha, el tren y dejar de una vez por todas un entorno devastador, ese drama, siempre es mucho peor.
P.S. Acá, sin pretender mostrar la historia más desgarradora de los que se quedan en la peor situación posible sino, más bien, compartir un texto hermoso de algunos de los que no pudieron irse, este enlace: El viajero imaginario, de Javier Ordóñez.
Fotografía: Familia italiana a su llegada a Ellis Island (Nueva York), a principios del siglo XX. Wiki Commons.