El cuadro se llama Tropas napoleónicas en frente de San Marcos, Venecia. Lo pintó Georges Jules Victor Clairin. El protagonista, a pesar del plural con el que se intitula, es uno sólo: un hombre, un soldado. Uno cualquiera de los miles que combatieron en el que se llamó Ejército de Italia, trampolín con el que Napoleón, entonces ciudadano-general Bonaparte, se hizo un nombre y un hueco en la Historia en los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX. El soldado está, en efecto, en Venecia, rodeado de camaradas. Su actitud es extática, arrogante: es un vencedor. En primer plano, tres pipiolos, tres tambores, juguetean con las palomas, se pelean por ellas, sin guardar ningún tipo de disciplina, ni siquiera su apariencia. En realidad, no hay trazo alguno de ella en todo el cuadro, porque es un cuadro, digo, de vencedores. De tropa conquistadora que se cobra su botín.
Son aqueos desvalijando Troya. En este caso, la Troya del Adriático, la Serenisíma República, el emporio de los dogos: el cuadro es, además, la representación fotográfica de un momento concreto de la Historia de Europa, el de la defunción de Venecia. Esto nos permite situarlo cronológicamente: otoño de 1797. Lo que estamos viendo son las consecuencias de la Paz de Campo Formio, aunque fuera pintado mucho después, con el trazo grácil de Clairin, parecido al sfumato, con esa vaporosidad del blanco, con esa luz sin embargo mortecina.
Pero quiero volver al soldado. Es un francés, seguramente. En 1797, casi todos los ejércitos de la República estaban formados por franceses. La multinacionalidad vendría después, cuando Napoleón hizo de Europa su sayo, un sayo tan largo que iba de Lisboa hasta Moscú, y hubiera que llenar la Armée de italianos, portugueses, polacos, lituanos y gente así porque Francia estuviera ya exhausta de parir cadáveres jóvenes con que sembrar la tierra de Europa. El del bigotazo y el tricornio era francés, digo. Se habría batido, con toda probabilidad, con los austriacos en Lodi, en Arcola, en Rivoli; y antes, a lo mejor estuvo en Tolón, y luego desperdigado en unidades compuestas por pordioseros, sobre las rocas de la Provenza, viviendo a pelo encima del Mediterráneo, con lo puesto. Quién sabe, a lo mejor éste fue de los que combatió sin botas durante las primeras batallas de Bonaparte en el norte de Italia, con los pies envueltos en trapos, días enteros sin comer de verdad, con más hambre que el perro de un ciego.
Ahora era un vencedor. Habían vencido, habían aplastado, una y otra vez, a los austriacos. De las peñas y los riscos donde hacía mucho frío en invierno y mucho calor en verano, habían bajado a los valles: las fértiles llanuras del Po, el Garda, Milán, Mantua, Génova, esas Babilonias llenas de todo, de todo lo que a ellos les faltaba: italianas que decían a todo que sí, que lo recibían a uno sonriendo, con esas tetas que se les iban a salir por la boca, y esos ojos tan dulces, tan llenos de la luz italiana. Y esos pasteles de carne, y esos vinos, y todo eso que luego encontraron en Venecia, cuando el general, su general, les dijo: muchachos, vamos a decirle hola al Dogo. Y a la puta que lo parió.
Se lo llevaban todo de Venecia. Todo lo que podían. Había escuchado por ahí que no había entrado un extranjero vencedor en Venecia en los últimos ochocientos años. Ochocientos años. Él, probablemente, no pudiera siquiera hacerse una idea mental de lo que significaba aquello, porque quizá no había pisado una escuela desde los seis o siete años, y la explosión descontrolada de ilustración ciudadana le cogió ya maduro, ya con las manos llenas de callos de sacarle fruto a la tierra ingrata. Con la Revolución, quién sabe, se habría entusiasmado; o no, o lo mismo era uno de esos campesinos tercos y desconfiados, que recelan de todo lo nuevo, no vaya a ser que les cueste algo, que pierdan algo, que les quiten algo. A lo mejor, todo aquello de ciudadano esto, ciudadano lo otro, de los derechos, de que ahora todos eran iguales, le sonaba a chino. Pero Clairin nos lo muestra ufano: en ese día, a esa hora, en ese otoño de 1797, él era un soldado, y un soldado vencedor. Un hombre alegre. No entendía de más soberanía nacional que de la suya propia: de la que él ejercía por derecho de conquista. Quizá mirase el futuro con el resplandor flamígero con que se nos aparece en esos momentos brevísimos, pero que no se borran nunca de nuestras memorias, en los que todo brilla y todo es posible, y no hay fronteras, ni límites, y el mundo parece un gorrión precioso que se nos posa complacido y tranquilo entre los dedos de nuestras manos.
Las tumbas a orillas del Vístula, la muerte helada del Bereziná, los pozos españoles, el navajazo trapero detrás de la esquina, el desencanto y la vejez, la muerte lenta del sueño desplomado, todo eso no existía, porque vendría después. Ese hombre era un soldado, y esa tarde estaba borracho. Se llevaban los caballos de San Marcos. Se los llevaban a París. El mundo era suyo, el mundo sólo era una tinaja llena de vino, un sol que no se ponía, y una Nicoletta que a todo decía que sí.