Como si hubieran salido de una buhardilla en la Rive Gauche para tomar el primer taxi que pasara, llegar a Orly y subirse en un vuelo, inmediato e imprevisto, hasta una ciudad mediterránea. Desprenden un aire afrancesado en su armonía estética, en la cadencia acompasada de los pasos que van dando, en ese halo que les envuelve, y que se intuye desde la distancia.
Así los veo llegar a esta terraza, desde la esquina tranquila donde les espero, oasis en la plaza Xúquer, con plantas aromáticas enraizándose bajo los árboles públicos. Después de los abrazos, se sientan conmigo, frente a un par de turias y un joanantonic, Helena Goch y Julio de la Rosa.
Con meticulosidad dispone, Jules, pellizcos de tabaco sobre un papel de fumar. Helen nos deja solos mientras saluda a conocidos en el interior del local. Con detenimiento siento que soy estudiado por unos ojos en constante metamorfosis. Jules se pronuncia, de inicio -a raíz de una fatalidad cercana-, respecto a La Sacudida. Cómo se desgaja súbitamente una presencia cotidiana. Ese mensaje de “Buenos días, cariño. Te quiero”, como el de cualquier otra mañana, que se convierte en el último.
«Cuando los del futuro miren atrás, verán qué absurda forma de desplazarnos usábamos».
Con un blazer azul y una camisa blanca. Sostiene el cigarrillo con el mismo gesto que ilustra su portada de La herida universal. Sostiene siempre la mirada, sin desafío, como si llevara implantado un sónar ocular. Se sostiene a sí mismo sin afectación ni grandilocuencia. Confluyen en su rostro trazos peculiares que varían todo el tiempo. Seguimos hablando de la muerte, del dolor tras la pérdida de alguien. De la recomposición.
Aparece Helen en escena, con el Anfitrión a su lado, que se une y nos cuenta un par de azarosas aventuras. La conversación discurre entre meandros con la silueta de guitarras, hasta llegar al mar frente a La isla mínima, donde hacemos tierra para divagar sobre las casuales semblanzas con True detective. Afloran los recuerdos como si surcáramos el Guadalquivir desde aquella Sevilla, donde intersectaron Julio de la Rosa y Alberto Rodríguez, hermanándose en un abrazo de compositor y cineasta.
Saltamos, con el cine mediante, hasta California, al hilo de un amigo en común con Helen y el Anfitrión. La concatenación de temas podría resultar casi teatral. Tras un entremés, cruzamos el dintel y, ya dentro, el murmullo suave de voces permite conversar. Luz tenue y la bendita calidez de la madera. Una pianola y estanterías con libros en una pequeña tarima para recitales. Fotos de los Beatles, mesas con vinilos bajo los cristales. Entre referencias a Nina Simone y Vincent Gallo, fluye el diálogo en este enclave donde se rinde homenaje a los estetas. La Vitti.
Anfitrión discursea sobre los íntimos conciertos que suele programar. Helen hace mención a sus primeras caricias a una guitarra. Hablamos de conciertos en ciudades de provincias, de viajes mesetarios, de cruces de caminos. Jules cierra este bloque de música en directo con:
«En cada ciudad a la que voy, las gentes del lugar se quejan por igual de la ausencia de una escena o un auténtico circuito de espacios en los que tocar, de Bajo de Guía a Santander, desde Cáceres a Tortosa».
En un giro hacia la vertiente polifacética de ambos, pasamos por aquel verano en que Helen estuvo bajo las órdenes de David Mamet hasta llegar a los orígenes pictóricos de Jules. La necesidad de pintar, o llevar a término un cortometraje, como puntales de descarga para aliviarse de uno mismo como músico.
«Cuando era niño, empecé a pintar con kanfort y cera de velas, lo que había en mi casa, y luego, pues con algo más de color. Pero recuerdo, especialmente, aquellas tardes ensuciándome con kanfort mientras pintaba».
Poco después de aquellos trazos, siguiendo la senda abierta por sus hermanos mayores, sostuvo un día una guitarra infantil, y hasta hoy. A muy temprana edad subió a un tablado para comenzar su andadura sobre los escenarios compartiendo las melodías y el lirismo que fluían por su interior. Lo único que en su clan se le solicitó a cambio era llegar a tener una licenciatura. La música era su vida, y la universidad, una circunstancia para salir de Jerez. Para crecer y «seguir haciendo el tonto con la guitarrita».
En un momento dado, Helen hace mención al documental de Godard sobre los Rolling Stones, en el que se enfangó incluyendo a los Panteras Negras. Jules, apunta, que este Simpathy for the devil (1968), sin todo ese añadido postizo, habría resultado memorable. Pasamos al apartado Winterbottom, qué puto genio. Anfitrión viene a servirnos otra ronda y se sienta para hablarnos de su adorada Buffalo ‘66, y de la felación mejor rodada de la historia del cine en The Brown Bunny, los quehaceres de posadero le reclaman.
Con algo más de intimidad nos quedamos hablando del álbum de bautismo que Helena Goch está ultimando, con Jules como productor. Del géiser que ha supuesto su single Perhaps. De la ilusión creciente como pececilla en las aguas turbulentas de la industria. De las odiosas (e inevitables) comparaciones, ante lo que Jules, concluye:
«Siempre estás expuesto a ser criticado, de tu juicio depende cómo te influyan otras opiniones».
La señorita Goch se distrae en animada parla con gentes diversas, así, vuelvo a quedarme a solas con El Cantante. Si el rostro describe el espíritu, resulta un galimatías escrutar su faz, una especie de conjetura matemática. Ausencia de impostación, consistente y nada melifluo, como un buen jerez. En cambio, Helena, varias mesas más allá es un radiante faro de cerámica valenciana. Extraversión y fulgor.
–Quizá recuerdes tu primera letra…
–No sabría decirte, fueron varias canciones a la vez, tenía doce años, las recuerdo como un todo, una especie de mochila sin bolsillos con las letras mezclándose. Un bonito caos.
Algo, en la lucidez de su discurso y en el magnetismo que desprende este trovador, hace que quienes interactúan con él sientan sumergirse en una esfera paralela a la realidad.
–Eres un cabrón –me decido a decirle, al fin.
Me mira sonriente, captando cada matiz del concepto. Guarda silencio mientras me barre, con el sónar de sus ojos durante segundos interminables.
–Gracias, me halaga –responde.
Es curioso el momento en que logras dar con ese término para manifestarle a un artista, sin adulación, el respeto que sientes por su obra.
Prosigue en su alocución, con jaspeado acento del sur, y expresa que, para él, la música es consustancial a su vida desde que tiene noción de sí mismo. Pasa ella hacia la barra y le brinda un gesto con infinita dulzura. Desprenden un aire afrancesado en su armonía estética… en ese halo que les envuelve, y que ya no intuyo si no aprecio, desde esta cercana distancia. Entre frases, Jules dedica alguna mirada fugaz a la joven resplandeciente, con su boina ladeada, envuelta por un suéter de lana inmenso desde el que irradia energía y encanto. Con ella se comparte y, hay miradas que un cronista, por más que lo intente, no puede llegar a plasmar con palabras. Como la que ellos intercambian en este preciso instante.