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Querido Leonard Cohen,

Hola, soy Sergio, disculpa que no me haya presentado antes, es que nunca nos hemos conocido. Estuve cerca tuyo en un concierto, y me parece que viste mi cara, pero mi cara no importa; soy un rostro más entre cientos de miles que visten de negro y visitan tu tumba. Lo que me importan ahora son mis palabras, escritas sobre un papel que aún no existe y nunca leerás. Te estarás hartando ya de necrológicas, panegíricos, ceremonias y cenotafios, pero yo no traigo eso. No vengo a hablarte de tu biografía y tus canciones, porque a estas alturas del luto está todo ya escrito y esculpido en los muros de la historia. No tardarán en hacerte una estatua en Montreal, una que hubieras detestado, mi querido Jikan. He venido aquí a hablarte de nosotros, de alguien a quien nunca conociste, pero cuya vida has cambiado para siempre.

Leonard Cohen se ha convertido para mí en un nombre divino. Sé que te jode oírlo, pero es así. Lo siento. En mi limitada percepción de la condición humana, tu voz ha sido mi Metatrón, el nexo con lo divino. Sonabas como la verdad: primero me hablaste del amor, después me hablaste de la muerte. Sonabas como la verdad, y fuiste el mejor camino. Quizá hubieras querido morderte la lengua, pero ya es tarde para mostrar la otra mejilla. Te has marchado, y nos has dejado encadenados a tu mesa en la torre de la canción.

Nuestros destinos se cruzaron en París, en el año 1998. Yo tenía trece años, en la librería Shakespeare & Company encontré una traducción al inglés de “Poeta en Nueva York”, y leí unos pocos versos de “Ciudad sin Sueño” que jamás había visto en español. Fue mi primera historia de amor con la poesía. En 1949 tú tenías quince cuando descubriste la poesía con un fragmento traducido de “Diván de Tamarit” del mismo poeta, Federico García Lorca. Como hermanos desplazados en el tiempo y el espacio, supimos del poeta en Nueva York en similares circunstancias. Somos los miembros de esa extraña hermandad, que cabalga sobre los versos de un perro andaluz.

Pero yo no te descubrí hasta el siglo XXI, cuando las narraciones de tu vida secreta y la marcha de una tal Alexandra me acompañaron en mi tierna adolescencia. Pero no llegué a entenderte hasta que un amigo me dijo que tú también habías llegado al verso de mano de Lorca. Escuche tu Pequeño Vals Vienés en bucle durante tres días enteros. A la semana siguiente me sumergí en toda tu obra, poco a poco la devoré, y cada canción era como una cereza perfectamente redonda que podía comerme una y otra vez. Estos caramelos de tristeza eran el cebo perfecto para los solitarios y los abandonados, un manual de instrucciones para vivir con la derrota. Crecer sin tus canciones hubiera sido mil veces más amargo.

Pasamos varios años juntos, aprendí a llorar en tu hombro, tatareando el viaje de Suzanne, la despedida de Marianne, el disparo fatal de la pobre Nancy… sí, Nancy cuyo hijo robó el estado y la llevó al suicidio, es la única canción que siempre me hace llorar. Cuando emigré un año a París en 2007 tu voz era la única que quería escuchar. Pillé tinieblas, sí, y fue bebiendo de tu copa. Mi primera depresión me suspendió frente a un abismo suicida, y yo me aferré a ti para no caer. Muchas veces te han acusado de ser el más deprimente de todos los músicos, y tal vez tengan razón, pero también están equivocados. Cuando las tinieblas acompañan cada trago, nadie quiere sonreír, ni escuchar a los alegres. La sombra de tu voz me mantenía cuerdo, invocaba un suelo que pisar donde todo era el bostezo del abismo. Tú me acompañaste por los páramos grises, más allá de las ruinas del altar y el centro comercial, de los palacios que se alzan sobre la podredumbre, y estuviste conmigo año tras año, mes tras mes, día tras día, pensamiento tras pensamiento. Ya no eras mi amigo, eras mi maestro, la voz que clama en el desierto.

Tus canciones me enseñaron a ser fuerte. Cuando las vallas publicitarias y los gurús del wellness me obligaban a sonreír, tú respondías con la belleza de la sombra. La tristeza dejó de ser una anomalía indeseable, se volvió un dolor al que arropar, porque tus canciones lo llenaban de sentido. Con versos directos y aguda precisión, me invitaste a abrazar mis fracturas en cuerpo y alma, me dijiste que hay una grieta en todo, y que por ahí entra la luz. Hice acopio de tinieblas para reconciliarme con aquel corazón borracho que te cantaba. Volví a repasar tus novelas, tus poemas, tus canciones, y en el túnel de cada verso vislumbré la luz que se filtra entre las grietas. Todo sonaba como tú; herido, pero lleno de esperanza.

Te debo todas mis palabras, quiero invocarte con mi voz cascada y fumar hasta trazar con humo tu paisaje. No sería quien soy sin ti. Lo diré una vez más: me enseñaste cómo abrazar a las tinieblas y hallar en ellas destellos de luz, una felicidad intermitente en el camino inexorable. Lo más bello se oculta en las entrañas de los oscuro, y el dolor es hermano de la dicha.

El diez de noviembre de esta mierda de año tu verbo se hizo carne, y apagaste la llama, y ahora todo está más oscuro. Nos has dejado en un mundo lleno de grietas; miserables mendigos de la luz. Eres la voz de un fantasma que supo marcharse a tiempo, que se ha despedido con la oración más oscura, la que sabes que te pedimos .

Pero no voy a dejarte morir. Podría decir que sigues viviendo en tus canciones, pero soy más egoísta: sigues viviendo en mí (y en muchos otros), y bailarás conmigo y nuestros pasos siempre rimarán. Desde el día en que te conocí hasta el día en que me muera, tus tinieblas se darán la mano con las mías, y tu luz brillará en todas las grietas.

Tu fantasma estará entre nosotros para siempre, en los lugares donde escuchamos tus canciones, en las camas deshechas de los hoteles, en carreteras que surcamos en la noche, en aeropuertos donde empieza a amanecer. Tu cuerpo se sumergirá en la tierra pero yo seguiré hablando con Leonard, que es un atleta y un pastor, un vago cabrón que habita un traje. Me dirá palabras de sabiduría, como un monje, un hombre de visión, aunque sabe que no es más que la breve elaboración de una canción. Me basta así. Nos basta así. Sólo tu cuerpo ha muerto, y todo el mundo sabe que vives para siempre cuando has escrito un versito o dos.

So long, Leonrard, it’s time that we began
to laugh and cry and cry and laugh about it all again.

Sergio

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