Vivo en Managua desde hace seis meses. He logrado acostumbrarme a muchas cosas: al calor, al ruido, al tráfico, al agua, al polvo, a las hormigas paseando por mi cama, a la comida, al ron (no ha sido difícil), a los buses ultraoptimizados, a los viajes de cien horas para ir «aquí al lao», a regatear a los taxistas, a la de la frutería, al del mercado, al de la puerta de la discoteca, incluso a la de la barra. Me parece grandioso que no haya edificios, que para llegar a algunos lugares no existan carreteras, que se lave en la pila como antaño (bueno, eso no es tan agradable).. Sin querer, en el bus meneo las piernas a ritmo de reguetón o tarareo por lo bajini a Enrique Iglesias. ¡Si no puedes con el enemigo, únete a él!

Digamos que el proceso de mimetización está siendo paulatino y a un ritmo aceptable. Pero hay una cosa en especial que no soporto y que, por más que lo intente, no soy capaz de pasar por alto: el piropo. Cuando uno lee esta palabra le viene a la mente el obrero del andamio de la esquina de su casa y su Libro Gordo de Petete de «halagos» de ayer, hoy y siempre. Nada que ver. Imaginad, especialmente las mujeres,  un mundo en el que el 99% de los hombres parece que acabe de salir de la cárcel después de cuarenta años. Una especie de Sanfermines babeando detrás de cualquier chica sea guapa, fea, alta, baja, blanca, negra, gorda, flaca, coja, manca, tuerta o vizca.

 Así es Managua.

Trayectos de quince minutos por la calle que, en días de especial flaqueza, se convierten en un calvario. Pitidos de coches, motos, camiones, silbidos de todo tipo, besos voladores (especial asco), el viejo verde que te piropea, ¡el niño que te piropea!, el marido con su esposa al lado que te piropea, el padre con su hijo en brazos que te piropea… «¡Ay mamita rica! ¡Ay que pechos! ¡Qué rico ese ombliguito! ¡Flaquita, chelita rica!»

Si paseas por las calles de la capital también encuentras la versión del constante saludo por parte de desconocidos: «Buenos días, preciosa», con tono y cara de violador de gallinas. O el aparentemente cordial «que le vaya bien» del policía o militar que agarran fuertemente su porra y su escopeta por no agarrarse otra cosa: machismo en estado puro. Al principio agachaba la cabeza y seguía andando. Llegué a plantearme cambiar mi «europea manera de vestir» por no llamar la atención… Ahora, según tenga el día, me río, paso completamente, reparto insultos desagradables o enseño el dedo corazón, aunque de corazón tiene bien poco.

He hablado con algunas personas al respecto y lo achacan a algo cultural. ¡Y se quedan tan anchos! El machismo y la falta se respeto jamás pueden ir ligados a la cultura de un país. Actualmente y por desgracia los pensamientos y comportamientos retrógrados y abusivos siguen existiendo. Mucha gente pone en el mapa a Afganistán y su burka islamista; lo castiga y condena. Lo mismo ocurre con la violencia de género y sus tantos por cien de denuncias policiales y por supuesto, nos aterramos ante las cifras de homicidios y femicidios al final de cada año. Nos preguntamos cómo pueden existir mentes tan perversas y contaminadas cuando el problema es que no nos damos cuenta de que no hace falta llegar a ningún extremo para palpar esa realidad.

Fotografía: Diana Balcázar

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