Es comentar Dani Alves que “España se vende como un país del primer mundo, pero en algunos aspectos están muy retrasados” y se desata un apocalipsis patriótico que ni el propio Juan podría haber descrito en su Evangelio. Nos llaman racistas y nos tocan la fibra sensible, comenzamos a twittear, a postear en Facebook y a hablar en los bares sobre este “tipejo” que “ha insultado a una país entero”, que “quién coño se cree para generalizar de esa manera” y que, por supuesto, “se vaya a su país que verdaderamente está atrasado”.

Somos un país acomplejado, siempre lo hemos sido. Desde la Edad Media hemos tenido ese aire de superioridad moral que no es más que un complejo de inferioridad en el facto. Somos más teoría que práctica. Se nos olvida muy rápido que vivimos en el país donde nuestros reyes más católicos y más idolatrados cometieron uno de los actos más racistas que se recuerdan en la Historia de la Humanidad. Se nos olvida que Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón mandaron expulsar a todos los judíos de Castilla y Aragón, incluidas las posesiones en la actual Italia de la Corona aragonesa. Todo hay que decir que aquí que aquí el tinte racista fue la excusa perfecta para quedarse con las posesiones judías, que no eran pocas. Pero el fondo real es que la expulsión fue bien acogida porque era racista, porque era el ellos y nosotros, porque como decía René Girard en El Chivo Expiatorio es muy fácil quitarnos el complejo a costa de hacer pagar nuestras frustraciones con el que es diferente.

Lo más llamativo es que esta expulsión se vio en Europa como un símbolo de modernidad y adaptación a los nuevos tiempos, la propia Universidad de la Sorbona emitió un comunicado para felicitar por el Edicto de Granada a los monarcas más rockstar de nuestros libros de Historia. Se nos olvida también que, bajo la presión del gran poder que ostentaban los Reyes Católicos (o esto es, al menos, lo que cuentan las fuentes) el rey Juan III de Albret de Navarra y Manuel I de Portugal siguieron ejemplo y también expulsaron a los judíos. Por supuesto, y tiro de la ironía más pura y absoluta, no somos un país racista.

Pero no acaba aquí la cosa. No contentos con esta medida, un siglo y poco después, entre 1609 y 1613, Felipe III, el último gran Austria, vestido de blanco inmaculado decretó la expulsión de todos los moriscos del Reino de España, comenzando por los de Granada. Sí, aparte de bastante racistas también tenemos memoria histórica selectiva, y muy rencorosa. Estos mismos moriscos que expulsamos serían ancestros de los que usó Franco en la Guerra Civil, cuando ingentes tropas rifeñas fueron reclutadas para matar “rojillos” y luchar por lo que los sectores más casposos de la época denominaron Cruzada anticomunista. Resulta gracioso ver que se recluten magrebíes para luchar por la decencia del cristianismo (según el bando nacional, claro está). Racismo a la carta que le llaman.

En un país donde la gente sabe más de fútbol que de sus propios derechos, el fútbol es lo único que nos puede herir el orgullo patrio, que nos puede salvar de que nuestros propios monstruos nos coman. Si esto lo dice Iniesta en otro país, montamos la marimorena y lo defendemos como si nos estuviesen atacando a nosotros mismos. Si lo dicen aquí, son unos desagradecidos, unos exagerados y escupen al plato que les da de comer, como si nosotros tuviésemos en nómina a alguno de éstos. Asumir que tenemos un problema, asumir también que no somos los únicos, asumir que en España y el resto de Europa –de la cual somos parte, también para lo malo- los votantes de la extrema derecha más racista cada vez tienen más apoyo. Hasta que no asumamos que esto es un problema real y no un hecho aislado, que venimos reproduciendo tics desde hace mil años, seguiremos comiendo lonchas de Campofrío en vez de plátanos.

 

 

 

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