Desde bien jóvenes los humanos nos damos cuenta de que la Justicia no es perfecta porque la administran otros humanos, seres imperfectos como nosotros. El mensaje oficial que nos llega es otro, sin embargo. En los países del primer mundo, occidental y democrático, desde bien pequeño se aprende que la Justicia protege a todos sus ciudadanos por igual, independientemente de su raza, religión o creencia política. Que para algo sirve la Declaración Universal de los Derechos Humanos firmada después de la II Guerra Mundial vienen a recordarnos profesores, libros de texto y telediarios. Sin embargo, con el tiempo va llegando el desengaño de la utilidad de ese papel lleno de angelicales intenciones que firmaron los miembros de la ONU allá por 1948. Ya no porque dentro de las Naciones Unidas quepan dictaduras de todo tipo. En esos lugares ya se da por hecho que la expresión “derechos humanos” es un eufemismo.
La decepción la provoca ver a supuestos gobiernos democráticos, elegidos libremente por los ciudadanos en las urnas, violando una y otra vez los derechos humanos desde la propia Administración del Estado. Ayer murió una persona que puede dar fe de esas vejaciones. Se llamaba Gerry Conlon, nació en Irlanda del Norte hace 60 años y su caso pasó a ser mundialmente conocido cuando fue llevado al cine con En el nombre del padre, una película que pone los pelos de punta desde los mismos créditos iniciales, que aparecen en pantalla bajo una música de gaitas mezclada con sonidos industriales. Son los martillazos de lo que va a venir a continuación.
En la historia de Conlon, la utilización de la Justicia británica por parte del establishment inglés fue digna del más sanguinario de los sátrapas. El relato es tan sencillo como espeluznante. Gerry Conlon era un joven católico de Belfast que, a mediados de los 70, se marchó a Londres enviado por su familia para ganarse la vida y no caer en las redes del IRA, la banda terrorista que intentaba conseguir con bombas y asesinatos que el Reino Unido permitiera la reunificación de la isla de Irlanda bajo una misma bandera. Conlon no era miembro del IRA. Con pinzas se le podría considerar simpatizante: apenas había participado en alguna revuelta callejera. De alguna manera, este norirlandés, rebelde y desocupado a sus 20 años, tenía que volcar la frustración vital de verse reprimido por las autoridades británicas que marginaban a los habitantes católicos del Ulster. Ya en Londres, como muestra Daniel Day-Lewis en la película, Conlon se libera de las ataduras morales de su familia impuestas por su padre y monta una comuna hippy con otros compatriotas emigrados a la capital del Imperio británico.
Todo se tuerce cuando explota una bomba del IRA en un pub del barrio de Guilford, en las afueras londinenses. Cinco personas mueren y varias decenas acaban heridas. La policía detiene a Conlon junto a sus amigos Paul Hill, Paddy Armstrong y Carole Richardson. Por el simple hecho de ser jóvenes, católicos e irlandeses se convierten en el blanco perfecto. Les acusan de terroristas. Les interrogan en medio de insultos y trato vejatorio. Les torturan: los puñetazos se mezclan con otras técnicas no menos sádicas, como la de introducir la cabeza del detenido en una palangana de agua fría. En el nombre del padre enseña el paso de los cuatro acusados por la comisaría a la perfección. Jim Sheridan, su director, no se ahorró ningún detalle, por impactante que pudiera resultar, para mostrar y demostrar qué ocurría en las prisiones del democrático Reino Unido. Gran parte de culpa de que el espectador se conmueva la tiene Day-Lewis, ejecutando magistralmente el papel que le acabó de consagrar como un monstruo que encarna en vez de interpretar. Con los ojos llorosos, la cara magullada y, sobre todo, el alma rota, el Gerry Conlon de Daniel Day-Lewis firma la confesión que le señala como autor del atentado sin imaginarse que lo peor está por llegar. Su llanto y su voz entrecortada son el último suspiro de una justicia asesinada. La violencia no es ni gratuita ni morbosa. Es real.
El juicio que sigue a la detención es otra oda a la injusticia. Los acusados están marcados desde el inicio en un proceso judicial digno de la dictadura de Pinochet, un genocida que siempre fue bien recibido en el democrático Reino Unido. Mientras Conlon y sus amigos están sentados en el banquillo, el pueblo jalea al inspector Robert Dixon, que encabezó la operación que detuvo a los cuatro terroristas de pega. “Que se jodan esos perros irlandeses”, gritan en su interior. “Por terroristas”, remachan. Completamente mediatizados, los magistrados les imponen largas penas de cárcel. Se libran de la pena de muerte porque está abolida en el Reino Unido. Sin embargo, la pesadilla de Conlon no se acaba ahí. Su padre, Giuseppe, y la familia de sus tíos, los Maguire, incluidos sus primos más pequeños, también han sido detenidos y juzgados por “colaboración con banda terrorista”. En una decisión completamente surrealista, la Justicia británica les condena a su vez a pasar los siguientes años entre rejas. Por ser los ficticios cómplices de unos ficticios terroristas.
Como bien se ve en las siguientes secuencias de En el nombre del padre, Gerry y Giuseppe (interpretado notablemente por el desaparecido Pete Postlethwaite) tienen que ir limando sus diferencias en prisión. Poco a poco, Gerry se va cayendo del burro de su ego. “Tienes que mostrar respeto”, le dice su padre. “¿Por quién?”, contesta el hijo díscolo. “Por ti”. Ese padre asmático que siempre había sido un blando, un perdedor y un mediocre se va ganando el respeto del hijo descarriado. Para Gerry, su padre, al que siempre le llama Giuseppe en tono de burla y nunca papá, representa en aquella ratonera la dignidad que todo ser humano lleva dentro y que, algunos, consiguen conservar incluso en las situaciones más adversas. El rebelde Gerry se da cuenta poco a poco en los cinco años que compartió prisión con su progenitor que quien más alto grita no es quien más razón tiene. La dignidad y la verdadera justicia suelen ser mudas. Y cuando se descubren, sin duda, resultan ejemplarizantes. Gerry se dignifica cuando hace las paces consigo mismo.
El ambiente de la cárcel también está narrado a la perfección por Sheridan. Los reclusos forman una representación plural del viejo Imperio de la Commonwealth con una excepción, faltan los rostros lechosos de los ingleses. Hay jamaicanos, hindúes o irlandeses. Inmigrantes apestados que osaron partir al país que les conquistó a golpe de cañón para pedirle a mamá Inglaterra un poco de pan, después de que las casacas rojas de los soldados de su Majestad hubieran dejado empobrecidos sus lugares de origen. Ese ambiente multicultural y antiimperialista se palpa en la escena en la que Gerry y otros presos lamen las piezas empapadas en LSD de un puzzle-mapamundi que le han hecho llegar a un interno jamaicano desde el exterior. Ese intercambio, ‘viajes’ aparte, enriquece al inculto Conlon, que además debe aguantar el acercamiento de Joe McAdams, un reconocido cabecilla del IRA que ingresa en la misma prisión, ansioso por atraerlo a su camarilla con la promesa de que en el exterior los guerrilleros lucharán por sacarles de la cárcel. Cuando Gerry descubre que ese terrorista es el responsable del atentado que les ha llevado a vivir esa penuria, la relación entre ellos cambia completamente. Deja de mirarlo como un héroe, para verlo con odio, apoyándose en el discurso de su padre: la lucha armada no sirve para nada. Por muy irlandés que se sea. “En mi puta vida no he sabido lo que era querer matar a un hombre hasta ahora”, le llega a soltar Gerry a McAdams.
Pero de golpe y porrazo, Giuseppe Conlon muere. No debe haber nada más triste que morir en una cárcel. Giuseppe muere en su celda, en los brazos de su hijo, que pide ayuda a unos guardias que tardan un siglo en aparecer. La noticia se propaga por el resto de las celdas. Los presos tiran papeles ardiendo por las ventanas, un montón de lágrimas de fuego para llorar al ausente. “¡Giuseppe ha muerto, Giuseppe ha muerto!”. La letanía vuelve a recordar al espectador que la dignidad es imposible de arrancar si el humillado se decide a conservarla con ahínco. Desde ayer, Gerry acompaña a Giuseppe en el cementerio, pero su historia nunca morirá gracias a personas como Gareth Pierce. La abogada que llevó a la gran pantalla una Emma Thompson que convertía en oro (y nominación a los Oscar) toda película que tocaba a principios de los 90 fue una auténtica heroína. Diez años después de la excarcelación de los Cuatro de Guildford, Pierce decide luchar por reabrir el caso.
Aunque parezca que toda una sociedad se cree manipulaciones tan perversas como las que ocurrieron durante el proceso judicial que encarceló a Conlon y a su padre, siempre suelen alzarse voces de esperanza y denuncia. Bajo el riesgo de ser considerados como malos patriotas, de ser señalados por las familias decentes que apoyaban desde el sofá de sus casas la batalla contra aquellos presuntos terroristas, el activismo social también luchó en Inglaterra por la reapertura del juicio. En la película se refleja cómo Thompson encabeza esa pelea desigual. Y cómo, después de solicitarlo de todas las maneras posibles, logra que la Justicia universal, libre y democrática del Reino Unido le deje ver las pruebas que se presentaron en contra de los acusados. A la abogada la ningunean, colaborando con ella de mala gana y parcialmente, demorando las esperas para que tire la toalla. Pero Gareth Pierce resistió y, casi por casualidad (todo sistema tiene fallos), encontró los documentos en los que se demostraba que los norirlandeses acusados de terroristas eran inocentes. Documentos que fueron ocultados por la policía durante el juicio original para que unos inocentes pagaran rápidamente el pato de un caso difícil de resolver.
El segundo juicio al que se enfrentó Conlon tiene un aire diferente al primero. Es una justa revancha. Los alegatos de una Thompson brillante removieron las tripas de más de uno en la gran pantalla. En el nombre del padre se estrenó en 1993 y aquellos hechos estaban bien frescos. Conlon fue declarado inocente en 1989, después de 15 años en prisión. Así lo consiguió su abogada, que desmontó palabra por palabra los argumentos que el inspector Dixon –no tan flamante década y media después– volvió a presentar. No hay nada peor para una sociedad que se cree democrática (y no lo es) que ver sus miserias expuestas ante el espejo. Cuando los jueces quedan apesadumbrados por las torturas recibidas por los Cuatro de Guildford, por la arbitrariedad y violencia con la que actuó la policía (¿a órdenes de quién?), por lo sesgado y manipulado que resultó el primer proceso judicial, se ven en la obligación de revocar las penas impuestas a Conlon, Armstrong, Hill y Richardson. Los funcionarios quieren sacarlos por una puerta lateral para evitar la vergüenza nacional de que esos mártires de Irlanda del Norte hablen libremente ante la prensa. Y, ahí, en un momento para enmarcar en la historia del cine, Day-Lewis revivió lo hecho por Gerry Conlon cuatro años antes y exclamó en los momentos finales de En el nombre del padre: “¡Soy un hombre libre! Voy a salir por la puerta principal”. En la calle, abrazado por su madre y sus hermanas, una cámara de televisión capta el rostro enérgico de un hombre inocente al que ni uno de los gobiernos más poderosos del mundo ha podido doblegar. Como habría dicho su padre, es un hombre que por fin ha aprendido qué significa la palabra respeto.
“Soy un hombre inocente. Pasé 15 años en prisión por un crimen que no cometí. He visto a mi padre morir en una prisión británica por un crimen que no cometió. Y este Gobierno aún dice que él es culpable. Lo repetiré hasta probar que mi padre es inocente, hasta que se pruebe que son inocentes todas las personas que se han visto envueltas en este caso, hasta que los verdaderos culpables sean llevados a la justicia. Seguiré luchando por ello. ¡En el nombre de mi padre y en el de la verdad!”
Desde pequeños, el mensaje oficial que nos llegó era que en Irlanda del Norte había terroristas en una banda llamada IRA. Nunca nos dijeron que los protestantes también se organizaron en guerrillas paramilitares y cometieron atentados. Menos aún que la policía democrática y de todos los británicos se comportó de una manera tan barriobajera. ¿Quién nos protege de los que teóricamente nos protegen? Es la eterna pregunta. También en España, donde los casos de torturas y falseamiento de pruebas en comisarías se filtran con cuentagotas en los grandes medios de comunicación. Pero ocurren e Internet ha servido para denunciarlos y pedir responsabilidades. Una sociedad que se considere democrática no puede aplaudir la guerra sucia contra el terrorismo ni proteger a los torturadores de una dictadura como la franquista. El riesgo es enorme. Se empieza por ahí y se acaba calificando a toda persona que se salga del pensamiento impuesto como terrorista.
En nuestro país sufrimos los GAL. Lo sufrieron los vascos asesinados fueran o no etarras y lo seguimos sufriendo indirectamente el resto de ciudadanos, seamos vascos o no. Más de uno y más de dos españoles consideran que nacionalismo vasco es igual a ETA. Abertzale quiere decir nacionalista igual que lehendakari, presidente o gabon, buenas noches, pero los medios y el doble juego de más de un político de ambos bandos han conseguido que abertzale sea sinónimo de etarra o filoetarra. El daño que se crea cuando ese pensamiento anida en un cerebro es irreparable y llega a justificarlo todo, hasta el punto de olvidar que combatir al terrorismo con terrorismo te deslegitima totalmente. Te deshumaniza. Las dos horas de En el nombre del padre no solo cargan contra el terrorismo de Estado, también contra el terrorismo encapuchado y pretendidamente libertario. Es un alegato pacifista en el nombre de la justicia, de la verdad.
¿Qué pasaría si en España se les hiciera a Lasa y Zabala una película como la que Sheridan le hizo a Gerry Conlon? Si la memoria de Miguel Ángel Blanco ya tiene su filme, estos dos jóvenes asesinados por el GAL no deberían ser menos. Ellos no tuvieron ni siquiera la cortesía de un juicio. Pertenecían a un comando de ETA, ¿pero merecían una muerte como las que causaba su banda terrorista? Después de la tortura no vino la cárcel, llego directamente la ejecución. ¿Así es como un Estado democrático administra justicia? ¿Y si no hubieran sido terroristas sino simples abertzales? Ayer, el bueno de Gerry se marchó de este mundo como un hombre libre e inocente. Gracias a su lucha, su padre también fue declarado inocente a título póstumo. Tony Blair, exprimer Ministro británico, pidió perdón en nombre del Estado en 2000. Para ser la cuna de la democracia parlamentaria y un modelo de libertades, el registro del Reino Unido no estuvo mal: pasaron once años entre el segundo juicio de los Cuatro de Guildford y la muestra oficial de arrepentimiento. En España, muchas familias siguen esperando a que Felipe González pida perdón por los GAL más de 30 años después. Los que esperan lo mismo de más de un cabecilla de ETA podrían hacer frente común. El dolor es el mismo: sangre inocente derramada de manera impune.