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Dar a luz nunca fue algo fácil. Un parto no suele ser una experiencia agradable. Los llantos de vida se mezclan con los gritos de dolor. Tampoco los inicios del periodismo fueron demasiado esperanzadores. Allá por el siglo XIX eso que llamamos periodistas no eran más que cazadores de escándalos, vísceras y corrupción en la Inglaterra victoriana. Los diarios costaban un penique y su contenido no valía mucho más. Eso que hoy llamamos ética del periodismo tenía unos confines difusos. No importaba el cómo, la cuestión era vender. Recordemos el caso de Jack el Destripador: el alter ego del asesino de mujeres de Whitechapel fue creado por dos periodistas que decidieron escribir una carta en nombre del asesino porque sospechaban -con razón- que eso multiplicaría las ventas del diario. Pero no todos los niños nacen llorando, de cuando en cuando alguno viene sonriendo, diferente a los demás. Ahí tenemos al español José de Larra, que en medio de los años de oscura decadencia del Imperio español supo aunar la crítica, la calidad literaria y la información. Su suicidio por amor hizo llorar a todo Madrid, excepto a su amada, que estaba comprometida con otro hombre. Pero Larra es una anomalía dentro de la historia.
La industrialización trajo consigo la masificación de la prensa y los cazadores de asesinos fueron sustituidos por los buscadores de corrupción política, los llamados muckrackers. Periodistas de investigación incipientes, fueron finalmente un instrumento en manos de los grupos de poder que acabaron manejando los periódicos desde arriba.
Ernest Hemingway trabajó como periodista antes de convertirse en el escritor que acabaría ganando el premio Nobel. Su trabajo en el Kansas City Star acabó definiendo su estilo. “Utilice frases cortas. Utilice primeros párrafos cortos. Use un lenguaje vigoroso. Sea positivo, no negativo”. Tomó su tiempo que el periodismo llegara a su mayoría de edad, hubo que esperar a The New Yorker. Nació en los años veinte como una revista humorística, una crónica de Nueva York en la era del jazz. Pero el tono de su contenido fue cambiando hasta que llegó la Segunda Guerra Mundial. “En 1946, publicó, en varias entregas, Hiroshima de John Herser, una obra seminal sobre los efectos de las bombas nucleares en la población de Japón. Esta también ayudo a crear el tono de la revista -una actitud de perplejidad, a veces exagerada, hacia el gobierno de Washington, y un sentido de que esa ciudad está poblada por gente que no sabe pensar”, declaró Andy Young, el verificador de la revista, una figura que existió desde su fundación, esa persona que se pega como una ladilla a los autores de los artículos, para corroborar todas las afirmaciones que se hacen en el texto. En una charla en Huesca contó hasta qué punto puede llegar esa obsesión por la corroboración:
«Al poco tiempo de mi llegada a la revista, verifiqué un artículo escrito por el novelista Jeffrey Eugenides sobre un antropólogo, un sexólogo que estudiaba a los hermafroditas en la selva de Papúa Nueva Guinea. Eugenides decía que los pájaros y los monos de la selva no habían dejado dormir al sexólogo. Yo pensé: “¡Claro! Eso me parece muy lógico”. Unas semanas después me llegó una carta de un primatólogo jubilado. Los especialistas en temas raros, especialmente los especialistas jubilados, son los enemigos de los fact checkers. El primatólogo insistía que teníamos que publicar una corrección porque resulta que no hay monos en la selva de Papúa Nueva Guinea. Pensé: “¿qué importa?”. Se lo dije al director de la sección, pero él me explicó muy seriamente que sí era importante y que yo tenía que haber averiguado si había monos en Nueva Guinea. Si no los había, debería haber ofrecido al autor la opción de reemplazar los monos por otro animal indígena. ¿A lo mejor lo que arruinaba el sueño del sexólogo era el ruido de pájaros e insectos? Dos semanas más tarde llegó otra carta del primatólogo, donde mostraba un estado de pánico. Resulta que había investigado el tema, y que, a causa de la despoblación forestal y el desplazamiento de las poblaciones de monos, ahora sí había monos en la selva de Papúa Nueva Guinea. Por primera y última vez, celebré la destrucción de las selvas prístinas y empecé a tener dudas sobre la carrera que había elegido».
Mientras estas revistas se iban consolidando, a mediados del siglo pasado, surgió una generación de autores que conformaron el llamado Nuevo Periodismo. Truman Capote abandonó las fiestas de la élite de Nueva York para sumergirse en las profundidades de Kansas. Durante siete años investigó el asesinato de los cuatro miembros de la familia Clutter, sin motivo, a manos de Dick y Perry, dos delincuentes de poca monta. El resultado fue A sangre fría, una obra cumbre del siglo XX que inauguró nuevo género narrativo, la non-fiction novel. El precio a pagar fue quizá demasiado alto, Truman jamás volvió de ese viaje, consumido por la adicción al alcohol. Y si hubiera llegado a volver Marlon Brando lo habría matado, furioso por ese Duque en sus dominios. Siguiendo esta línea de investigación exhaustiva basada en hechos que serían narrados y codificados en una novela en un tono literario se va conformando el Nuevo Periodismo. Otro de sus máximos exponentes será Tom Wolfe, que un artículo en The New Yorker va definiendo las máximas de esta nueva forma de trabajar, construyendo escenas, diálogos, personajes y narradores como si de una novela de ficción hablásemos. Las obras de no ficción del nuevo periodismo fueron una representación de la realidad norteamericana de la época, las contradicciones de los sesenta estaban en Los ejércitos de la noche de Norman Mailer (ganó el premio Pulitzer que se le negó a Capote), la guerra de Vietnam en Despachos de guerra, de Michael Herr. Publicados originalmente en la Rolling Stone, eran artículos que se salían del todo bélico habitual, ácidos y transgresores. De ácido hablaba también Hunter S. Thompson, autor de Miedo y asco en Las Vegas, que volcó en esas páginas la contracara de la cultura americana, un terreno pantanoso entre el movimiento hippie y la generación beat.
Hunter se metió a sí mismo en aquello que escribía, pero si alguien siguió al pie de la letra la famosa cita de Robert Capa ese fue Vollmann. Se acercó tanto que se volvió parte de la historia. Miembro de la santísima trinidad de los autores norteamericanos contemporáneos, junto a Franzen y Foster Wallace. Outsider, sus libros son artefactos monumentales que escapan a ser encasillados en géneros literarios. Estuvo en la primera línea en Afganistán, a los 22 años. Casi muere cuando el jeep en el que viajaba pasó por encima de una mina. Consumió crack en los bajos fondos de San Francisco. Pasó dos semanas en una estación abandonada en el Polo Norte y estuvo a punto de congelarse, mientras deliraba a causa de la falta de sueño y cada noche se preguntaba si estaría vivo al día siguiente.
Los pobres, uno de sus últimos libros, ha sido publicado en España por Debate. Viajó por todo el mundo durante diez años preguntando a los pobres por el motivo de su pobreza. Por primera vez alguien se enfrentaba cara a cara con el discurso que emerge de la pobreza, ese que tanto molesta, porque como dijo Dostoievski “a la gente rica no le gusta que los pobres se quejen en voz alta de su mala suerte. Dicen que son muy pesados y molestos. Sí, la pobreza es siempre pesada…”.
Pero Vollmann respeta las experiencias y testimonios de los pobres, no se pone en una posición de superioridad. “Me niego a decir que sé lo que les conviene mejor que ellos; en consecuencia, me niego también a dedicarles la condescendencia de la compasión que, o bien finge que carecen de opciones por completo, o bien, peor aún, dora todas sus elecciones con mi benevolente aprobación.Una vez más enuncio lo obvio: los pobres no son ni más ni menos humanos que yo; por tanto, merecen ser juzgados y comprendidos precisamente como hago conmigo mismo. Eso dijo Vollmann.
Fue necesario que pasaran décadas y autores, hubo que esperar hasta el 8 de octubre de 2015 para que una periodista recibiese el premio Nobel. Svetlana Alexiévich, nacida en Bielorrusia hace 67 años, ha dado voz al sufrimiento de un pueblo en Voces de Chernobil, libro que surge a través de cientos de entrevistas en primera persona a los afectados por el accidente y familiares de las víctimas, y a día de hoy sigue prohibido en Bielorrusia. «El mundo había cambiado completamente y no estábamos verdaderamente preparados», dijo hace poco en una entrevista a Le Monde.
La vida tiene altibajos, y apenas unos meses más tarde del reconocimiento máximo el periodismo vivió uno de sus episodios más oscuros. Tras la captura del Chapo Guzmán, se supo que Sean Penn lo entrevistó. La foto de ambos estrechándose en las manos estuvo presente en todos los medios y redes sociales. Lo que podría haber sido una oportunidad para cuestionar cara a cara a uno de los mayores asesinos del mundo se convirtió en un intento de humanización del monstruo. Tan benévolo fue Penn con Guzmán que este no censuró el material que se grabó. Y fueron más de siete horas de conversación. En ellas no hubo guerra, ni inocentes sacrificados, ni periodistas mutilados. Solo una infancia complicada que acabo marcando una vida en la que todo vale, hay que hacer lo que hay que hacer. Muchos periodistas pidieron explicaciones, que este no fue capaz de dar, más allá de decir que su entrevista había fallado. “A Guzmán nunca se le pidió responder a preguntas difíciles. Es una pena, porque esas preguntas necesitan respuesta”, decía Dan Winslow, autor de El Cartel, que ha investigado el narcotráfico a lo largo de veinte años. “Llame a su entrevista como quiera, excepto periodismo”, añadió. A día de hoy el artículo de Winslow todavía no ha sido traducido. No tuvo tantas menciones, no mucha gente lo compartió. Pero el periodismo de verdad está al acecho, como un topo nietszcheano, que olfatea en las profundidades, sospecha, y casi siempre acierta, socavando los cimientos de lo ya establecido.