Fotografías: Larissa Morari

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Tardé tres semanas en conseguir entrevistar al cineasta brasileño João Paulo Miranda Maria. Me acababa de mudar y todavía no tenía conexión a internet en casa, me iba a la biblioteca del barrio para trabajar, pero hablar con él era imposible (en las bibliotecas debería haber una sala aislada para poder hablar). Él tampoco lo tenía fácil: estaba constantemente de viaje por Brasil, para presentar su último cortometraje Command Action en los mayores festivales de su país. La diferencia horaria entre España y Brasil, que en esta época del año sólo es de cuatro horas, era el menor de los impedimentos.

Quería saber más sobre este joven director que empezó hace unos años en una sala de cine municipal del interior de São Paulo y el año pasado llegó a representar el género caipira en el Festival de Cannes.

Insistí hasta que finalmente pudimos quedar un miércoles por la tarde a mi hora del té y después de su comida. João Paulo me esperaba en Facebook, era la primera vez que lo utilizaba para una videollamada. Había conseguido un hueco de una hora entre un trabajo y otro, y estaba sentada a la mesa compartida de una cafetería de Poble Sec en la que me siento como en casa.

João Paulo estaba sentado en su escritorio, con la persiana bajada desde la que filtraba la luz violenta de principios de verano en Rio Claro. Sólo nos habíamos visto una vez, hacía dos años, cuando vino a Barcelona con su mujer Fernanda después de pasar por Cannes, donde había ido a raíz de que el festival seleccionara su cortometraje Ida Do Diabo. Tuve la posibilidad de ver el corto en una proyección íntima en A Casa Portuguesa de Barcelona y me pareció una pieza compleja y evocadora, que no sabría explicar, pero que me generó mucha curiosidad y me cautivó con su estética refinada. Recuerdo haber pensado que la imagen campechana del cineasta, su cara de niño bueno enmarcada por unas gafas de pasta negras enormes, como de dibujo animado, chocaban con el universo profundo y algo oscuro que acababa de ver en pantalla.

Este año, el director volvió a participar en la selección de cortometrajes del Festival de Cannes con su Command Action, que fue juzgado entre los diez mejores del mundo y compitió en la 54ª Semaine de la Critique. Miranda me confesó que quedó sorprendido y su voz todavía tenía una nota de emoción cuando me hablaba de la increíble experiencia en el festival francés. Aludió al glamour, las grandes estrellas, la alfombra roja, los flashes de las cámaras, la propaganda. Eso es lo que nos llega de los festivales más prestigiosos del mundo, sin embargo, yo quería que me contara sobre el otro lado de la medalla, el que no te enseñan en las revistas y que el cineasta pudo experimentar en primera persona. Quería escarbar en la faceta más subterránea, a la que no puedes acceder si no vives en ese mundo. El director me contó de negocios, dinero, influencias, del lado más comercial del cine, porque una película tiene que ser viable para que se llegue a producir. Esa es la cruda realidad.

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El Festival de Cannes crea modas, plasma el futuro del cine, el lado autorial convive con el business puro y duro, de los productores que hablan de cifras, de los cazatalentos. Así me lo describía Miranda. Sonrió, dejando vislumbrar una pizca de orgullo, mientras relataba la anécdota más sobresaliente de su experiencia francesa: un agente de directores hollywoodienses, entre ellos Tim Burton y Tarantino, le llamó una semana después de la proyección de su corto, interesado por su obra. Todavía no se lo cree.

Acostumbrado a una vida sin fastos, en las fiestas del festival tuvo la sensación de que todo el mundo era guapo, rico y feliz, envuelto por la euforia, en un espejismo de igualdad. En realidad, advirtió Miranda, hay que tener cuidado y mantener los pies en el suelo, no puedes ilusionarte y tienes que asumir las responsabilidades que conlleva estar seleccionado por un gran festival. El cineasta me habló con la lucidez y el desencanto de alguien que tiene claro cómo van las cosas en ese mundo.

Cuando te quitas el esmoquin y la purpurina y vuelves a tu ciudad en el interior de Brasil, lejos de las modas y las caras bonitas, queda el peso de la obligación y el estrés por producir algo que merezca la pena. Porque cuando entras en el radar de los productores, tienes que crear algo comercializable. Ellos te están vigilando, no puedes dar un paso en falso o estás eliminado. El cineasta me explicó que un corto es como una tarjeta de visita, pero que la industria quiere un largometraje. Y que para un cineasta lo que importa es el inicio de su carrera, eso es lo que le marcará para siempre.

Es por eso que Miranda se fue en diciembre a París para participar en el programa LAB Next Step, una colaboración entre el Festival de Cannes y el Torino LAB, donde le asesorarán sobre su proyecto de largometraje. Pasó dos semanas con expertos del sector intentando dar forma a las ideas que tiene en su cabeza. Porque el guion de una película es como un libro y puedes tardar años en acabarlo. A medida que el director iba desdibujando el mundo del cine, yo iba entendiendo que hacer una película es un proceso lento y lleno de trabas.

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Descubro que cada festival tiene un perfil distinto, en Cannes, por ejemplo, la mayoría de las películas que se proyectan son artísticas, aunque al fin y al cabo todos buscan algo comercial. Insistí para que me explicara más sobre la parte sucia de los festivales, pero JP es un hombre muy correcto y le tiene respeto al sector en el que quiere destacar. Me describió los festivales como un sello de calidad y una plataforma que legitima el trabajo de un director. Dijo que todos los mayores festivales (me nombró Locarno, Berlín, Rotterdam… todos en Europa, pienso yo) buscan exclusividad, y él es hijo de Cannes.

Nada mal para un joven que viene de un área periférica, lejos de la capital y los capitales. Desde el interior del Estado de São Paulo, el director ha desarrollado una mirada aguda centrada en la gente más sencilla, en las historias cotidianas, en un estilo de vida que puede parecer incluso anticuado, caipira, como le llaman ahí a alguien menor, casi en sentido peyorativo. Miranda sigue buscando las caras más comunes, por eso no suele usar actores en sus películas. Hizo hincapié en que no quiere imitar el cine europeo o americano, que respeta su tradición y la honra incorporando en sus obras a coisa brasileira, la autenticidad de un pueblo que tiene muchas historias que contar. El cineasta retrata el interior de Brasil, dejando espacio para el lado alegórico de la cultura brasileña, con sus colores, leyendas, cuentos, explorando el lado fantástico y mágico con una eficaz estética minimalista.

João Paulo Miranda Maria desarrolla su actividad con la productora Kino Olho en Rio Claro, ciudad con una población que no llega a los 200.000 habitantes y que es poco más que un pueblo según las medidas del gigante Brasil. En 2006, mientras cursaba un máster en la cercana localidad de Campinas y seguía viviendo en Rio Claro, se le ocurrió pedir al Ayuntamiento utilizar la sala de cine para enseñar películas clásicas del cine mundial y nacional. El objetivo principal era divulgar, educar y a la vez provocar al público, crear un cineclub para que se desarrollaran debates. Así nació Kino Olho. En esa época, Miranda empezó a llevar su móvil a la sala y realizar pequeñas grabaciones con los espectadores que de repente se convertían en sujetos activos. Crearon obras de ensayos, bocetos cinematográficos y se dio cuenta de que la gente disfrutaba mucho más el lado práctico, querían buscar un lenguaje propio, auténtico. Algunos viajaban desde la capital del estado para asistir a los encuentros semanales de Kino Olho, que poco a poco se fue convirtiendo en una productora y escuela de cine. Miranda es el fundador del grupo y coordina los encuentros semanales que siguen llevándose a cabo. Además, el grupo desarrolla varios proyectos en los que participan numerosas personas dependiendo de las tareas.

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No conozco el estado de la industria cinematográfica de Brasil y él me explica que en su país siempre ha sido difícil producir, aunque en los últimos cuatro años el cine nacional está recibiendo mayor apoyo del gobierno. Me habla de récord de inversión, de enormes sumas de dinero que permiten desarrollar proyecto ambiciosos para que el cine brasileño llegue con más fuerza que nunca al exterior. Sin embargo, no es fácil deshacer la maraña de la burocracia que siempre dificulta las cosas. Y más complicado aún es sobrevivir estando al margen del juego de influencias. Miranda me confesó, además, que él vive en el interior y no se mueve por los circuitos de poder, no se codea con la gente que decide a quiénes dar subvenciones y ayudas.

Le saqué el tema de la colaboración porque creo que uno solo no llega a ningún lado y que la fuerza de un proyecto está en la unión de cabezas. El director admitió que colaborar es lo que realmente motiva y hace posible una película. En Kino Olho trabajan de forma voluntaria porque no tienen recursos para pagar salarios. Aludió con humildad a la finalidad social de lo que hacen y de la posibilidad de contratar sólo unas cinco personas por proyecto, cuando un equipo normalmente está formado por una veintena de integrantes.

También le pregunté si hay un trabajo del que está especialmente orgulloso y me contestó que el último siempre es el que tiene más presente, que todavía le ocupa espacio en su cabeza, al que sigue dándole vueltas hasta empezar un nuevo proyecto. Cree en la evolución de su trabajo y opina que la siguiente obra siempre será mejor. Me gusta su visión positiva y confiada, sin pretensiones.

Command Action está viajando por los mayores festivales del país, cosechando buenas críticas y varios premios. Justo la semana en la que le entrevisté comenzaba a grabar con su equipo el siguiente cortometraje A Moça Que Dançou Com O Diabo cuyo título ya evoca ese mundo fantástico que el cineasta brasileño ama pintar en sus obras.

Antes de despedirnos y de desearle suerte en París [Nota de la redactora: la charla tuvo lugar a finales de noviembre], Miranda quiso aprovechar para recalcar la importancia de lo auténtico, de las personas humildes, comunes que a menudo se echan en falta en las películas. El director no maquilla la realidad, no la transforma en algo fantástico, porque la magia de las cosas reside en su veracidad. Su propósito es acercar la realidad al cine, sin que este se convierta en algo falso, sus obras dialogan constantemente con la forma documental, en ese espacio de ficción que está cerca de la realidad. De ahí su estética verosímil que nace de su capacidad de mirar la vida. Me explicó que cuando coges la cámara, el mundo ya lo tienes ahí delante de ti y por eso tienes que aceptar las personas y el mundo tal y como aparecen. El cineasta rechaza los efectos especiales, sino trata de organizar la realidad y sacar a la luz las características propias de cada persona, sin ocultar sus días malos ni sus defectos.

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Miranda me ha recordado que hay que aprender a observar e identificar el potencial de las cosas que tenemos delante, educar nuestra mirada para comprender mejor y disfrutar de la vida.

Me imagino a João Paulo Miranda en su casa de Rio Claro, con su vida ajetreada de padre de dos niños, entre miles de proyectos y trabajos, con su sonrisa bonachona y unas gafas enormes que no consiguen contener su mirada profunda. Me lo imagino levantando la persiana del estudio, ojeando fuera de la ventana a pesar del sol deslumbrante, en busca de nuevas historias para contar.

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