Para los que no tenéis tiempo o ganas o lo que sea y solo leéis dos líneas de cada texto: leed ya El Cadillac de Big Bopper. Compradlo, robadlo o lo que coño sea, pero leedlo. Haceos ese regalo. Ahora, como diría Carlos Zanón, vamos con el resto. Este libro lleva enseñándome cosas desde un año antes de leerlo. Pocos días después de saber de su existencia, lo encontré en el mercado de Sant Antoni. Me doy una vuelta y me lo pillo antes de irme, pensé. Craso error. Millones de cazarrecompensas y frikis gordos y ediciones de los grandes clásicos en piel de cervatillo después, volví al puesto en que lo encontré. Ya no estaba. Giré, cabizbajo, y emprendí la vuelta a casa. A la altura de Plaça Espanya, mi brazo derecho se independizó del resto del cuerpo. Agrupó los dedos de la mano en forma de puño y se estampó contra mi cara. Primera lección: en esta vida hay que ser lo menos gilipollas que se pueda.
A los pocos meses, mi amiga Muriel se lo pilló. Cada dos horas me mandaba fotos de párrafos flipantes. Pronto dejé de leerlos –aunque le decía cosas como ¡qué guapo! o ¡alucinante!–, porque aquello se parecía a una lectura en fascículos, y ese Jim Dodge y yo teníamos una cuenta pendiente. Me lo quería meter en vena. En uno de esos whatsapps, Muriel fotografió un párrafo que se me grabó a fuego. Decía esto:
“Sería una tontería decir que la música me salvó o curó, pero en mi rutina diaria de baños calientes, abrir latas de cerveza y comida, lo que más me sostenía era la música: no porque me ofreciese salvación (eso no hay nadie que te lo solucione) sino por el consuelo que me daban sus promesas, su chispa de vida, su salvaje y poderoso arco sináptico que enlazaba espíritu, mente y carne”.
Joder, aún me salen algunas de esas palabras por la boca cuando vomito. Usé ese párrafo en textos, en sueños y en conversaciones con colegas moribundos de desamor. Hace un par de meses urdí una visita de mi amiga Muriel a mi piso. Ella no lo sabe, pero la invité para que me dejara el libro. Todo salió bien. Al cabo de unos días me encontré a solas con El Cadillac de Big Bopper. Flipé desde la primera página. Cancelé citas y madrugué y trasnoché para seguir leyendo aquello. Me descubría a mí mismo soltándolo sobre mi regazo y resoplando de puro gusto. También grité e hice palmas. Thomas Pynchon lo dijo mejor: “Leer a Jim Dodge es como acudir a una fiesta en la que se celebra todo lo que importa”. Tal cual.
Vamos con los datos: Dodge nació en 1945 en Santa Rosa, California. Escribió su primera novela, Fup, a los 38 años. Al respecto, le soltó a Kiko Amat una frase lapidaria: “Si algo distorsiona peligrosamente la psique de los jóvenes escritores es la presión por publicar, por agarrar algo de fama. Como siempre le digo a mis estudiantes, los dos grandes obstáculos que existen para los nuevos autores americanos son el fracaso y el éxito. La celebridad, como la lujuria, es un gasto de espíritu y un desperdicio de vergüenza: quedaos en casa y trabajad”. Desde entonces ha escrito dos novelas, Not fade away (1987) –la que aquí nos ocupa, traducida al español como El Cadillac de Big Bopper– y Stone Junction (1990), y la colección de relatos Rain on the river (2002). Dodge ha hecho de todo: recogió manzanas, instaló moquetas, dio clase, fue jugador profesional, pastor, leñador y restaurador medioambiental. Ahora vive en un rancho aislado cerca de Sonoma, California. Está claro: no es uno de esos escritores que se hacen viejos al tiempo que acumulan grasa en el culo imaginando cómo será eso de salir a la calle a que te pasen cosas.
El libro cuenta la historia de George Gastin, un tipo que se gana la vida destrozando coches para estafar a seguros. A los pocos días de descubrir el rock and roll en una emisora de radio –“Con los Stones y Dylan, la radio parecía de pronto muy lejos de los niños guapos y los bailes de moda para quinceañeros”, cuenta–, recibe un encargo. Se trata de un radiante Cadillac blanco que iba a ser regalado al Big Bopper. La movida es que el cantante de Chantilly Lace había muerto poco antes en el mítico accidente de avioneta que también acabó con las vidas de Buddy Holly y Ritchie Valens. George es un romántico, así que decide destrozar el coche de otra manera: lo llevará hasta la tumba del Big Bopper y entregará el regalo. Escribe Dodge: “[El coche] pertenecía a los fantasmas de Harriet y del Big Bopper, al amor y a la música. Yo también estaba equivocado probablemente, pero a la mierda todo. Uno hace lo que tiene que hacer, y lo que yo sentía que tenía que hacer era llevar aquel coche a la tumba del Big Bopper, ponerme de pie en el capó y leer la carta de Harriet, y luego prenderle fuego a todo, un monumento de fuego. Iba a trepar a la montaña y decir mi palabra; entregar mi regalo y luego desparecer”. Sí, pelos de punta.
George emprende un viaje a ritmo de rock and roll y anfetas. Se encuentra con auténticos personajes, huye de matones, de la policía y de fantasmas, se las ve con sus obsesiones, reflexiona sobre “las posibilidades del amor” y sobre la amistad y aprende a soportarse a sí mismo. El Cadillac de Big Bopper es una historia de búsqueda, una Odisea extraña en la que el protagonista se busca a sí mismo y acaba sumergido en un bucle en el que confunde realidad y fantasía. Alguien dijo que esta novela es En el camino de Kerouac escrito por Hunter S. Thompson. Por ahí van los tiros.
Dodge despliega una prosa pasional, concisa y pura. Grande, pero no grande como pomposa, aquí no sobra nada: grande como hermosa, sublime. En cada página late con fuerza la sensación de estar aquí y ahora. Esto va a sonar a monserga, pero me importa una mierda. Además, como dice Kiko Amat: ¿Qué otra cosa puedes hacer cuando encuentras a un profeta que no sea predicar su palabra? Así que allá voy: comprad este libro. Celebrad la vida.
Fotografía: Marc Dalmuder