¿El simple acto de comer es un acto político? Es decir, más allá de la respuesta trivial que indica que “todo es política” o de los casos excepcionales (la huelga de hambre, la dieta por motivos religiosos o atragantarse de burritos para romper un récord mundial), qué repercusiones políticas tiene una dieta colectiva y, viceversa, qué repercusiones en la dieta colectiva tiene la política.
Si le digo que a unas cuadras de mi casa hay una tienda que vende frutas y verduras con personalidad auténtica –un poquito retorcidas, todas diferentes y con marcas de mosquitos–, usted podría pensar dos opciones cuando menos: 1) que vivo en un barrio de clase alta (preferentemente en una ciudad de primer mundo) que cuenta con una biotienda orgánica donde todo cuesta el triple que en el supermercado (ahí donde todas las frutas y verduras parecen clones) o 2) que vivo en un rancho miserable del tercer mundo donde aún no ha llegado la modernidad. Por lo mismo, si usted es ambientalista, rápidamente podría pensar en esa conclusión que han enarbolado Víctor Manuel Toledo, Chomsky y demás: los pobres del mundo viven una vida más natural, más saludable, y luchan todos los días contra el veneno industrial de las grandes transnacionales.
Es decir, a partir de un sólo dato (dónde compra alguien su comida) saltamos casi de inmediato a problemas planetarios como el calentamiento global y la disparidad en la distribución del ingreso. Por ejemplo, un kilo de quinoa cuesta entre ocho y doce dólares, o dos días de salario mínimo mexicano, en un supermercado bio como Wholefoods en EE UU Y por supuesto, Wholefoods, que empezó como una pequeña tienda en Austin en 1980, no habría tenido el crecimiento que tuvo en la década de los noventas y en lo que va del siglo de no ser porque ciertos grupos sociales, localizados en zonas determinadas, comenzaron a identificarse con la comida “orgánica” independientemente de su alto costo. Hoy día la cadena tiene más de trescientas tiendas.
Los partidarios de este tipo de alimentación (libre de pesticidas, fertilizantes, transgénicos y anexas) nos dicen que es mucho más sana que la que podemos procurarnos en un supermercado industrial como Walmart. Entonces, si eso es cierto, ¿por qué no todos nos alimentamos “orgánicamente”? La respuesta más simple tiene que ver con el párrafo anterior: “sería demasiado costoso”, dicen, “la alimentación ‘natural’ está reservada para la clase alta que la puede pagar”. Y ahí se acaba la discusión. Es decir, no se acaba, sino que comienza la relativa a la distribución del ingreso, misma que termina irremediablemente en la utopía o en la derrota.
Una discusión más elaborada recurre a lo que se enunciaba en el segundo párrafo: ¡pero si los pobres más pobres del tercer mundo sí comen comida orgánica! Y aquí los argumentos suelen ser más interesantes pues, en lugar de hablar de algo casi inalcanzable como la distribución del ingreso, se puntualiza sobre los procesos de producción, distribución y consumo. Para aquellos cuyo análisis no va más allá del marxismo y el positivismo, la discusión suele quedarse en los procesos de producción: ¿es posible producir suficiente comida para todos los seres humanos de forma “orgánica” o son indispensables los procesos industriales (pesticidas, transgénicos, tractores, etc…) para acabar con el hambre del mundo, tanto en el presente como en el futuro, dada la explosión demográfica? Para ambas posturas hay infinidad de artículos y estudios científicos que “prueban” la una o la otra. Pero, aunque en este punto es imposible finiquitar la discusión, para juicio de quien esto escribe los partidarios de lo “orgánico” ya llevan unos puntos de ventaja. ¿Por qué? Porque los partidarios de la industrialización del campo difícilmente toman en cuenta los costos ambientales de forma seria; es decir, la sustentabilidad de los cultivos locales corre mayor riesgo a largo plazo debido a la contaminación y a la erosión de suelos que causa la agricultura industrial.
Por lo anterior, y para dar mayor peso a sus argumentos, es que los partidarios de lo “orgánico” traen a colación el tema de la distribución de alimentos. Es decir, el problema ya no es la cantidad sino cómo llegan estos del productor al consumidor. Baste un ejemplo para ilustrar: las manzanas. Las manzanas de Óregon se venden alrededor del mundo e incluso han desplazado a las manzanas locales en países productores, como México. Este desplazamiento (así como los provocados por la incorporación de otras frutas como kiwis, arándanos, cerezas, etc…) no se debe a ninguno de los preceptos básicos de la oferta y la demanda en su versión simple: ante una libre oferta, el cliente preferirá el mejor producto, el más costo-efectivo. Pues, como puede atestiguar cualquier abuelita, no necesariamente tienen mejor sabor. Tampoco son más baratas. Su única ventaja es que son las únicas que puedes conseguir en el supermercado y el supermercado –gracias a una agresiva campaña para destruir a su competencia hace años– es el único lugar al que puedes ir a comprar comida cerca de tu casa. Punto.
Es decir, no hay un libre mercado, sino una monopolización de la oferta de productos decidida por el distribuidor (cambie distribuidor por “Comité Central del Partido” y tenemos una linda pesadilla). Así, los partidarios de lo “orgánico” han realizado estudios donde indican cómo son estos distribuidores, de la mano de las modificaciones de ley pro “libre mercado”, los que han ido determinando qué comemos y a qué costo, los que procuran la escasez y los que han provocado la migración y la miseria de miles y miles de campesinos alrededor del mundo. Si gusta más ejemplos, puede también revisar los requisitos de la Unión Europea a los nuevos países miembros: desde la sustitución de cultivos (para no competir con los de otros países) hasta la destrucción de viñedos. Es decir, según los partidarios de lo orgánico, comida hay de sobra pero no para vender al precio que quieren los distribuidores y sus aliados políticos.
El argumento mercantil es fundamental. Los que habitamos en países que recientemente se han incorporado al “orden mundial”, como México, aún recordamos cómo era el mundo anterior: ése en el que buena parte o todos nuestros alimentos provenían de nuestro propio país y, además, eran baratos. Incluso, la gente de clase alta que solía viajar al primer mundo tenía una frase repetitiva a su vuelta: “allá las cosas son muy baratas [los productos manufacturados como la ropa de marca o los electrodomésticos], pero la comida es carísima”. Ahora nos parecemos cada vez más al primer mundo, pero no en lo que nosotros hubiéramos querido sino en que en el mismo supermercado podemos corroborar que un kilo de fruta (o de quinoa) es más caro que una camisa, una plancha o una bolsa con cien pañales desechables. Y esto es posible, este orden mercantil, gracias a las reformas políticas.
Entonces llegamos al último punto, el consumo. Para los partidarios de lo “orgánico” que no son radicales, la mejor forma de combatir el capitalismo es desde el capitalismo, modificando las preferencias de los consumidores para presionar tanto a los distribuidores como a los políticos a modificar el orden actual. Eres tú quien decide qué comes. ¿No quieres comer bien para estar sano? ¿No quieres saber qué es lo que hay en tu comida? ¿De dónde viene? ¿Si tiene o no trazas de herbicidas? ¿Si le untaron cera para que se vea bonita? Cuando una sociedad comienza a preocuparse por sus alimentos, los políticos y las industrias también pues, por extraño que les parezca a los radicales, los políticos también forman parte de dicha sociedad. Entonces es cuando las acciones y reacciones alcanzan niveles insospechados debido a la cantidad de dinero que hay en juego: minoristas, mayoristas, delegados corruptos, productores de fertilizantes y pesticidas, corredores de bolsa, médicos, universidades, farmacéuticos y un largo larguísimo etcétera.
Cambiar los hábitos alimenticios de una sociedad es un proceso complejo, pero es lo que hacemos todo el tiempo (piense, por ejemplo, en cómo aparecieron los mexicanísimos tacos al pastor si no había vacas, qué es lo “italiano” en la comida italiana, o qué tienen de francesas las papas). Así que sí, comer es un acto político.
Colofón
Dedico a Ignacio Sánchez Prado y a Corinna Treitel esta columna. Al primero por ponerme en contacto con Corinna y, a ella, no sólo por haberme mandado un artículo espeluznante y fundamental al respecto de los engranajes de la política y la producción de alimentos, sino por haber hecho la excelente investigación que le dio pie. El título del artículo es Nature and the Nazi Diet. Imagínese nomás. Una pista: ¿recuerda que dicen que Hitler era vegetariano?