Y llegó el momento de cruzar a Costa Rica en busca de algo más que un cuño en el pasaporte y noventa días añadidos de permiso. Debíamos viajar durante un montón de horas, haciendo noche en el camino, retomando al día siguiente y pagando vete tú a saber si el precio que corresponde por cada viaje en bus. Así nos plantamos en Playa Uvita, buscamos la autocaravana tamaño familiar de un amigo en medio de la nada y, una vez encontrada, miramos desafiantes a todo un horizonte de gringos esperando que, de una vez por todas, nos enseñaran qué eran capaces de hacer. Llegó el momento de ENVISION.
ENVISION es un festival norteamericano de esos que te pone tu colega en YouTube una tarde de resaca de domingo y piensas: “Agüita de coco, el año que viene vamos, fijo”. Hay mucho fuego y acrobacias y mujeres contorsionadas y gurús del yoga acompañados por una música que les acompasa a la perfección y que, por supuesto, nunca vas a encontrar dentro. Según esos “tutoriales de la fiesta”, a este evento sólo va gente guapa que se pinta la cara con colores flúor (¡que se mueran los feos!). Bueno, y hippies, claro. Hippies con un fondo de armario que ni Camps con los trajes del caso Gürtel, pero hippies. Hippies que pagan una entrada que cuesta lo mismo que el alquiler de mi casa y que se revientan el hígado a base de cañas a cinco dólares, pero hippies (que digo yo que esa cerveza no debe dar ni resaca, es más, debe regenerar los tejidos). Era abrir un ojo en mi colchoneta tirada en la playa, mirar a un lado, mirar al otro y todo era gente haciendo pseudosaludos al sol con muchas ganas ya de buena mañana. Esa clase de ambiente…
En la autocaravana convivíamos seis españoles y dos argentinos. Para más inri, de los españoles, dos eran catalanes y otras dos valencianas (una, yo misma). Sólo con eso ya teníamos el principio de un chiste. Si algo nos unía, además del buen royo y la obviedad, era nuestro afán por lo gratis y, como era de esperar, ninguno teníamos pensado pagar ese dineral por entrar al festival. Otro vínculo común era la falta de organización y, aunque intentamos sincronizar relojes para comenzar la expedición, todo quedó en un amago que dio paso a la total espontaneidad del destino.
Allí estaba yo, descalza (éramos hippies), de noche y sin linterna, frente a un camino formado por palmas, piedras, hojas y tierra y rodeada de árboles, plantas y animales que prefería no ver, con cara de “venga guapa, a ver cómo te lo montas”. Después de un par de horas examinando el terreno, de cruzarme con un montón de gente amante de lo gratis y tratando de buscar “el hueco”, me encontré con parte de mis compañeros de hazaña. Sin querer volvimos a separarnos; dos de ellos desaparecieron. Eso empezaba a parecer The Blair Bitch Project.
El resto decidimos ir a la puerta principal y et voilà, allí estaba, un agujero en la tierra que permitía el acceso al camping. Con el disimulo del espía y la rapidez del cleptómano, fuimos entrando uno a uno y, como era de esperar, volvimos a despistarnos. Yo entré la última, debía tener cuidado, no podía mostrar ni un ápice de entusiasmo. No tenía pulsera, iba sola, parecía sobria y no llevaba nada pintado en mi cuerpo, resultaba más que sospechosa. Con una sonrisa de oreja a oreja comencé a observar mientras caminaba. Efectivamente, no era el cúmulo de despropósitos que prometía el vídeo. La gente no era tan guapa. La música no inyectaba ningún tipo de energía. Se veían dos chicas allí a lo lejos, retorciéndose encima de un escenario y un montón de gringos disfrazados que parecían salidos de un western.
Dejándome llevar por mi instinto valenciano, acabé en el escenario de música electrónica, donde me encontré con los inicialmente perdidos. Ese fue el momento en el que sentí realmente la victoria. Tras los abrazos de emoción por conseguir reunirnos, decidimos peinar el festival. Buscamos al resto, nos encontramos con parte. Subimos a todas las estructuras hechas con bambú con las que nos encontrábamos. Tratamos de tomar algo sin arruinarnos. Después de unas horas intentando encontrar algún dj que nos pellizcara los pies, sin conseguirlo, nos sentamos a ver la actuación de una compañía de teatro experimental. Faltaba algo en nuestro interior para acabar de entenderlo.
–¿Nos vamos?
–Vámonos.
Como en España, ni las tapas, ni la fiesta.