[Atención, contiene spoilers]
Buenas o malas, las cosas tienen un principio. Todos estamos aquí gracias a que en un momento “algo” nos arrojó como personajes de una novela a las páginas de un libro que sigue escribiéndose. “¡Bum!”. Y llegamos. “¡Bum!” –se repite el inicio una y otra vez en las millones de historias de la vida después de aquel estallido original. Es irremediable y no se puede luchar contra eso. Nada existe si no empieza.
En el inicio de las cosas se enciende el motor del deseo. Si no hay deseo, tampoco voluntad y mucho menos acciones que dirijan nuestros pasos en una dirección. Pero como la vida es injusta nada asegura que el viaje se complete. La maquinaria puede fallar, las ruedas desinflarse, otro automóvil cerrarnos el paso o estrellarse contra nosotros desapareciendo del horizonte el lugar a dónde queríamos llegar. Por eso lo primigenio tiene su encanto. Nada más emocionante que el acto de emprender, quedarse ahí, con el motor encendido, recién levantado por la mañana, después de un abundante desayuno, pensando en todo lo que hay por hacer, el reconocimiento que obtendremos por el esfuerzo realizado y la manera en que llegará el día de disfrutar los ansiados logros. ¿Pero qué pasaría si en las historias no existiera nada después del principio? Enamorarse y nunca consumar el amor. Querer ser escritor y no pasar de la página en blanco. Empezar este texto y terminarlo con estas palabras. Frustración, mi querido Watson –respondería un Sherlock contemporáneo. Sin evolución –por mínima que sea– no hay historia. Y sin historia nos ahogaríamos con el humo del motor de un deseo que perdió la gasolina dejándonos tirados en la puerta de nuestra casa.
La historia de una película juega con la vida dándole una estructura. Principio (encendemos el motor), desarrollo (recorremos el camino con más o menos baches) y fin (llegamos a un punto algunas veces inesperado). El inicio de una película sabe que tiene por regla plantear el mapa del recorrido. Se cuenta lo necesario para que el espectador intuya por qué caminos va a andar y quiénes serán los personajes que le van a sacar la risa, el dolor o las lágrimas. Somos muy esenciales y el cine lo sabe.
En Whiplash (2014), segundo largometraje del norteamericano Damien Chazelle, el inicio no es nada más la obertura que nos deja claro el mapa sino también una premonición del final que contiene la esencia del viaje. Sobre negros, suenan los latidos de unos tambores. La primera imagen muestra un largo pasillo en el que al fondo, bajo la luz tímida de un salón de ensayos, Andrew (Milles Teller) toca la batería. La cámara se acerca introduciéndonos en la búsqueda de perfección interpretativa del estudiante. El sonido de una puerta lo interrumpe: calvo, con mirada inquisitiva, Fletcher (J.K. Simmons), director de la orquesta de jazz de la escuela en la que todos ansían tocar, evalúa la técnica del músico, le da algunas indicaciones, lo corrige y finalmente se da la vuelta insatisfecho. La secuencia resume lo que será el filme: la lucha entre un ambicioso estudiante de música y el riguroso maestro que con una exigencia desproporcionada parece oponérsele. Entre la obertura y el gran finale, la cuerda se tensa y relaja entre dos personajes que entienden que la obsesión es la única manera de revivir en el camposanto de los que se quedan con el motor encendido, esperando arrancar algún día su sueño de ser alguien. La película no es más que variaciones de esa cuerda entre dos aparentemente opuestos, hasta llegar a un punto culminante de tensión en el que se disuelve la separación creada entre protagonista y antagonista. Nada es lo que parece. La vida es más compleja. El guión le da la vuelta a los estereotipos de malo contra bueno uniéndolos en una búsqueda común: ir más allá de los límites. En la secuencia final, Andrew toca la batería mientras Fletcher lo mira inquisitivo. Esta vez, el maestro no se gira dejándolo solo. Una leve sonrisa asoma en su rostro por fin satisfecho.
La obsesión no sólo es el tema de la película, sino también su origen. El filme, que compite por el premio a Mejor Película y Mejor Guión, entre otras nominaciones que la Academia de Estados Unidos le ha dado este año, se habría quedado como papel de reciclaje junto a otros guiones del Black List, ese listado anual de los mejores guiones no producidos del que formaba parte. Una obsesión todavía mayor lo lleva a convertir su guión en un cortometraje de 18 minutos que estrena en el Festival de Cine de Sundance en 2013, con el cual finalmente logra conseguir el financiamiento de su película. Principio y fin se unen. Es irremediable y no se puede luchar contra eso. Nada existe si no empieza.