A la hora en que brota el sol en Madrid, en la calle Atocha empieza a formarse una cola a las puertas de la Parroquia de Santa Cruz. La gente que la engrosa es más bien mayor, como si los jóvenes hubieran intuido que esto de rezar, poner velitas y persignarse es un camelo que no aporta «me gustas». Una gimnasia poco rentable. La iglesia siempre ha sido el spa del alma. Y los santos, vírgenes y eccehomo sus más expertos masajistas. Otra cosa son los resultados de los servicios prestados. La religión es una manera de estar a solas y cerca de Dios. Pero aquí no se ha venido ni a una cosa ni a otra, sino a pedir a San Apóstol Judas Tadeo, abogado de los casos difíciles y desesperados.
Aunque el santo sólo acepta visitas los miércoles, por aquí pueden pasar  cientos de fieles al día. Que nadie confunda a este Judas con aquel que aquel besó en la mejilla a Jesús de Nazaret y quedó condenado por ello de por vida. Ese es el traidor, Iscariote. Al que vienen a visitar los devotos es a Tadeo, el generoso. Primo del Hijo de Dios por parte de padre y madre. Un agricultor que siguió al de Nazaret y su predicamento hasta que se dio de bruces con la santificación.
Después de echar varios vistazos, a las 12 del mediodía, me coloco al final de la fila. La señora de delante reza a media voz las oraciones prescritas en una estampita, con ese ansia en los ojos que se les dibuja a los desesperados. Aquí las primeras brisas de la sierra han abandonado la mañana. Sube del suelo un fuerte olor a asfalto. En el ambiente retozan los elementos básicos de la polución. Detrás tengo a una mujer de mediana edad que hace un alto en el camino porque la espalda no le permite estar mucho tiempo de pie. Se sienta en el borde saliente del escaparate de una tienda de telas sin perder de vista su sitio. Se llama María y es devota de San Apóstol Judas Tadeo, me dice cuando se vuelve a incorporar a la fila. «Llevo años viniendo», puntualiza mientras saca una estampita del bolso. No puedo evitar imaginarla envejeciendo al son de esta procesión de ménades durante los años que le quedan de vida.
Con una mesa de playa llena de souvenirs religiosos, la vendedora ambulante hace equipo junto a un pedigüeño que pide con desgana unas monedas. Tiene competencia. En la puerta de la parroquia, más vendedores de estampitas, rosarios y cristos de todos los colores y formas. Una feria de podredumbres, tullidos y miserias se arremolinan en el arco mudéjar de la entrada. Si miras hacia arriba, la vista se pierde en una torre de 60 metros que tiene algo de minarete. Los pájaros la sobrevuelan, coletean como antorchas locas en el cielo. Es fácil dejarse llevar y pensar que son retazos descosidos de la fe de estas personas. El calor de la calle contrasta con el frescor eclesial.
Adentro hay un bullicio de mercado en sordina. Tanto los que entran como los que salen se arremolinan en torno a una especie de peonza que dispensa agua bendita. El sistema por el cual sale el líquido ha dejado de funcionar. María, que sigue detras de mí, pone orden y regaña a los que tocan el émbolo por el que gotea esa agua de  tubería convertida en maná. «No hay que tocarlo, sólo poner los dedos debajo», explica irritada mientras humedece el dedo índice y anular y se persigna. A la derecha está San Judas Tadeo, junto a otras dos imágenes más, me explica María. Aunque el nuestro está al fondo a la izquierda, junto al altar. El gótico reviste los altares laterales, el púlpito y los confesionarios. A través de las vidrieras corre una luz intensa y colorida. Se confunden en el amplio espacio un perfume a incienso, trigo y adelfas. Nada de eso importa al Cristo que preside el altar. Su imagen sigue siendo la de un hombre sufriente y demacrado. En su pecho brilla el tinto de las centenarias geografías de la sangre.
El runrún afilado de los abanicos hace de banda sonora. Se renueva a cada instante, es un aleteo de mariposas, fresco y libidinoso, la oquedad última entre tanta trascendencia. Se puede leer en un papel impreso pegado en una columna: «Disfruta del silencio». Y eso es lo que hay aquí: un concierto de silencio envuelto en voces mudas rezando por el porvenir. En esta breve peregrinación hay paradas a las que algunos creyentes sucumben. Son las capillas laterales que se erigen como celdas. Dentro de una de ellas, hay una mujer tocando con una mano el manto y los pies de la imagen, mientras con la otra echa monedas por una ranura. Después de ésta llega otra mujer y repite la salmodia. Es un reguero de manos y monedas que no tiene fin. Negociar con las incertidumbre que se siembran en el alma es una negocio que no se agota.
María se sienta en un banco para relajar la espalda. Hace un gesto con el dedo, como si alguien estuviera atento a ella. Nadie entorna los ojos, la mayoría están absortos o preocupados por resolver la ecuación incierta de la fe. Quien se aferra a la verja de una de las capillas cerradas es una anciana. Dentro está la imagen de un santo al que no distingo. Son tantos…, casi como un equipo de fútbol. La mujer tiene la actitud de una hincha de esas que se ven en televisión aferradas a la red metálica. Nuestra Señora de las Nieves, la Virgen de la Cinta, Nuestra Señora del Rocío, Nuestra Señora del Tránsito, la Virgen del Pilar, Santa Lucía, San Juan Bautista, el Señor de las Penas, Jesús del Gran Poder o San Judas Tadeo son algunas de las imágenes que forman parte de este equipo intergaláctico. Hay devotos que simpatizan con unos más que con otros. En cualquier caso, todos son divinos.
Cada vez estoy más cerca del santo. Ceci n’est pas une San Judas Tadeo, me dice una voz que me retumba desde muy adentro. Una señora le explica a otra que los últimos miércoles de cada mes hay más afluencia. A mi izquierda más santos, más vírgenes, más retablos. La veneración a las imágenes me recuerda a la inagotable pulsión capitalista. Todo es oro y artificio. San Judas Tadeo es un meñique protegido por una cristalera. Cinco o seis segundos son suficientes para pedirle el imposible, apreciar de cerca su misterio, tocar su pie a través de un agujero en el cristal y dejar caer unas monedas por la ranura. Antes de que llegue mi turno le cedo a María mi sitio y le digo que esto no es para mí. Su boca se retuerce igual que el personaje de un cuadro de Francis Bacon. Salgo por la planta central y miro atrás. La Parroquia de Santa Cruz es un buen lugar para hacer un alto en el camino y refrescarte. Afuera me esperan 40 grados. Otros santos, otros dioses. Otros altares.

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