Soy un políglota. Hablo español, mexicano, venezolano, guatemalteco y uruguayo. Si os parece una soberana estupidez lo que estoy diciendo, tranquilos, no es que seáis raros, al contrario, tenéis sentido común, el denominado tan acertadamente “el menos común de los sentidos”.
Llevo una temporada en Catalunya viviendo y estoy empezando a chapurrear el LAPAO, que viene a ser en cristiano “Lengua Aragonesa Propia del Aragón Oriental”. Lo más gracioso es que a la vez estoy aprendiendo valenciano, ibicenco, mallorquín, menorquín, tarraconense, gerundense y ampurdanés si me apuras.
Yo que vengo de Zaragoza, donde se habla un castellano neutro pero tosco, lo de comenzar a hablar catalán lo veía como un desafío. Cierto es que el mes y medio que llevo aquí he hablado más francés e inglés que catalán debido a la gran afluencia turística que arriba a la Costa Brava. Aprendo de oído, como aquellos que partían en los años 60 a Francia, Alemania o Gran Bretaña, con una mano delante y otra detrás. Los cuadernillos de ejercicios, diccionarios de Oxford “versión bolsillo” o los CD-DVDs explicativos, toda una utopía. Nada de gramática de momento. No hay tiempo, ni ganas en pleno verano (por qué no admitirlo…) de hincar codos y conjugar los verbos como es menester.
Tengo algún amigo que antes de dejar el árido Valle del Ebro para trabajar unos meses en la hermosa provincia de Girona me avisaba: “Ten cuidado con los catalanes que son muy suyos y te van a intentan catalanizar y comer la cabeza para convencerte de que su lucha por la independencia no sólo es legítima sino que además es justa”. A día de hoy, sigo sin haber tenido ningún problema al respecto por no saber apenas hablar catalán, incluso me he ganado alguna simpatía extra con mi manera de pronunciar pueblos catalanes que terminan en doble “L” o en “NY”. La excusa de llevar poco tiempo en Cataluña y de que mi lengua materna sea el castellano, prostituido y llamado español hasta ya no poder mover de mi cabeza ese término, me sigue funcionando a la perfección. No nos engañemos, el español es el idioma fonéticamente hablando más fácil de aprender. De ahí, además de multitud de razones de sobras conocidas, viene nuestra ineptitud crónica para pronunciar correctamente cuando hablamos lenguas extranjeras.
Me pasa una cosa muy curiosa. Multitud de veces desde que llegué se repite la secuencia en la que un cliente que llega a mi trabajo me habla en catalán. Tras entender perfectamente lo que me dice (salvo casos puntuales del típico abuelo gironí con acento “molt tancat”) le respondo en castellano. Podría intentarlo pero me da vergüenza hablar en “modo indio” a base de infinitivos.
El diálogo sigue desarrollándose hablando cada uno en su lengua materna. Uno en la de Cervantes o Machado, el otro en la de Tarradellas y Companys. No obstante, llega un momento en el que corto al cliente con un “perdone que le hable en castellano porque el catalán lo entiendo sin problema pero no sé hablarlo bien”. Después de esta frase, se crea una nueva empatía con el interlocutor en el que, con esa simple disculpa te lo has llevado a tu terreno. Dicen que los aragoneses tenemos tendencia a exagerar, pero os puedo asegurar que llegados a ese punto, el 95% de los clientes agradecen tus palabras y cambian sin rechistar al castellano para que tú te sientas más cómodo. A diferencia de lo que algunos piensan en Cataluña no te marginan ni te queman en la hoguera de Sant Joan por no saber catalán.
Quiero detenerme en dos palabras que acabo de mencionar: empatía y disculpa. De las dos, desgraciadamente, vamos muy justos en España. La falta de empatía es una constante siendo –en mi modesta opinión– la causa principal que ha llevado al abismo las relaciones –siempre especiales– de Catalunya con el Gobierno de España.
Por un lado, aquellos catalanes cerrados que se han quedado anclados en el franquismo y que enarbolando la estelada como si palestinos en la Franja de Gaza se tratasen, claman en pro de la libertad del pueblo oprimido de Catalunya. Yo llevo aquí ya unas semanas y o no me entero de nada, o no lo entiendo, pues sigo sin ver controles militares o persecuciones de catalanes independentistas a manos del ejército por criticar a la monarquía o hablar catalán. Esa etapa, afortunadamente, ya paso hace 40 años y nunca se ha hablado más catalán ni se ha defendido tanto la cultura catalana como en la actualidad en un clima de total armonía y libertad.
En el otro extremo, aquellos “acérrimos patriotas españoles” para los cuales España sigue siendo aquel país en el que únicamente se debe hablar castellano, obviando la realidad de Estado –plurinacional– español e intentando dejar a las lenguas periféricas como un elemento folclórico, prohibiendo taxativamente en instituciones públicas.
Si entendemos nación como “aquel territorio que tiene unas características e identidad propias”, España es un conjunto de naciones. Ningún otro estado en Europa tiene ese amor e identidad a los colores de su región como nosotros. El Reino Unido es la excepción y el ejemplo de Escocia nos tendría que recordar que organizar un referéndum de autodeterminación no es un acto satánico ni un anacronismo medieval. En Francia nadie se siente de Midi-Pirynees o Picardie, únicamente del pueblo o ciudad en la que viven o han nacido y posteriormente franceses. Conciben la identificación con sus raíces desde el punto de vista de un estado centralista, en el que el nivel administrativo regional no fomenta ese sentimiento de pertenencia que sí se da en Catalunya.
Vamos con el concepto de disculpa. ¡Cómo nos cuesta pedir disculpas y cuantas malas caras, tensiones o procesos de independencia en stand by podríamos haber evitado con un “perdón”! De un lado se tendría que escuchar el perdón por no hablar catalán porque estoy en Catalunya y no conozco tu primera lengua, la lengua materna de los catalanes desde hace siglos, pese a que muchas voces quieran argumentar lo contrario. Y de la otra, perdón por decir que España “ens roba” cuando no es cierto, puesto que el peso relativo de la aportación catalana a las arcas estatales es ligeramente superior al dinero que recibe, siendo las Islas Baleares, según estadísticas de Hacienda, la que peor parada sale en esta comparativa.
Pero sí, yo también empiezo a hablar LAPAO poco a poco. Y hablar LAPAO es tener más cultura, es aprender a entender mejor a un pueblo y a limar asperezas y prejuicios antes generados que solo la convivencia, la empatía y la apertura de miras te permiten derribar. Porque al final todo es cuestión de actitud. Ganas de aprender e integrarte. Porque ni todos los andaluces son vagos, ni todos los catalanes cuelgan esteladas en sus ventanas. Y aun colgándolas, no odian a España, porque el que no tiene familia en Almendralejo, la tiene en Andújar o en Puertollano.
Está claro que de mi balcón nunca colgará una estelada, como mucho una señera, que también es la bandera de mi región, pero hay dos formas de acercar posturas cuando dos buques parecen destinados a colisionar: la negación de una realidad identitaria propia e imposición de una idea única o la integración, la empatía y la concordia. Yo me quedo con la segunda.
Bon dia a tothom.