“Han cogido a mi hermano”. Aunque no me sorprende, el mensaje de What’sApp me sobrecoge. Es mi amigo sirio, Mustafá, que me escribe desde Irbid, al norte de Jordania, donde reside en condición de refugiado desde hace casi un año. A medio centenar de kilómetros de su improvisado y austero hogar, su madre y sus hermanas viven angustiadas en el búnker bajo su casa en Dara’a, al sur de Siria, desde que estalló la guerra. Los tanques, francotiradores y edificios derruidos por las bombas forman ya parte del paisaje urbano de la famosa localidad donde en marzo de 2011 empezó todo. Le avasallo a preguntas: cómo lo sabes, qué sabéis de él, cuánto tiempo lleva preso, dónde está, cómo está tu familia, qué está pasando en Dara’a.

Paciente y educado como siempre, Mustafá me responde, una a una, a todas las cuestiones. Su hermano Ahmad fue sorprendido por un soldado del Ejército de Bashar Al-Asad cuando salía de la universidad, en Damasco. Ayer, después de un mes sin noticias de él, un vecino de Dara’a que fue detenido en la capital junto a Ahmad y liberado hace dos días puso en alerta a la familia de Mustafá. Aunque su hermano no ha corrido la misma suerte y sigue preso, intuyo a través de la pantalla que mi amigo está animado. Lógico, por otro lado: siempre es mejor saber que alguien a quien quieres está preso que no saber absolutamente nada de él. En su casa ya se temían lo peor. “Mi madre y mis hermanas están bien, gracias a Dios”, teclea en un inglés macarrónico pero perfectamente comprensible, “a pesar de que hoy han muerto más de 80 personas en Dara’a”.

La entereza de Mustafá frente a la adversidad me llamó siempre la atención. La dignidad con que explica su historia, la de su familia, los episodios que le ha tocado presenciar durante los últimos años, la pérdida de amigos y familiares a manos de francotiradores del Gobierno. Un chico normal al que, como a tantos otros millones de personas, un presidente que se está ganando a pulso un puesto privilegiado en el podio de los mayores genocidas del siglo XXI le ha destrozado la vida. De hace más de tres años a esta parte, Al-Asad ha convertido su país en un amasijo de ruinas y la vida de sus habitantes en un auténtico infierno. La cifra de muertos se acerca ya a los 200.000.

Poco antes de huir a Jordania, Mustafá, que tiene 26 años, fue arrestado por soldados del régimen y encerrado en una habitación oscura junto a una treintena de personas. Perdió la noción del tiempo y no puede decir con exactitud cuánto tiempo estuvo retenido. Calcula que fueron cerca de dos meses, aunque le parecieron quince. En aquella estancia recibió un trato infame. “Permanecí arrodillado, con la barbilla en el suelo y las manos a la espalda durante mucho tiempo”, recuerda. El motivo del arresto, ser natural de Dara’a, bastión del Ejército de Liberación Sirio. Un año más tarde, la historia se repite con su hermano. Solo queda esperar que, igual que Mustafá, Ahmad sea pronto liberado.

Mi amigo nunca tuvo reparo en contestar a mis preguntas acerca de su cautiverio. Habla de los palos que recibió con una naturalidad asombrosa. “Cuando matan a un compañero de clase te hundes”, dice, “pero cuando has perdido a siete amigos todo se relativiza”. Mustafá se ha acostumbrado a hablar de la muerte de sus semejantes y no parece que le cueste esfuerzo asimilarla. Muchos de sus amigos y familiares luchan en Dara’a contra el régimen de Al-Asad y, claro, la pérdida de un conocido ya no le pilla por sorpresaEs casi una rutina. Solía enseñarme los SMS, todavía recientes, de sus amigos fallecidos. No escatima en detalles, quiere que el mundo sepa lo que está pasando en Siria: que cada minuto, una familia huye de su hogar; que más de cinco millones de niños están desplazados dentro del país; que 145.000 familias refugiadas en Egipto, Jordania, Líbano e Irak están encabezadas por mujeres viudas que luchan, solas y sin apenas recursos económicos, por salir adelante con sus hijos; o que el Ejército arrestó –secuestró– a su hermano hace un mes y que no sabe si lo volverá a ver. Ante la vergonzosa pasividad de occidente, lo menos que puedo hacer es darles voz a él, a su familia, a sus amigos y vecinos, y a los casi tres millones de refugiados que han abandonado el país desde mediados de 2011.

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