Sabía que sería un día normal nada más levantarme: la gente sacaba a pasear a su perro, la frutería abría sus puertas, los municipales se divertían poniendo multas y mis vecinas charlaban sobre mundicias. Era uno de esos días anodinos en los que la levedad del tedio se hacía notar por encima de todas las cosas.
Me bebí el café amargo de un trago, me anudé la corbata como cada mañana y mientras abría la puerta de mi jardín, saludaba a la criada. En la entrada principal de mi casa, el chofer me abría la puerta del coche que me esperaba desde hacía un rato. Ya entrados en la urbe, mientras íbamos camino al despacho, se oían pitos y gritos. No me agité cuando la clara de algún huevo roto comenzó a resbalar por la luna de atrás, pero me acordé de cuando un día fui joven. Hoy peino canas, una por cada pecado dice la ingrata de mi exmujer. La radio del automóvil repasaba las noticias del día: el desahucio de una familia; el indulto del Gobierno a un banquero por evasión fiscal; la muerte de una chica por un aborto clandestino… y lo de siempre y poco más. Ordené al conductor que cambiase de dial o lo apagase.
Pasando por la Gran Vía miro a lo alto de los edificios, ya que abajo lucen poco los cines y teatros abandonados. La Policía persigue a un inmigrante por vender bufandas en una manta, pero tropieza y se abre la cabeza. “Otro que saturará Urgencias, pienso. Ya falta poco para llegar a la oficina, menos mal que no uso el Metro, últimamente está imposible. Mi conductor, tan charlatán como siempre, me comenta con pesadumbre que a su hijo, al parecer premio europeo en Investigación, no le han concedido la beca universitaria, así que se buscará la vida para ahorrar y probar suerte fuera. Parados en un semáforo, una monja hace aspavientos a las personas que esperan entrar en un comedor social para decirles a voces que el turno de mañana está completo. Algunos ya están rebuscando en los contenedores de basura apostados a los lados. “Qué asco». Hay colas en las casas de empeños, sobre todo de gente mayor vendiendo joyas y ajuares, y también colas zigzagueantes en la oficina de empleo. Noto una punzada agria en el estómago, “¡qué mierda de café, joder!”.
Por fin llegamos al Ayuntamiento y, tan puntual como siempre, mi secretaria me entrega un dossier con las noticias del día.“La economía ya ve brotes verdes”, “la balanza de exportaciones con superávit”, “estamos al final del túnel”, “España, más competitiva: se reducen costes laborales”, “la prima de riesgo a niveles mínimos“, “mejoran las inversiones extranjeras en España”, “éxito del rescate bancario”, “el Ibex35 supera los 10.000 puntos”. Excelentes noticias, por fin salimos de la crisis, salimos del atolladero. Me froto inconscientemente las manos. Apoyo los pies en mi mesa de madera noble en una actitud complaciente conmigo mismo y, echando una mirada aburrida de reojo al cuadro del Rey, realizo una llamada pendiente.
–Carlos, nada, sólo confirmarte que no tendrás ningún problema, ya tienes las autorizaciones y, de lo mío… pues ya sabes, como siempre.
Colgué y bostecé. Sí, estaba claro, era un día normal como cualquier otro.