Fotografías: Ismael Llopis (Momo-Mag)
Consumidor compulsivo como soy de películas raras y grabaciones domésticas de los años 70, buceando por YouTube me encontré con el documental Numax presenta (1979) de Joaquim Jordà (ver a partir del minuto 63), en la que los obreros de la empresa Numax explican su experiencia autogestionaria, su desafío anticapitalista y su fracaso final. Al margen de levantar acta notarial de la defunción de las utopías libertarias en pos del bovino consenso de la Transición, hay un momento de este perturbador documental que me llamó especialmente la atención: tres trabajadoras de Numax, ataviadas con la característica bata gris de trabajo, explican la experiencia autogestionaria desde el tejado de la fábrica. Y justo detrás suyo podemos ver, clarísimamente, la inconfundible silueta de las torres de la Sagrada Familia de Gaudí.
¿Una fábrica de ventiladores a dos manzanas de la Sagrada Familia? ¿Una fábrica en la cuadrícula del Eixample, al lado del foco turístico de la Sagrada Familia? Pues sí. La fábrica de Numax estaba en la calle Llepant, entre Roselló y Còrsega, y su solar lo ocupa en la actualidad un funcional y feo bloque de pisos, igual de funcional y feo que el resto de pisos de esta zona, construidos casi todos durante los años 70 y principios de los 80. Y este episodio me ha provocado lejanos recuerdos de la infancia, cuando yo vivía en la zona de Camp de l’Arpa, cerca de la Sagrada Família, y cuando las fábricas todavía eran una presencia habitual en el centro de la ciudad. En esa época, en la zona del Eixample que se extiende a la derecha del Passeig de Sant Joan todavía había fábricas y talleres, y el barrio del Fort Pienc y la calle Consell de Cent entre Marina y la Plaça de les Glòries era prácticamente una zona industrial. Hasta los años 70, Barcelona fue una ciudad-fábrica. Había distritos netamente industriales, como el Poblenou. Polígonos nuevos, como los que se extendían por el Besós. Enormes fábricas que persistían en Sant Andreu y Sants. Polígonos desarrollistas en la Zona Franca. Y pequeños talleres que salpicaban toda la ciudad y ocupaban parte del ensanche cuadriculado. En Barcelona se fabricaban coches, electrodomésticos, ropa, paraguas, tapones, cortinas, componentes eléctricos, tenedores, botones, perfumes, libros, bolígrafos, juguetes, salchichas de frankfurt… ¡Todo!
Estoy hablando de la Barcelona de los años 70, claro. Una ciudad que era fea como el demonio, tal y como la veo en mis recuerdos de infancia y como constato en las fotografías de la época. Un lugar que se parecía a Manchester pero con algo más de sol y menos lluvia, aunque mantenía un centro histórico relativamente bien conservado, un tesoro que se estaba empezando a redescubrir un tesoro llamado Modernismo catalán y una mitología rebelde y bohemia construida por los intelectuales franceses durante los años de la República y la Guerra Civil.
Pues bien… en 1974 se desencadena la crisis del petróleo, la gran crisis del textil y empieza una crisis económica que, con altibajos, se prolongará durante una década y arrasará con gran parte del tejido industrial español y catalán. Una crisis de la que España escapará gracias a la lluvia de dinero de los Fondos de Cohesión Europea que alimentarán un monstruoso lobby constructor y de infraestructuras que pondrá una autopista en cada capital de comarca, y un aeropuerto y un AVE en cada capital de provincia.
Barcelona se ha tenido que conformar con las migajas de esta lluvia de dinero –lo que tiene cosas malas, como una red de metro a años luz de la de Madrid; aunque también cosas buenas para sus políticos, ya que les da material de sobra para practicar un argumentado populismo victimista– y no ha tenido más remedio que reinventarse. La antigua ciudad-fábrica, el Manchester del Mediterráneo, ha renacido convertida en una ciudad-escenario para el turismo. Si en el siglo XIX el maná fue el vapor y el textil, ahora la reconversión ha sido total para volcarse en el monocultivo turístico. Y hay que reconocer que la apuesta ha sido un éxito.
Barcelona no es Sheffield o Newcastle, o cualquier otra exciudad industrial cubierta de óxido y nostalgia, sino que luce reluciente convertida en el destino preferido de Erasmus, jóvenes con ganas de jarana, parejas que buscan reverdecer su pasión bajo la luz del Mare Nostrum, hombres de negocios que después de largas jornadas de trabajo en un congreso buscan también relajarse con unas putas y estar en una ciudad acogedora; dosis justas de exotismo del Sur pero con la higiene y la civilidad del Norte, suficientes monumentos para hacer unas fotos chulas durante la horita y media que te has bajado del crucero y todas las tiendas a tu disposición para gastarte el dinero como te dé la gana. Mar, sol, cachondeo, un barrio gótico, Gaudí, el Barça, terracitas… realmente, Barcelona tiene todo lo que un turista pueda desear.
Un modelo de ciudad que en 2014 ha sido cuestionado en su totalidad por amplios colectivos ciudadanos y que centrará el debate en las elecciones municipales de 2015. Las voces son clamorosas: el turismo aniquila el sabor de una ciudad y la convierte en un plató, en un parque temático; las tiendas centenarias del centro han sido sustituidas por franquicias para consumo del turista; se han arrasado distritos enteros y se ha expulsado a los vecinos de los barrios históricos para ‘gentrificarlos’ y maquillarlos para que tengan un aspecto ‘vendible’; se han privatizado espacios públicos para convertirlos en lugares para consumo de los turistas, eliminando la molesta presencia de los aborígenes; se ha marginado toda alternativa económica que separe del monocultivo turístico y, lo más significativo de todo, este proceso se ha pilotado desde la sombra por consorcios empresariales opacos, articulados en lobbies que depositan su dinero en paraísos fiscales y que han dictado su programa a los políticos municipales, convertidos en poco más que patéticas marionetas. Échenle un vistazo a este dossier que elaboró las CUP-Barcelona sobre quien mueve los hilos del lobby Barcelona Global y lo entenderán todo.
Las críticas a este modelo se iniciaron a principios de los 90, cuando se arrasó toda la zona industrial del Poblenou –el corazón del Manchester del Mediterráneo, el enorme distrito industrial histórico– para construir un impersonal y feo barrio residencial. No obstante, la operación tuvo muchos defensores: se rehabilitó la fachada marítima, se recuperó la ciudad al mar, los barceloneses pudieron ir a la playa en metro… Sí, había argumentos para defender ese maquillaje extremo.
Posteriormente se pasó por la piqueta el legendario Barrio Chino, el escenario de las novelas de Jean Genet, de la Vida privada de Josep Maria de Sagarra; cuna de tenebrosas y apócrifas leyendas. Diez manzanas enteras se vieron reducidas a polvo. Se abrió la Rambla del Raval. Se liquidaron bloques de viviendas humildes en el Raval, en Santa Caterina, en el Born… y se sustituyeron por antipáticos pisos de fachada gris. “Bueno –nos dijeron– es que el Chino era irrecuperable, un foco de marginación, un grano de purulento de suciedad, no había más remedio que cortar por lo sano”. Y la ciudadanía acató. Como todo el mundo sabe, llorar por las piedras viejas es una debilidad sentimental.
La cirugía urbanística se ha extendido y, a día de hoy, los barceloneses tienen un problema: ya no reconocen a su propia ciudad. Y cuando se acercan al centro –ya saben, para pasear, hacer unas compras, ir al teatro– tienen otro problema: se sienten extranjeros en su propia casa. De hecho, están cansados de escuchar que Barcelona “es la polla”, “la perla del Mediterráneo”, “la capitale europea del divertimento”, el destino favorito de los estudiantes de Erasmus, la ciudad más buscada en Google, la que acumula más estrelas y elogios en Tripadvisor. Así engorda el ego de la urbe mientras ellos, sus habitantes, tienen la sensación de que su ciudad es cada vez más un lugar invivible, que su barrio da asco y que su calidad de vida ha caído en picado. Que Barcelona, en definitiva, se ha convertido en un lugar hostil.
La pregunta es, ¿había alguna otra alternativa posible? Bueno, sí, está Bilbao, y no por el efecto Guggenheim, sino por la inversión en industrias de I+D con las que el Gobierno Vasco capitalizó las ayudas europeas tras el cierre de los altos hornos. Pero echemos un vistazo a las apuestas de Valencia: grandes eventos como la Fórmula 1, la Copa del América y escenarios megalómanos diseñados por Calatrava. Tierra arrasada, en definitiva.
¿Y Madrid? Madrid come aparte. En un país como España donde rige el ‘capitalismo de BOE’, la cercanía al poder es indispensable para poder medrar en el mundo de los negocios. Mientras que en los países anglosajones triunfan las empresas innovadoras o las que ofrecen buenos productos a bajos precios, en España lo esencial es poder tener contactos fluidos con la Administración, y para ello es indispensable estar en los reservados del Bernabéu –equivalente a lo que antiguamente eran las cacerías con Franco–, compartir eventos en La Moraleja y asomarse a los saraos que organiza la FAES en El Escorial. En Madrid está el Poder y a Madrid va el Dinero. Entren a la ciudad por la Avenida de América y verán los rascacielos de todas las empresas del IBEX. Rodeen la urbe por el norte con la M-40 y verán la monstruosidad que está construyendo Telefónica, una empresa que se beneficia de un monopolio encubierto y que se hace de oro ofreciendo la peor banda ancha de Europa a precios prohibitivos. Y ahora, piensen: ¿Cuáles son los rascacielos de Barcelona? ¿En qué consiste el skyline que ha construido la capital catalana durante la última década? Sí, todos son hoteles.
El turismo, creador de la ‘imagen de marca’ de la ciudad
Llegados a este punto, creo que es importante reflexionar sobre el papel del turismo en la transformación del paisaje urbano. El turismo, por así decirlo, es un gran escenógrafo que elabora el decorado que se van a encontrar los espectadores. El turismo fabrica las postales de la ciudad. Agarra de la mano al turista y le dice: debes fijarte en esto; “mira eso de más allá, qué bonito”; “este barrio no hace falta que lo pises”; “mira en cambio este paseo marítimo”; “y no te olvides de pasar por el Museo Picasso y tendrás una pátina de tipo culto”… El escenario turístico siempre es representación porque, entre otras cosas, la obra nunca puede salir mal y no se pueden dejar cabos sueltos. La improvisación va en contra del relato turístico. Incluso cuando se realiza ‘turismo feísta’, como las visitas a las favelas de Río de Janeiro, los turoperadores pactan previamente con los grupos de narcotraficantes locales para que no se moleste a los turistas y, evidentemente, el recorrido se ‘adecenta’ previamente para que los visitantes tengan su experiencia de shock pero sin necesidad de contemplar escenas escabrosas ni excesivamente horripilantes. Miseria digerible, por así decirlo.
El turismo reordena y reconstruye ciudades. Pocos barceloneses saben que su Barrio Gótico, del cual seguramente se encuentran tan orgullosos, no deja de ser una reconstrucción sin ningún tipo de rigor histórico. El Barrio Gótico es un invento creado para atraer turistas a la Exposición Universal de 1929. Para ello, algunos edificios medievales que habían sido desmantelados durante las obras de la apertura de la Vía Laietana fueron reconstruidos piedra a piedra en esa zona, se construyeron edificios nuevos con estilo neogótico y se reformaron algunas fachadas antiguas que tenían un aspecto anodino para darle una pátina más vintage y medieval. El resultado es impecable y da el pego de tal manera que los guías turísticos omiten esta información para no provocar la desolación de los visitantes.
Otro ejemplo similar es el de Cuenca, una ciudad que conserva un extraordinaria riqueza patrimonial a diferencia de otras ciudades castellanas como Albacete, Ciudad Real o Guadalajara, que hicieran tabla rasa con el pasado arrasando sus antiguas ciudades medievales. El éxito de la supervivencia del casco histórico de Cuenca se debe a turismo y al éxito de la construcción de su ‘imagen de marca’: las Casas Colgadas. Porque el turismo lo que hace es vender una ciudad y, como es obvio, para vender un producto necesitas una buena imagen de marca. Cuenca se inventó las Casas Colgadas. La ciudad tenía casas asomadas a la hoz de río Huécar –como muchas otras ciudades españolas que también tienen edificios asomados a un precipicio– y el Ayuntamiento decidió restaurar tres y, de la mano del arquitecto Francisco León, las reconstruyó sin respetar lo más mínimo su estructura ni forma original pero, eso sí, quedaron muy bonitas y pintorescas. En 1963 consiguieron que la Dirección General de Turismo declarara las casas ‘Paisaje Pintoresco’ y la maquinaria de crear souvenirs, carteles, postales y cerámicas con la forma de las Casas Colgadas se puso en marcha. Después se alojó en su interior el Museo de Arte Abstracto, convirtiéndolas definitivamente en la locomotora del despegue turístico de la ciudad.
¿Estamos asistiendo a un engaño? Quizás sí, pero en el caso de Cuenca o del Barrio Gótico de Barcelona –y como en tantísimos casos más– es una mentirijilla piadosa, una de esas mentiras que apetecen creer.
El turismo transforma las ciudades pero olvidamos que las ciudades cambian, con turismo o sin él. La Ley de Arrendamientos Urbanos ha puesto a puntilla a muchísimas tiendas centenarias que daban un encanto especial al centro de Barcelona, pero a principios de siglo XX muchas voces se alzaron contra esas tiendas modernistas que estaban aniquilando a las tiendas de ‘toda la vida’, esas decimonónicas cuevas oscuras sin escaparates en las que los aprendices dormían la siesta sobre el mismo mostrador. Es la modernidad, se decía entonces. Las encantadoras plazuelas del centro de la capital catalana se construyeron sobre los solares que dejaron los conventos que se demolieron tras la desamortización de 1835 –patrimonio destruido, en definitiva. La urbanización de las Ramblas en el siglo XVIII relegó al paseo del Born, que había sido desde el siglo XIV el centro de reunión de la gente más elegante de la ciudad. Y la urbanización del Passeig de Gràcia se llevó consigo también a toda la burguesía y a la gente elegante, convirtiendo a las Ramblas y a la Plaza Real en una abigarrada ágora del populacho, visitantes sin un duro, desorientados, freaks, buscavidas y gente peculiar, un lugar fascinante que se desvaneció lentamente hasta fenecer durante la década de los 90 del pasado siglo.
¿Es mala la ciudad-escenario que plantea el turismo? Miren, les recomiendo la lectura de un libro absolutamente delicioso: Guía secreta de Barcelona (1974) de José Luis Carandell, el retrato de una ciudad extraordinaria que ya no existe. Porque aquella Barcelona de 1974 era salvaje, auténtica, visceral, llena de gente peculiar, desgarrada, rebelde… y con el espacio público monopolizado por los coches, miserable, barraquista, con barrios insalubres y, en definitiva, fea como el demonio. A mi encantaría volver a esa ciudad, pero eso es debido a mis psicopatías y a mi basura mental. Cualquier ciudadano decente escogería la Barcelona de 2015, y es lógico y normal que sea así.
En los años 80, para sobrevivir, Barcelona apostó por el turismo. Para bien o para mal, la apuesta resultó un éxito y no parece que nada vaya a cambiar, salvo cataclismo electoral de los partidos que detentan la CT. Después de recibir 7,5 millones de turistas en 2014, el lobby Barcelona Global se ha planteado el reto de alcanzar los 10 millones de turistas anuales. Barcelona no fabrica nada, no genera nada, dejó pasar el tren de la innovación, el 22@ ha sido un fiasco… pero se ha desvelado como un escenario maravilloso. Les guste a los barceloneses o no, esto es lo que hay. Así que, sonrían, es lo mínimo que se les puede pedir a los figurantes de un parque temático.