Hemos caído complacidos en la dictadura de la inmediatez. Lo peor de todo es que desconocemos la gravedad del precio pagado por ello. Desde hace tiempo, en nuestra sociedad prima lo instantáneo sin importar si es bueno. La rapidez convierte en una imitación pobre, artificial, toda aquella realidad que toca. Como esa comida servida en lata en la que imaginas su sabor original mirando la foto pegada al dorso. Pero, ¿somos conscientes de ello o nos hemos acostumbrado a un ritmo impuesto? Corremos, corremos y corremos, pero ¿hacia dónde?, ¿dónde está la meta?, ¿qué meta?. ¿De qué sirve correr si no tenemos tiempo de cocinar, viajar, quedar más a menudo con los amigos o de leer un buen libro? Incluso a mí me cuesta sacar tiempo para escribir este ensayo. ¿Qué nos ha pasado?
Ya no tenemos ocasión de cuidar a los amigos o la familia. Lo nuevo de ayer, hoy es antiguo. Pasado, presente y futuro se confunden. La religión ya no ofrece fe ni esperanza. Los amigos que lo fueron y ya no lo son, los remplazamos fácilmente y, ni qué decir de la pareja: con un click en Internet puedes filtrar tu candidato por altura, color de ojos y de pelo, que hable francés, toque la guitarra y, ya puestos, que sepa hacer el salto del tigre en la cama. Conocer es un exceso temporal. Tiempo, tiempo, tiempo. Hoy compramos ropa de cinco lavados, pero es que al cuarto ya estará pasado de moda aunque lo que venga después sea lo que se ponía tu padre en los 60. ¿Qué sentido tiene tener hijos si los criará por ti una asistenta? ¿En serio tu mascota te hace compañía o la tienes adornando tu casa? Maldices el transporte porque los cinco minutos de espera son un drama mortal. Tus padres viven sus últimos días en una residencia aparcados como una escoba porque no puedes devolverles el tiempo que ellos te dedicaron antes. ¿Cuántas veces llamas a los amigos por su cumpleaños?, ¿cuántos malentendidos has tenido por Whatsapp o las redes sociales por no tomar un café y hablar las cosas a la antigua?, ¿cuándo fue la última vez que paseaste? Puedes comprar online mandarinas sin si quiera tocarlas. Y las plantas, de plástico, claro, no sea que las de verdad haya que regarlas. Todo es postureo y de cartón piedra. Tanto como la foto retocada del plato de sushi que subes a Instangram sin importar si te gusta, lo importante es que lo te la comente gente desconocida. En serio, no nos meamos encima de milagro.
El problema de esta vorágine es que nos seda en el ejercicio de la reflexión, en el descubrimiento de una verdad crítica que ponga orden a todo este sinsentido. No nos damos cuenta pero vivimos galopando en círculos persiguiendo una zanahoria colgada de un palo sin saber quién lo sostiene. Creemos controlar nuestra vida cuando en realidad se nos escurre de entre los dedos sin percibirlo porque ésta es líquida, acuosa. “Vivimos tiempos líquidos”, decía Bauman. Y cuánta razón tenía, aunque se quedó corto.
Echamos horas y horas en esos templos de cristal llamadas oficinas, y fuera de ellas, porque al final sigues trabajando en casa no sea que te miren como improductivo y sientas el filo de la guadaña del despido en la nuca. Mala época para ejercer tus derechos. En definitiva, todo es para ayer y en tiempo de descuento. Lo importante es hacer más por menos, no que sea bueno. Total, el consumidor, antes llamado ciudadano, corre cada vez más deprisa, así que ¿cómo se puede dar cuenta de los detalles?
Nos han privatizado la esencia de las cosas. Y nosotros encantados. Pero cuando a uno le da por pararse a pensar, sí, sí, pensar de verdad y observar a su alrededor, qué gran hostia nos llevamos al descubrir que gran parte del dinero que ganamos lo gastamos en el negocio del ocio o lo invertimos por conseguir bienes y consumos que nos hagan ‘rentabilizar’ nuestro codiciado tiempo libre. ¿Y qué tipo de empresas se dedican a solventarnos esta necesidad? Pues las mismas que nos esclavizan previamente. ¿Quién entonces sujeta el palo de la zanahoria? ¡La estafa es redonda!
La gran paradoja está en saber que, aun viviendo más años que nunca, parece que no nos queda tiempo para nada, pero sin duda, lo más triste de todo, es no tener tiempo siquiera para plantearnos qué hacemos nosotros en esta vida y si alguien nos recordará después de ella.
Por favor, que alguien tire del freno.