Nota del redactor: en caso de no reconocer a los protagonistas de esta crónica a los que se nombra únicamente con su nombre de pila, consultar las notas al pie de página.

Su mayor satisfacción era salir del trabajo y dirigirse a su casa para disfrutar tranquilamente de una taza de té, sentado en la mesa del salón frente a su esposa Jessie, mirarla a los ojos y sorbito a sorbito ir dejando entrar la penumbra de la noche en las tardes de invierno. No aspiraba a otra cosa, hombre de gustos sencillos, no buscaba la notoriedad ni el protagonismo, solo la tranquilidad de volver a casa y sentarse junto a su esposa a disfrutar del tiempo, del silencio, de esa sonrisa contagiosa que solo él sabía dibujar al final de cada frase.

No era hombre de palabras, al contrario, tenía serias dificultades para expresarse en público pero era capaz de hacerse entender con un simple gesto, una mirada y al final, esa sonrisa que cautivaba a propios y extraños. De pequeño había sufrido el mordisco del hambre, había necesitado la ayuda de los programas escolares para completar su alimentación porque su origen lo marcaba desde la cuna. Su padre, minero en la cuenca de carbón más importante del país, su madre ama de casa y responsable de cuatro hijos; el país, tras las consecuencias de la Primera Guerra Mundial victoriosa, que recién destinaba otros recursos para otros menesteres distintos a los del arte de matar… Todos juntos dibujaban un cuadro en donde la carencia era norma y la nada era de todos. En ese ambiente, en la mina, en la ausencia de cosas materiales, él aprendió a mirar en la oscuridad de la gente y encontrar la luz, aprendió a entender antes las emociones que las palabras, supo interpretar desde el silencio la presencia del dolor. En la mina, siendo adolescente tuvo la oportunidad de entender el sacrificio, aprender a vivir sabiendo que tu existencia en ese minuto dependía de la activación de tu compañero y si este se distraía, el riesgo de la muerte pasaba literalmente ante tus ojos.

Todo ello hizo de él un ser taciturno y tranquilo, sosegado, amable pero con un fuego interior que le permitía entender la lucha y la competición como un medio para superarse.

Así empezó a jugar y a aprender las particularidades del juego, su genio y su carácter antagónico se enfrentaban en cada encuentro, por dentro ardía, por fuera callaba. La introspección era su religión pero con la pelota por medio su valor era su ansia que convertía en furia para finalmente transformarla en calma al final del trayecto.

Su estatura era un obstáculo pero supo compensar su escasa talla con el espíritu aguerrido de un espartano capaz de saber sufrir sin inmutarse y ello lo llevó a la élite. No podía ser de otra manera, los gatos negros (los Black Cats) [1] lo acecharon, pero prefirieron obviar su talento por incidir en la intrascendencia de su estatura y así, con el tiempo solo un color empezó a dibujarse en el horizonte, el rojo, el color de la pasión, el liver bird [2] elevándose al oeste para llevarlo consigo para siempre. Allí encontró su lugar pero nuevamente el infortunio lo llevó a territorios insospechados.

bp

La Segunda Guerra Mundial había estallado y él estaba en edad de ser llamado a filas y así lo hizo, con sentido patriótico. Su destino fue formar parte del 8º ejército, del regimiento 73 de la Artillería Real; su cometido, dominar el desierto bajo los designios de Montgomery y convertirse en artillero antitanque en el norte de África. Fue y se comportó como lo que era, “una rata del desierto”.

Allí vivió y sufrió Tobruck, El Alamein, cruzó el golfo de Catania para invadir Italia desde Sicilia –como siempre Sicilia, desde que los griegos, dos mil años antes, decidieron abrir sus vías de conocimiento a lo largo y ancho del Mediterráneo– y desde allí hacia el norte, en una loca carrera con Patton que los obligó a vivir el desorbitado ego de dos absurdos generales en pos de una victoria irrelevante ante la mirada atónita de un mundo que se moría de verdad. Liberó Roma –donde retornaría años después para volver a infringir otra derrota a otro alemán– y desde allí voló a lo largo y ancho de Europa, siempre a lomos de un tanque, para conquistar una libertad de la que él solo quería disfrutar en el silencio de su casa, con Jessie, tomando a sorbos una bien merecida taza de té.

Fue con ella con quien uniría para siempre su destino tras la guerra y fue aquella mujer quien le marcaría el camino de vuelta a casa. No importaba lo que ganase, su obsesión, era volver a casa. Y así, autodidacta e inquieto, volvió a su equipo, otra vez a lucir el rojo, otra vez a vivir en los campos de Melwood la sensación del fútbol tradicional y allí decidió asentar su talento, su sosiego, su silencio.

El tiempo lo llevó a ser muchas cosas dentro de la institución, pero sobre todo lo llevó a huir del protagonismo, ese que tanto le gustaba a su amigo Bill [3]. Bill, el escocés, ganador impenitente, ambicioso y socialista en un país conservador. A Bill le gustaba la gente y vivir entre ruido, le gustaba mandar, dirigir, organizar pero necesitaba la visión y la entereza de espíritu de alguien a quien el éxito no le hiciese mella. En esa encrucijada juntaron sus destinos; el uno inquieto, abierto al diálogo, buscando la notoriedad; el otro, silencioso, calmado, huyendo de la exposición pública. Juntos, al lado de otros como ellos lograron domesticar el éxito y convertirlo en parte de su día a día pero al llegar a casa, él solo quería tomar el té con Jessie. No traía medallas, no traía copas, ni siquiera hablaba de los logros o de su trabajo en sí, al entrar en casa, la locura de su vida exterior se apagaba e iniciaba su verdadera vida, con su mujer y sus hijas.

Pero el destino le tenía preparada una encerrona. Nunca nadie tan ensimismado en no buscar la popularidad se vio tan forzado a sufrirla. Su talento silencioso dejaba atónitos a todos. Bill entendía a la gente pero él entendía el juego, anticipaba lo que iba a ocurrir y además sabía mirar en el interior de las personas. Nadie se escapaba a su mirada escrutadora, conocía el dolor y lo identificaba inmediatamente. Todos sabían que cuando preguntaba cómo estabas, él ya había anticipado la causa y así, en silencio era capaz de evitar la catástrofe, así era capaz de ganarse el respeto y el cariño de todos.

twb22.blogspot.com-----609 (4)

Él era capaz de descubrir en la absoluta oscuridad el más mínimo atisbo de luz y supo mirar y encontrar. Así, donde la nada habitaba y el talento era ralo como la hierba de la marisma, encontraba es pequeña llama de capacidad y la elevaba a lo alto hasta convertirla en luz estelar. Así surgieron como meteoritos Pheal, Ian, Graemme, Alan, Bruce, Ronnie o Steve [4]. Pero sobre todo surgió el gran Kenny [5].

Bill necesitaba su espacio, quería tener su rincón en el que gestionar el destino de todos. En cambio, él eligió la estancia más humilde del estadio para asentar su reinado. Con él, sus compañeros de tareas. Allí, en esa pequeña habitación llena de utensilios y oliendo a cuero viejo se tomaban su vaso de whisky, organizaban el día a día, pero sobre todo diseñaban los planos de un equipo que haría historia. Bill acabó yéndose con ellos porque sabía que aquella habitación llena de botas viejas [6] era el centro neurálgico de todo y allí, desde el silencio, él gestionaba su escaso bagaje oral para convertir cada palabra en dogma de fe.

Para acudir a dicha estancia, una habitación pequeña y llena de todo lo innecesario para dirigir los destinos de un club emblemático, era necesaria la invitación expresa. Nadie podía entrar allí sin ser invitado antes. Pero una vez invitado, tenías garantizado un vaso de whisky, una Guiness y sobre todo, una conversación de nivel. Ese era su espíritu, esa era su marca de identidad.

Y el tiempo los llevó a todos a saborear las mieles del triunfo. Europa veía llegar a aquel huracán carmesí dispuesto a llevárselo todo por delante. Podrían haberlo hecho juntos. De hecho, lo hicieron en parte, pero Bill decidió que para él todo tenía una fecha de caducidad y se jubiló. En ese momento todos los ojos se tornaron hacia él y ahí, en la tesitura de dirigir a la institución que lo había recibido con los brazos abiertos treinta años antes, el humilde secundario se vio en la obligación de aceptar a regañadientes los focos del primer plano. El primer día lo dejó claro ante sus pupilos: “Me quedaré el tiempo suficiente para que se encuentre a alguien más preparado que yo”. Y así continuó día tras día sin que apareciese un sustituto. Al finalizar su tarea, derecho a casa a disfrutar del silencio balsámico de su mujer y su familia.

Shankly-1971-2

No quería hablar en público y dio orden a la prensa para acabar las frases que él dejase a medias. No quería imponer un criterio, sino convencer de que el trabajo debía hacerse con método, templanza y orden pero sobre todo. Quería sentir y que los demás sintieran con él y ahí definió su cultura, que sería la de todos, hacer mejor al compañero, hacer bueno al mediocre, hacer muy bueno al bueno y excelente al muy bueno. Todos, entre todos y sufrir en silencio para festejar a gritos, con la gente, mientras él se hacía a un lado para beber un simple zumo de naranja mientras los demás brindaban con champán.

Y pudo brindar muchas veces: seis veces elegido mejor entrenador de su campeonato local, seis veces campeón de liga, campeón de todas las copas conocidas, excepto la más antigua, esa que se resiste a los mitos, esa que es especial porque solo invita a subir los 39 escalones a quien gana. Y no solo brindó en su tierra sino que conquistó Europa y hasta hoy es el entrenador más laureado, con tres campeonatos continentales. Pero, como siempre, la notoriedad viene acompañada de ruido y él era silencioso. El olvido hace prisionero a los callados, a los que gustan del segundo plano. La memoria es amiga del ruidoso, del populista, del ganador y así, durante años fue conocido como el amigo de Bill. Ahora que era el más grande, aún seguía siendo el amigo de Bill, “the boss”; aunque fuese él el único con tres Copas de Europa, el único con tres entorchados continentales ganados con el mismo equipo. Solo Carlo, el romano con mano de hierro y guante de seda, puede emularlo a día de hoy. Pero el olvido es amigo de todos aquellos a quienes el protagonismo les produce desasosiego y todavía se habla de otros más grandes, de otros más notorios, pero sigue siendo él quien comanda desde su callada atalaya el rango de entrenador con mayúsculas.

Su deseo era llegar a casa y tomar una taza de té con Jessie, sin medallas, sin copas, sin hablar del trabajo. Allí sentados disfrutando de su presencia, de sus pequeñas nietas que le volvían a sacar esa sonrisa contagiosa con que acompañaba su última frase. Allí era él mismo, allí se entendía su querencia a ser llamado como a él le gustaba. Porque él, él era simplemente Bob.

Bob Paisley, un mito silencioso, el hombre que desde la sombra conquistó Europa con un equipo lleno de talento, de fuerza y de mística.

Bob, simplemente Bob.

A la memoria de Bob Paisley el único entrenador europeo con tres Copas de Europa ganadas en un mismo club.

66-ian-herbert-paisey-gt

[1] Sunderland FC.

[2] Cormorán con un helecho en la boca, pájaro mitológico del área de Liverpool. Aparece en el escudo del Liverpool FC.

[3] Pheal Neal, Ian Rush, Graemme Souness, Alan Kennedy, Bruce Grobbelaar, Ronne Whelan, Steve Nichols.

[4] Kenny Daglish.

[5] Bill Shankly

[6] El famoso ‘boot room’

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información. ACEPTAR

Aviso de cookies