El viento baja frío y revoltoso por la calle Fuencarral. Se deshace en filigranas al llegar a la Gran Vía, ese río de asfalto dominado por el tráfico y la arquitectura. En este cruce de caminos el mundo se abre en flor y ofrece las delicias del consumo en sus infinitas posibilidades. Enfrente está la calle Montera, con el McDonalds como estandarte. Brilla todo el folclore: tiendas, bares, tattoos, piercings. Las prostitutas sisean a los más solitarios. Por unos instantes, más de uno se siente Brad Pitt. A este lado de la orilla, más tiendas y más marcas haciendo guiños a la masa de gente que pasea. A los pies del edificio Telefónica está El-Loren (Madrid, 1982), un street drummer, un percusionista. Lo del viento frío no es un recurso literario, por eso este batería profesional se cubre con una gorra negra y una capucha por encima. Lleva una chaqueta de chándal verde tirando a fluorescente, vaqueros, zapatillas de montaña. La barba de unos días puebla su mentón delgado. Más tarde mostrará cómo su cabeza ha apostado firmemente por la calvicie. El-Loren espera con los bártulos en un carro a que pase la policía para montar su set de percusión. Así desguaza el minutaje de esta mañana de domingo, con paciencia, y cuando puede, a ritmo de baquetas.
El equipo que transporta pesa 20 kilos. Está todo medido: el kit entra en un bolso negro de material resistente de gran capacidad. Son siete años los que El-Loren lleva con su proyecto. Con él se ha recorrido medio mundo. Comenzó un verano, cuando aún no tenía la furgoneta, explica. Metió las cosas en el coche y se fue a ver qué sucedía. Había llegado a sus oídos que tocar música en las calle del País Vasco no estaba sancionado por la policía. Pero antes ya había experimentado en el metro de Madrid. Vio la buenas reacciones de la gente y pensó que era el momento de abandonar proyectos que no le llenaban. Los grupos indies, las caras guapas, los egos inflados, los festivales de verano le aburrían. El rock and roll había pasado de ser un símbolo de la cultura a un espacio de nihilismo y vacuidad. A aquello le faltaba algo. O le sobraba mucho. Su relación con el instrumento se había convertido en un matrimonio aburrido. El-Loren necesitaba un nuevo instrumento, y encontró en las paelleras y sartenes, en los ceniceros, en los cubos de pintura, en las bandejas de horno y los codos y brazos de PVC, la pareja ideal.
Cuenta que le suelen preguntar cuánto tarda en montar el equipo. No lo sabe con exactitud, aunque cree que si se pone a hacerlo rápido lo tendría a punto en cinco minutos. Pero aquí, en la Gran Vía, 1 de mayo, día de los trabajadores, se lo toma con calma. Enlaza con maña dos cubos de pintura. Uno de ellos está lleno de chapas y conchas de playa, del que saca un sonido arenoso, un sucedáneo de caja. A su derecha coloca un juego de sartenes de Ikea dentro de un perímetro metálico que ha pintado de color fluorescente. Sobre un tercer cubo descansan los ceniceros mordisqueados por la baqueta; cuando los golpea, bailan sobre sí mismos. A los lados, con solo estirar los brazos, paelleras y bandejas de horno esperan a ser acariciados. Dos tiras de cinta americana cruzan la base de alguno de los objetos. En el pie izquierdo se enrosca una pandereta, a la altura del tobillo. Bajo el derecho, un plato de diez pulgadas hace de charles. De frente, en la posición original del bombo, un par de maderas es atravesado por un juego de PVC, de cuyas extremos el baterista extrae notas con las que dibuja melodías básicas y pegadizas. Para sacar esas notas, golpea la boca de los tubos de plástico con una especie de manoplas que un zapatero le hizo a medida. El material es el mismo que se usan para las suelas de las chanclas, cuenta mientras estira el brazo musculoso para acercar una paellera que no ha visto nunca el fuego, ni el arroz.
–¿A qué edad empezaste a tocar la batería?
–Empecé con 15 años.
–¿Cómo se te ocurrió salir a la calle a tocar con este instrumento?
–Empecé a experimentar en casa, a probar con todo tipo de objetos.
–¿Eras de esos niños que se ponía a tocar en casa las cacerolas?
–Sí, algo así.
–¿Qué piensa tu familia de todo esto?
–Mis padres están encantados. Me va muy bien. Tengo mucho trabajo. Con los años he ido desarrollando un espectáculo concreto. Hago mi gira por festivales. Además, la música que hago tiene un mensaje pedagógico.
–¿Cuál es ese mensaje?
–Pues que la música está en cualquier objeto. Y cuando una persona quiere hacer música, con un poco de esfuerzo puede hacerla. Y más aún si es percusión. También la música que hago está relacionada con el reciclaje. Estoy involucrado en diferentes organizaciones. Mis padres están encantados con que haga lo que me gusta.
–¿Tienes formación académica o eres autodidacta?
–Estudié hasta tercero de piano. También percusión, pero lo dejé al segundo año porque tenía más en mente el tema de la batería. En España no hay una formación oficial con ese instrumento. He estudiado con un montón de gente. He hecho muchos cursos. La música es una disciplina en la que no debes parar de formarte.
–¿Qué significa la música para ti?
–Es mi vida. Algo fundamental. Mi forma de sentir y de ser persona.
Pasa los días El-Loren imbuido en su trabajo entre trastos a los que encontrarle la chispa que los hace hablar. En su casa tiene una habitación, una especie de banco de pruebas. Allí las horas sirven para practicar, componer, reflexionar sobre la dirección en la que va su música. Encabalga ritmos, uno tras otro, basados en los sintetizadores y la electrónica. Un hombre que emula a la máquina, la humaniza, como si alimentara una caja de ritmos con la sangre que bombea el corazón. Hay una base sólida en las canciones, a la que se van incorporando elementos, como un pintor que añade capas al lienzo. Pero aquí la pintura entra y sale, deja espacios a improvisaciones. Al principio suena a algo primitivo, como de repente la maquinaria se pone a funcionar y todo toma una cariz contundente, demoledor.
–¿Se gana dinero en la calle?
–En la calle se puede ganar nada y mucho. Depende de lo que hagas. Porque si lo que haces es bueno la gente responde. Eso es lo bonito de la calle.
–Hay una leyenda urbana que dice que Sting se fue a tocar a la calle con una capucha para que nadie lo reconociera y no sacó ni para pipas.
–Puede ser. Curiosamente, creo que fue en Suiza, había un tipo haciendo covers de Sting. Tocaba el bajo y cantaba de una manera brutal, aunque la gente no le hacía mucho caso. En la calle necesitas un punto también visual. Yo me he encontrado a gente que no se creen que me autogestione este proyecto yo solo porque ellos salen a la calle a tocar y no ganan ni 20 euros. La calle es muy sincera, te pone en tu sitio. No hace mucho pusieron a unos de los mejores violinistas en el metro de Londres y la gente no le prestó mucho atención. En la calle necesitas un punto de originalidad.
El baterista siempre está al fondo, en segundo plano. El-Loren ha cambiado el rol y se ha puesto junto a su kit de percusión en el proscenio. Es ahí donde siente el calor de los aplausos y el sonido de las monedas al caer. El-Loren lleva un rato calentando la mañana con su música. La gente se para. Muchos hacen fotos. Una chica graba un vídeo. Le sostiene la mirada, sonríe. Se calienta y busca redobles imposibles en este épico revival del sintetizador. Su cuerpo se contonea con brevedad, le saca partido a todo lo que es susceptible de generar sonido. Un chico se acerca. Va a echar unas monedas. Hábilmente, El-Loren hace una pausa e incorpora al ritmo el chasquido metálico de la moneda al tocar el fondo del cubo. Hace al niño, sin que este se percate, partícipe de la actuación.
–¿Cuáles son tus bandas de referencia?
–Me gusta desde el flamenco a los grupos de metal o el pop. Todo lo que considere que esté bien. Cuando eres más pequeño idolatraba a las bandas. Ahora lo veo de otra manera.
–¿Algún maestro?
–Hay un batería, Jojo Mayer, que empezó en la escena del jazz. Tiene un trío que está muy metido en la música electrónica pero tocado con percusiones. Él me inspira bastante.
–¿Buscas los sonidos emulando a una batería normal?
–No. Esto es otra historia. Lo gente lo llama batería, pero no tengo un bombo en el pie. El bombo y la caja lo hago con la misma mano.
–¿Te costó mucho adecuarte a este nuevo instrumento?
–Toda la técnica de los baquetas es la misma. Pero es otra postura, son otros cacharros. Me tiré meses practicando porque el kit que llevo me lo inventé yo. Me puse a probar en casa hasta que di con la fórmula. Al principio no tenía nada preparado y era agotador. Ahora llevo mis temas. Si toco en un festival intento interactuar con el público y saco voluntarios a tocar.
Apenas lleva una hora tocando cuando aparece por segunda vez la policía municipal. El coche patrulla para y sin bajarse, el agente le dice que recoja los bártulos. Sosegado, como el que empieza a hacer una tarea desagradable, empieza a recoger. La patrulla sigue su camino. Es la historia de nunca acabar. Así lleva siete años, explica. «Una vez me denunció un policía porque dijo que incité al odio a unos extranjeros que me estaban viendo en la Plaza Mayor. Lo que pasa es que los extranjeros no entendían que me echaran por estar tocando, algo inconcebible en sus países, e increparon al agente. Me pusieron una multa de 100 €, la mínima. Pero yo no hice absolutamente nada. Aquel policía me tenía las ganas», dice con una sonrisa sostenida por la resignación.
–Notas diferencias entre el público español y el europeo.
–El español es un buen público. Aquí lo que falta es la cultura de la figura del artista de calle. En general en cuanto cruzas los Pirineos, la gente te mira de otra manera. Aquí el hecho de estar en la calle hace que haya gente que le puedes dar hasta pena. Pero si estoy en la calle porque quiero. Si me va bien. Hace falta esa aceptación cultural. Es un tema de educación. Muchos de los problemas que pueda tener este país es por falta de educación. Estamos muy retrasados. Y esto no quiere decir que reniegue de España, creo que es un país espectacular. Lo que ocurre es que la música no está valorada, tampoco el arte ni la cultura en general.
@cercodavid