En la web dice que está a 800 metros. A 800 metros de la entrada a Cuchi Corral, un mirador donde se practica parapente, siempre lleno de gente y cámaras colgando. A estos 800 metros habrá un portón de madera, un árbol, y un cartel que anuncia una Cabalgata por la Paz Mundial.
Estoy subida en una camioneta vieja —Ford, 1975, chapa blanca y caja de madera—, una de esas que en Europa sería carne de chatarra bastante tiempo atrás. Sus ruedas pisan la Ruta Nacional 36, después de haber trotado más de una hora por caminos internos de las sierras cordobesas argentinas: alfombras de ripio que hilan los pueblos de la provincia central de este país más grande que la nada. Frena enfrente del portón.
A la derecha, un campo violeta inunda la vista; hectáreas de lavanda aguantan quietas en su trozo de tierra, ningún viento las mece hoy. A la izquierda, un camino dibujado entre maleza que lleva a un valle, a dos casas, a un encuentro. Delante, el Inipi.
El abrazo
Desde lejos parecen solo cañas colocadas en forma de iglú. Cañas de sauce en un valle amplio. Pero, en un rato, en ese pequeño espacio, se practicará una de las ceremonias más antiguas del mundo ancestral: el Inipi, un ritual de purificación a base de calor retenido en onikaghe o “cabaña de sudar”; traído a este siglo a través del boca a boca. No se sabe quién clavó las primeras cañas, solo que es una tradición milenaria, que se encontraron vestigios en todo el mundo, pero quienes lo conservaron fueron los Lakota —pueblo nómada antes, asentados en los márgenes del río Misuri ahora—, que lo usaban para purificar el cuerpo y el alma y que, para esto, utilizaban lo más simple, lo más cercano: las piedras, el agua, el fuego y su cuerpo sentado o tumbado en la tierra.
Hoy, este ritual todavía resiste gracias a la descendencia de estas comunidades y su apertura al mundo blanco. Hoy, en este valle verde, verdísimo, en un verano con más lluvia que nunca, hay una veintena de personas —pieles blancas y tostadas, con maquillaje y sin, manos chicas y arrugadas, llegados en autos nuevos y en bicis viejas— que lo volverán a hacer: la ceremonia del calor; para que muera lo viejo, para que nazca lo nuevo.
El cielo es un mosaico de nubes, el fuego está ardiendo ya. Alrededor de una mesa circular —los colores de las frutas, los sandwichitos de miga, el agua cebando la yerba—, todos charlan. Llego y el saludo es un abrazo sostenido, bien largo, como queriendo hablar. Me siento y a mi lado está el Bocha, el primer desconocido con quien tengo contacto. Me pregunta sobre Cataluña y sobre qué hago aquí, en las sierras; ambas manos bien curtidas abrazando el mate de madera, el rostro al frente, mirándome de reojo.
Cada vez llega más gente y la cabaña se empequeñece.
Me dicen, una y otra vez, que una se encuentra con la medicina —al Inipi se le considera una medicina— cuando está preparada. Que una lo atrae consciente o inconscientemente, como todos los otros acontecimientos de la vida. Que si una está aquí es porque tiene que estar aquí.
Yo no sé casi nada sobre el procedimiento pero, en el fondo, una intriga lo es más que las otras: ¿Cuánto tiempo se está dentro? Lo pregunto en varias ocasiones pero nadie sabe muy bien qué contestar.
—Este es de los fuertes. Nosotros hacemos uno cada fin de semana en nuestra casa, pero son más suaves: cada quince minutos salimos y volvemos a entrar. En este no sales, si no lo pides. Yo es la segunda vez que lo hago con el Goyo, la otra vez duré dos puertas —dice una mujer sentada en el suelo con sus piernas dobladas a un lado y tapadas hasta las rodillas con un largo vestido de hilo blanco, mientras yo asiento con la cabeza, sin entender casi nada.
En menos de un minuto las nubes arrasan el cielo, que es ahora una masa blanca y porosa. Un viento tirante se levanta y hace bailar todas nuestras ropas.
Hay quien trae agua del pozo, hay quien limpia las piedras. Todos cubrimos la cabaña con mantas de manera que ésta se convierte en un mural de colores cotidianos.
Jonny todavía no dice nada. Jonny es enorme y fuerte y habla poco. Las gafas negras esconden parte de su rostro y una isla de pelo blanco le tapa el pecho. Él es el Hombre del Fuego, el que avisa cuando las piedras están listas, para que todo empiece. Ellas llevan quemándose horas en un fuego que no es un fuego común, sino un Peta Owihankenshni, el “fuego sin fin”, armado a unos diez pasos de la cabaña.
La leña y las piedras forman un círculo: cuatro troncos de este a oeste, por el plano físico; cuatro más de norte a sur, por el plano espiritual. Al medio, las piedras, llamadas ‘abuelitas’ por ser las más antiguas y retener la memoria del planeta, la sabiduría de todos los que las pisaron. El fuego, para los lakota —y aquí y ahora— representa el sol, «la fuente más poderosa de energía».
Todo, en un Inipi, tiene significado. Su estructura también. Dieciséis ramas, que representan los dieciséis misterios del Universo, se clavan en el suelo de forma que indiquen los cuatro puntos cardinales, que simbolizan los cuatro mundos: mineral, vegetal, animal y humano; y también los cuatro planos: mental, físico, espiritual y sagrado.
Todo lo que es se invoca simbólicamente en esta cabaña que, a su vez, se concibe como el vientre de la Madre Tierra, allá donde todo puede renacer.
Jonny sigue sin decir nada y nosotros nos sentamos en círculo y de mano en mano se pasa un tabaco en forma de purito, “la planta sagrada de toda América, la que alinea mente y corazón”, explica Goyo, señalándose los dos puntos del cuerpo. Mientras habla, mueve ligeramente la cabeza y, con la ayuda de una mano, se aparta del pecho sus tirabuzones grises que se extienden hasta media espalda. Al descubierto quedan las cicatrices, esas que le permiten guiar este Inipi.
Porque, para poder hacerlo, uno debe convivir con los lakota; ser aceptado como Danzante del Sol (cuatro danzas, una por año); dejar de comer y beber durante nueve días con todas sus noches en los que se practican inipis, dos por día; en los que se danza alrededor de un árbol soplando un hueso de águila para recordar que, aunque estás haciendo algo extraordinario, no eres más que ese pedazo de hueso; en los que te enganchas a un árbol con el camino rojo pintado de la base al último tramo de rama —“el que debe seguir el hombre: los pies en la tierra y los brazos al cielo”—y tiras hasta que la piel se arranca. Entonces, te salen estas cicatrices: eres un danzante de las cuatro danzas. Pero para ser inipero, un abuelo de la tribu tiene que soñarlo. Y solo en este momento heredas la sagrada medicina del Inipi y el ser portador de chanupa (pipa de la Paz), que cruzó toda América y que hoy, al terminar, llenará nuestras bocas de humo de la paz.
Un colibrí
Estamos sentados en el jardín de su casa, en La Falda, un pueblo enclavado en las faldas de unas sierras a las que se las llaman Las chicas. Son las siete de la tarde, el cielo oscurece perezoso y cada vez más mosquitos nos pican los tobillos, ajenos al sahumerio. En la mesa hay un mate dulce y unas galletas de pasta hecha hoja. Goyo habla pacientemente, mirándome todo el rato a los ojos. Hace un rato estuvo fabricando zapatos, el trabajo que le da de comer. Nadie diría, antes de oírlo hablar, que es quien es.
—En el mundo occidental todo es competencia: cuanto más sabés, cuanto mejor pelo tenés, cuánto dinero tenés… El mundo originario indio es de colaboración, no de competencia. Y si vamos a colaborar espontáneamente surge otro modo de vincularnos, y ahí es más posible el amor. Hemos creado una sociedad de sistemas donde el hombre es el centro. En general, el mundo originario es biocéntrico: lo que está al centro es la vida. Y ahí otra vez desaparece la competencia. Somos todos iguales: yo y la hormiga. Por eso todo lo que hacemos es en círculo, porque nadie está más cerca que otro del centro. No es que el mundo indio sea la panacea, tienen tantos problemas como nosotros. Pero sí que hay un conocimiento profundo, muy profundo, del que uno puede nutrirse, y uno de los principales componentes de ese modo de vida es el amor, la empatía con los semejantes.
Aparece Victoria, Vicky, compañera del Goyo y también portadora de chanupa, cruzando la puerta de la casa con su sonrisa limpia y una voz que susurra más que habla.
—Nosotros hablamos de un mundo hologramático: uno está en el todo y el todo está en uno. Entonces no hay separación. La pulsión de vida es igual en cada una de nuestras células, de nosotros, de los animales, de las plantas. Y eso los indios lo tenían muy claro. Se sabe que tenemos un inconsciente personal y uno colectivo. El colectivo está en el hipotálamo y ahí es donde se retiene la memoria ancestral, que se activa en ceremonias como el Inipi. Ahí está la historia de todo, lo arquetípico y lo simbólico del que maneja las ceremonias indias. Por eso en todos los rituales lo simbólico es muy importante. Un Inipi es soltar el control. Las personas, en un Inipi, se colocan en un estado de trance, que simplemente significa pasar de un estado ordinario a uno superior. Ahí se siente la tierra y uno recuerda la esencia. Nadie, nadie, sale igual que cuando entró. El Inipi es la ceremonia de renacimiento: entrar en el útero de la madre para salir de otra manera.
—El Inipi se considera una medicina —pregunto.
—Sí —responde Goyo—. Tiene miles y miles de años. Es tan simple y tan poderosa… Hay generaciones y generaciones de Hombres Medicina, que a la modernidad le gusta llamar chamanes, que la han utilizado con resultados excelentes. Ahora tenemos ciencias muy nuevitas que han logrado resultados excelentes en muchos aspectos, pero no en todos. Yo creo que debemos asumir la complementariedad entre todas las disciplinas. La mirada desde el mundo esencial es de agregar lo que viene nuevo. Eso hace que podamos acudir al conocimiento ancestral de los abuelos, que tiene una riqueza absoluta, un conocimiento preciso de las leyes naturales, y amalgamarlo con la ciencia.
Un colibrí nos vuela las cabezas. No es la primera vez que aparece. Me cuentan que es el animal que representa la visión externa, la vista en perspectiva. “Como lo que estamos haciendo ahora, si vos no venís a preguntarme, yo estas cosas no me las planteo de normal”.
—¿Por qué piensan que la gente hoy en día acude a este tipo de encuentros?
—Lo que pasa es que de repente hay un montón de gente, miles de millones de personas renegando de este sistema, tratando de encontrar una salida. Y eso sucede porque no estamos hechos básicamente para vivir en este sistema. El ser humano está creado y formado para vivir en vínculos amorosos. Una persona recién nacida que no es abrazada, acariciada, empieza a morir. Creo que hay mucha gente en búsqueda, y gente muy distinta, porque la búsqueda no es patrimonio de una clase social o de una raza, es un estado interno del ser. Entonces la gente transita cada día ese sistema, pero buscan algo distinto. Hay una gran nostalgia de amor en el ser, de buen vínculo, de encuentro humano. Todos estamos listos para una vida sana, natural, de profundidad. Sólo que algunos nos atrevemos a explorar otra posibilidad.
Victoria no vino al Inipi y Goyo, sentado en ese círculo, antes de entrar a la cabaña, la recuerda: los silencios colectivos los llenaba ella.
Tiempo que no lo es
Nuestros cuerpos forman todavía un círculo en el suelo. Goyo explica algunas cuestiones respecto al Inipi. Ahí —dice—, uno tiene que saber cuál es su aguante, tratar de calmar la mente —la barrera más alta—, entregarse a la experiencia, dejarse morir un poco.
Jonny habla. Las piedras ya están.
El procedimiento es más o menos así.
Las mujeres entran primero, con algún tipo de tela que les cubra parte de las piernas: vestidos largos, pareos ligados al cuello, faldas hasta los tobillos. Los hombres entran después con el torso al desnudo y bermudas a la altura de las rodillas. Todos vamos descalzos.
Jonny, Goyo y Bocha, entre la cabaña y el fuego, entonan cánticos sagrados lakota mientras cargan sus chanupas. Las niñas, a su lado, tocan instrumentos de percusión y también cantan, como si eso, estar ahí, fuera ya una antigua costumbre. En la entrada de la cabaña, dirigida al este —la dirección de la sabiduría— y tapada con una manta, está el hijo de Goyo, que lleva toda la tarde de acá para allá, organizando todo, con un orgullo palpable en sus gestos y en sus palabras. Moviendo sus brazos flacos, nos sahúma a todos con yuyos antes de entrar. Él se queda a fuera, cuidando de las piedras y recibiendo a cada uno en su salida. Piernas separadas, brazos en cruz, humo de cara y humo de espaldas. Uno y otro, y así. En fila india.
Entre todas las mujeres, ya preparadas, se encuentra Renata, oriunda de Buenos Aires y habitante de las sierras desde hace unos meses; recepcionista en un hostel y profesora de sociología, aunque, experiencias como estas —explica— trata de desligarlas de cualquier análisis social.
—Yo siempre vengo con una intención, como por ejemplo, romper un vínculo. Pero después casi siempre se cambia por otro, y está bien (…). Ahí dentro es muy reconfortante soltar los miedos. Sentís que te ahogas y te entregas a eso. Y así limpiás.
Dice su voz saliendo del teléfono, días después, que ella siempre está en búsqueda, desde chica. Que practica yoga y meditación y que, antes, en Buenos Aires, ya había hecho algún otro temazcal — parecido al Inipi, pero comunmente construido a base de piedra y lodo y mayoritariamente practicado en Mesoamérica y Centroamérica—, invitada por su amiga, la Chula, que le acompañó en el Inipi esta vez también. Allá —«no sé si es del todo ético»— le hacían pagar y acá no porque, explica Goyo: “Ponerle tarifas es tomar algo que es transcendente y traerlo al sistema que tanto renegamos”.
—¿Por qué un Inipi? —le pregunto a Renata.
—Por la necesidad de sanar, de transitar, de limpiar. Después yo me siento contenta, agradecida y, por supuesto, también movilizada.
Me toca. El nervio me hormiguea las plantas de los pies. Me arrodillo y siento el pasto fresco en mis manos, tierra viva, y lo vivo como algo nuevo, como si antes de llegar aquí nunca lo hubiera caminado con tanta atención. Cruzar la puerta es como entrar en otro plano. De repente: la oscuridad, el silencio, un hoyo al medio.
—¿Es la primera vez? —pregunta Goyo, que fue el primero en entrar.
—Sí —respondo.
—Entonces detrás.
Camino sobre mis rodillas bordeando la cabaña, de este a oeste, porque así tiene que ser, porque así lo hace el sol. Me siento detrás y, desde ahí, veo entrar a todos, uno por uno: ojos cerrados, besos al suelo, palabras para adentro, sonrisas de entusiasmo, caras de desconcierto. Se forman dos círculos, solamente inacabados a la altura de la puerta este —el lugar de la sabiduría—, la que nadie tapa, por la que todo entra. Nosotros y las siete piedras ardiendo, cuatro veces; por los cuatro ciclos de la tierra y por las cuatro direcciones.
El primer chorro de agua fluye furioso y sacude las siete primeras piedras —lava atrapada—, una nube de vapor se eleva y el calor se hunde en mi piel bruscamente. Por mi mente un pensamiento corre más rápido que los otros: no me quiero desmayar. Me abrazo las piernas y cierro los ojos y me concentro en eso que me dijeron e interioricé como la más profunda fe: “Lo único que tienes que hacer es respirar”. Siento, más que nunca, el cuidado a mí misma, sin nada más que mi piel y mis huesos junto con otros muchos cuerpos más que me acompañan. Horas atrás fueron uno más y ahora se convierten en copilotos del viaje a lo más básico: a los ritmos del hogar.
Los mismos instrumentos que estaban fuera ahora dan ritmo a los cánticos que —entre silencio y silencio— entonamos a una sola voz. Son palabras dirigidas a la Madre Tierra, al Universo, a lo que los lakota llaman el Gran Espíritu. Las palabras se dicen tan fuerte y con tanta intención que siento aumentar mi fortaleza y la atención alejarse un par de pasos del calor. Palpo lo primitivo, el volver a otros tiempos, a otros vivires. Me observo conscientemente parte de un lugar —tapado y menospreciado en mi mundo común— que todos aquí llamamos madre y que es el centro. Enciendo con ella un vínculo dormido, pero existente siempre.
—¡Puerta! —gritamos.
Para que la manta deje entrar al exterior, que el aire fresco nos roce las mejillas, que el agua de esa botella nos calme la sudoración; que, al rato —poco, pero no sé cuánto—, entren las otras siete piedras, las segundas, apoyadas en una pala de hierro que pasa de las manos del hijo a las del padre. “¡Hi ho!”, decimos todos, que significa «Gracias» en lakota.
Y otra vez el agua envolviendo las piedras, el calor inundando el espacio. Intenso hasta abrasarme. El aire entra por mi nariz en respiraciones cortísimas. Mis ojos —y los de otros muchos— lloran por sí solos cada vez que un puñado de yuyo se tira entre las piedras. Es como respirar fuego con un aroma agradable.
Delante de mí, la Chula está dando un paso atrás en un intento de protegerse del ardor más intenso y yo no me atrevo a pedir espacio. A oscuras, acurrucada en mi pequeño lugar, me abandono a la experiencia. Lo cierto es que no sé muy bien cómo sucedió, sólo sé que, de a poco, el miedo a morir se esfumó. Fue como si descubriera que esa cabaña estaba protegida, bien protegidita; que ahí dentro no me iba a pasar nada malo.
A través de los destellos de claridad que da el rojo vivo de las abuelas, se ven los ojos del Goyo saltando de cuerpo a cuerpo, atento sigilosamente a cada asistente. Pregunto, no ahí sino después, mientras vuela el colibrí, cómo será guiar una ceremonia de este tipo.
—Yo como portador de una tradición, y ella también porque también es portadora —aclara, señalando a Victoria, que está sentada al lado— somos depositarios de una tradición milenaria, portadores de ese conocimiento ancestral que es Patrimonio de la Humanidad, no es nuestro. Hoy hay un rol que nos toca: portar una chanupa, hacer ceremonias de paz, conducir un Inipi, etc. Pero esos son roles temporales que nos tocan, que uno aceptó. Es un conocimiento universal y tratamos de sostenerlo tal cual nos lo entregaron. Aunque va a contramano del sistema, nuestra idea no es la de combatirlo, sino la de aportar otra posibilidad. Muchas veces sentado ahí adentro –silencio– me sobrecoge. Me lleva a preguntarme qué tan consciente lo estoy haciendo, porque hay que merecer ese lugar, estar a la altura.
—¿Qué es lo que tienes en cuenta cuando estás manejando un Inipi?
—Uf. Podría decirte que yo solo pongo la medicina y ya está y que cada uno se sirve. Pero eso no es nada. Uno tiene que estar atento a cada uno de los que están ahí adentro, en la oscuridad. Entonces hay una necesidad absoluta de cuidado en cada una de esas sagradas almas que confiaron y se animaron. No sentir responsabilidad, pero sí tener consciencia plena de que sos el cuidador de esas treinta, cuarenta personas —dice, mostrando su interior levemente, y sigue—. Hay un abuelo que se llama Cuervo Loco, que dice que hay que ser un “hueso hueco” por el que pasa algo. Me gusta este concepto.
Dentro de la cabaña el tiempo no es tiempo, se funde como los relojes de Dalí. También el recuerdo se difumina. No vuelven las palabras exactas. Lo que se recuerda es más bien lo sensitivo: las hormigas andando por mis piernas empapadas, mis mocos corriendo cara abajo, yo sacándolos con las manos, todos moviendo las piernas, los brazos y acostando cabezas para que el de al lado y el de más allá encuentren su comodidad. No hay tropiezos ni choques, todo se modela fácil y armónico, como el agua que nos hace chorrear la piel.
Después de un largo silencio, una voz sale de un cuerpo de mujer, un cuerpo de piel y huesos tirado en el suelo, cara arriba. Se llama Mónica y montó su hogar en las sierras después de vivir cuarenta años en Barcelona.
—Quizás sea un pregunta que no tiene nada que ver, pero yo me pregunto: ¿Por qué tanto calor, tanto sufrimiento?
Silencio.
(…)
Silencio.
—Parece que sos vos la que lo vivís como un sufrimiento. —Contesta, sin mirarla, la voz del inipero, entre un asentimiento general.
Y nadie dice nada más.
Salir o no salir
Alguien quiere salir y el de al lado —que, se entiende, ya lo conoce de antes— le aprieta el brazo, reteniéndole apaciblemente, como diciéndole, sin decirlo, que puede aguantarlo. Pero él quiere salir, y sale, rodeando la cabaña agachado, a través de un camino que le formamos a su paso.
—Me estaba mareando. También pensaba en hacerme, que sé yo, como un autoboicot, romper esa cosa de ser el único que sale. Pero me estaba mareando y no quería estar más ahí. —Cuenta más tarde, sentado en un sofá mientras una brisa mueve sutil sus cabellos castaños.— Conocí Tambores de Ongamira, el grupo del Goyo, en un encuentro de hombres, que son unos días conviviendo con hombres para crear un vínculo más sensible, sacando nuestro lado femenino, fuera de clichés y prototipos de macho. Cuando uno está en búsqueda lee mucho, pero después de tanta teoría quieres algo más “tierra”, y eso significa compartir lo aprendido con la gente.
—¿Qué te da?
—Consciencia. Después de este tipo de experiencias me siento más despierto, más vivo, más alerta.
Mientras habla se toca su barba en forma de V y suelta carcajadas sonorosas. Antes de este, hizo una decena más de inipis, al lado del río Quilpo, quizás el más famoso de Córdoba, cerca de San Marcos Sierras, un pueblo que no conoce el asfalto, cobijo de antiguos y nuevos (auto)denominados hippies. Recuerda el primero, saliendo de la cabaña y, “puf”, el río alrededor y las estrellas arriba. “En ese sí que aguanté hasta el final”, dice con esa risotada alegre, exagerada.
Pero hoy salió en la segunda puerta y la mujer que está a mi lado, levanta el brazo:
—¡Ve preparando el mate que salgo!
Tiene unos setenta años, lleva una amatista a la altura del estómago, engarzada en forma de collar con hilo encerado. Tiene los cabellos blanquísimos: media melena cayendo sobre su vestido del mismo color y un rostro de sorpresa que gesticula cada vez que dice —y me dice— lo jóvenes que somos, y lo bueno que nosotros, los jóvenes, estemos aquí. Parece una maga blanca.
Después de la tercera puerta, la cabaña se hunde en un murmullo de intenciones porque Goyo pidió que todos digamos en silencio o en voz alta la intención que traemos o que, como Rena, le surgió ahí. De vez en cuando se elevan, a trozos, las frazadas del oeste —el misterio—. El aire corre, y unos se extienden a su alcance y otros se protegen de él. El ambiente se aligera y la maga se queda hasta el final. Y ese final es un discurso que entona un hombre descendencia mapuche —pueblo originario extendido mayoritariamente en Chile y Argentina—, que ha estado todo el rato callado incluso cuando le pedían que hablara y que cuenta ahora, mientras todos lo miramos, lo poderoso de esta medicina, de toda la sabiduría el mundo indio y no aborigen, porque aborigen significa sin origen. Recuerda, muy serio, el daño que éste ha sufrido y las generaciones que tendrán que pasar todavía para su recuperación completa.
Uno a uno, salimos gateando en círculo otra vez, completándolo. Salgo y, en un acto reflejo, beso la tierra y ya afuera me tiro boca abajo en el suelo y un cubo de agua muy fría me congela la nuca.
El viento sopla más feroz todavía y el frío me golpea los huesos. Un joven llamado Dante se sienta en el suelo y llora, con la cabeza entre las piernas. Le ofrezco una toalla, acepta y se levanta.
Yo me siento como un balde vacío, nada de más en el cuerpo, nada de más en la mente.
El Bocha me observa a la distancia con su media sonrisa enigmática que, a medida que se acerca, se vuelve sonrisa entera.
—¡Ven acá, catalana! —me abraza; yo lo abrazo también, mientras pienso en la simpleza, en mí despojada de todo lo que llevo puesto cada día. En lo bueno que se siente cada abrazo.
Debajo de un toldo, refugiados del temporal y otra vez en redonda, nos pasamos esa chanupa que, tiempo atrás, sostuvieron manos tan distintas como las de todos los que estamos aquí. La rueda se vuelve un espiral en movimiento al ritmo de los abrazos que nos damos todos con todos.
Se dicen las sonrisas y se muestran los rostros destilando armonía. Todos, también el de Dante. Se dicen los deseos que una siente sinceros.
Buena vida. Buen camino.