Que se muera un conocido gusta a algunas personas. Particularmente, a algunas señoras mayores de pueblos de un par de miles de habitantes. Un muerto les ilumina el cerebro, les alivia la somnolencia senil; las rejuvenece y, sobre todo, colma dos días de reuniones sociales y, con suerte, una semana de conversaciones erráticas y repetitivas. Ellas nunca lo reconocerán, pero les apasiona la liturgia del duelo.

Para que un fallecimiento ocasione ese secreto entusiasmo, el finado debe guardar una distancia parental concreta: por descontado, no sirven cadáveres del propio núcleo familiar, por aquello del dolor sincero. El vínculo ideal está más allá del concuñado, aunque las mejores muertes son las de amigos de amigos a los que has saludado durante décadas dedicándole sólo un levantamiento de frente y un balido cordial.

El Bonillo es un pueblo de Albacete que es una maravilla. Allí, los adolescentes se emborrachan en un lugar llamado El Rollo, que no es más que una picota de piedra en la que se asesinaba a los presos y se les exponía a la vergüenza pública. Hoy las chavalas mencionan el lugar con un temblor de noche en la mejilla y una risilla claveteada de íes. Por lo demás, la localidad tiene unas calles ventosas y unos niños rosáceos que entornan los ojos cuando comen.

Un caso. Una tarde de verano, a la hora de la siesta, las campanas de la iglesia tocan a muerto. Empiezan a recogerse persianas, brota un rumor urgente como de hojas secas dentro de las casas. Pronto se oyen pasos al final de la calle. Unas señoras de luto previsor, a pasitos prudentes, revisan una a una las ventanas. Se detienen cuando encuentran una abierta y preguntan: “¿Pues quién se ha muerto?”.

Son tres seres intercambiables. Exhiben una permanente rociada de laca Nelly. Con el casque del sol, las cabezas casi humean. Huelen a químico y a lomo de orza. No llevan buena idea. Apenas se cruzan con nadie porque hace más calor que en Comala, de hecho ellas son una aparición rulfiana, las envuelve el mismo anacronismo que a los personajes de Pedro Páramo y uno tiene la impresión de que podrían hacerlo dudar de su existencia.

Interceptan a todo aquel con quien se topan: “¿Pues quién se ha muerto?”. “No sé”.

Se organizan. Hacen las cuentas de los enfermos del pueblo, de los que están delicados; se alegran cuando recuerdan algún doliente que se les escapaba; se reprenden unas a otras, apuestan por nombres. Debajo de la conversación late una tensión de desafío, de reto; hay nervios y pellizcos de envidia que aprietan cuando una se da cuenta de que la otra sabe más y está más actualizada.

Se organizan. Cada una se dirige a una puerta. Llaman alborotando. Tocan al timbre y, antes de que acabe el eco, golpean la puerta. Varias veces.

—¿Qué estabas, durmiendo?

—No, no… – la dueña de la casa se pasa rápidamente la mano por la ropa, planchándola.

—¿Nada, pues que venía a preguntar cómo está el tío de tu marido? Que digo yo, pues ya parece que lleva unas semanas en el hospital… y nada, que le he dicho yo a mi Encarna, voy a preguntarle a ver cómo anda, que yo creo que no ha salido.

Pero sí ha salido, y de pie. Mala suerte… La mujer de la casa le invita a entrar, pero ella declina. Dice que va con prisa y que duerma, que duerma, que no quiere estropearle la siesta. Así recorren unas calles hasta que dan con el muerto. Ahí empieza la fiesta. Primero hay un alborozo interno que tapan a base de acongojar la voz. La que tenía al fiambre en su quiniela se apena con más severidad que ninguna, pero no engaña a nadie: le están subiendo unos escalofríos por las piernas que le desatan los nudos de la artrosis. Se hace más grácil. Un prodigio médico.

A partir de ahí, empiezan a lamentarse. Gritan todas las frases al uso: “No somos nadie”, “Ea, pues ya ha descansado”, “las cosas son así”, “cuando el Señor llama”… Las gritan porque saben de su capacidad de convocatoria. Se abren más ventanas, más puertas, traquetean más persianas. La gente acude como a la miel, preguntando con los hombros o, simplemente, acercándose y oliendo. “¿Qué?”. Ese «¿qué?» es un bien manchego de primera necesidad. No se trata de una forma de exigir información directamente, por mortificación cristiana, el bonillero viejo no puede mostrarse jamás guiado por un deseo. Debe apelar a otras cosas. Este «¿qué?» afirma la existencia, hace ver que uno se ha acercado y está presente y se acoge de tapadillo a una ley ancestral según la cuál todo habitante del pueblo tiene derecho conocer la última hora.

Las señoras se ponen generosas, solidarias, expeditivas. Ofrecen las explicaciones que han podido recolectar: detallan la enfermedad, la estancia en el hospital, los muertos anteriores de la familia, el hígado de los vivos, especulan sobre la pena de cada familiar. De paso, como información de contexto, repasan el trabajo de cada uno, los solares de sus antepasados, las tierras si las hay. No todas las emociones humanas están catalogadas con palabras, debería acuñarse un término para señoras como estas, algo que significara más o menos tristeza-pletórica.
cementerio***

El velatorio es territorio expansivo para las señoras necrofílicas. Madrugan para coger hueco en el sofá. Al fin y al cabo, el tanatorio, como la playa, se presta al esparcimiento y la fotosíntesis. La Mancha puede estar en cualquier tanatorio de España. Los manchegos son capaces de fletar autobuses para asistir a un duelo. Hay noches secas de julio en que el asfalto sigue hirviendo a la una de la madrugada: los viejos se aploman y beben anís y, con suerte, puede oírse cómo se arrancan a comparar entierros. “El de Enrique fue un entierrazo, nada que ver con el de su primo, qué coronas, qué llorar a mares de la viuda”. José Luis Cuerda no inventó nada.

Las señoras asienten al ver cumplir cada paso de la liturgia del tanatorio. Las ruedas de besos chupópteros y acogedores (son besos que hacen nietos), las lamentaciones prefabricadas, la activación de lloriqueos casi aleatoria; mirar el cuerpo (tras el cristal o en el salón de la casa) y decir “ea, pues nada”. Si el muerto es hombre, a sus amigos hombres se les concede el privilegio de echar alguna broma: “Anda que para lo que has quedado”. Los señores no se quiebran, pero enseguida se meten en el bar.

Al mismo tiempo, hay una inclinación humana por ignorar la fatalidad. Cuando los ataques de pena amansan, cuando empieza a anochecer y se quedan sólo los familiares cercanos y las mujeres que se juegan la salud de los riñones en los sofás del tanatorio, que se diseñaron para mostrar la dureza y la incomodidad de la eternidad. Entonces, en ese relajo, se empieza a buscar el lado bueno de las cosas.

—Se murió rodeado de su gente.

—Con todos sus hijos y sus nietos, vaya.

—Eso sí, eso sí es verdad —la viuda.

—Y que ya ha descansado, que ya está…

—Ea…

—Sí, la verdad es que ya ha descansado, el pobre —la viuda.

—Y se murió durmiendo, ¿eh?, que yo lo firmaba, irte así sin darte cuenta…

—Sí, sí que se enteró, hija; bien que padeció hasta el final —la viuda.

—No, bueno… no, pero es lo que decía yo, que apenas se ha desfigurado, que se le ve igual, hay otros que se estropean enseguida, pero míralo —apuesta fuerte una de ellas.

—Qué va, qué va… No se ha desfigurado, yo me acuerdo del Alfonso, ¿eh?, ¿te acuerdas del Alfonso, que no parecía él? Pero el tuyo, qué va, no se ha desfigurado.

—… —la viuda

Sucede también que se revive al muerto. Esa forma de recordarlo alivia igual que sumergir la cabeza en agua templada. Y las señoras de Comala, que son señoras que eructan para adentro, se suman al recordatorio y aportan las pocas escenas que las vinculen al finado. En clima de lamento, cualquier aportación es buena. Cualquier relato que confirme la bondad del fallecido se acepta, las mujeres aficionadas a los duelos se dejan llevar y desmenuzan cualquier frase, cualquier contacto pasado, sacan adherencias impensables, incluso inventan historias, cosas breves, incomprobables, pero que añaden atmósfera. Mentir así no es pecado, sino una contribución, uno se anota puntos de bondad a costa del finado, por contagio.

Al día siguiente, en los prolegómenos del entierro, las mujeres siguen asintiendo para sí. Besos, pésames homologados, besos, vasitos de plástico con infusiones, repaso de coronas, graduación de apenamientos, catalogación de nietos, besos. Con los ritos, con el hecho de que se hagan las cosas como Dios manda, confirman que su existencia sigue siendo útil, comprueban que sus convicciones permanecen y eso, en mitad de un mundo que ya no reconocen, es lo único que les garantiza que no se evaporarán en cualquier momento como las viejas de Comala.

Fotografía de Pixabay y fotograma de Volver

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