Fotografías: Ismael Llopis (Momo-Mag)

Reinaldo Laddaga (Rosario, Argentina. 1963) es una de esas cabezas que se vuelven inquietas hacia todo objeto capaz de seducción intelectual y lo hacen desde fuera del tiempo, o como si el tiempo no ejerciese de presupuesto. Ha estudiado las más recientes tendencias del arte en Estética de laboratorio y Estética de la emergencia, ha destacado lo que de actual tienen RockefellerDisney y Bin Laden en Tres vidas secretas y hace un par de años dio remate al Prólogo a los libros de mi padre, dedicado a su progenitor, fallecido veinte años atrás. Conjurada la dimensión tiempo, ha aparecido en Barcelona para presentar Riplay junto a Jorge Carrión. Historias para no creer (Adriana Hidalgo, 2015), una propuesta cuyo germen se halla en el libro que Robert Ripley diera a luz en los años 30 a partir de sus inclasificables historias de freakshow, ahora reinterpretadas por una cincuentena de autores y artistas ochenta años más jóvenes.

–Acabas de llegar de ese paraíso de la ficción que son los Estados Unidos y nos presentas Riplay. Historias para no creer. ¿Qué podemos concluir que son los Estados Unidos?

–Es una vasta ficción creciente. Todos los países son una ficción, pero Estados Unidos parece haberlo hecho tendencia hasta en cada milímetro de la vida cotidiana. Y Ripley fue en parte responsable de esto.

–Ahora que su estilo de vida ha devenido global me pregunto: ¿Cuánto de los Estados Unidos es creíble?

–Es todo [risas]… o nada.

–¿Qué impulso está en el origen del libro?

–El libro surge de una averiguación que llevamos con Jorge Carrión desde hace muchos años en torno a formas de colaboración en la literatura y en el arte, estrategias de reescritura, de remake, de asociación de imágenes y de textos, y de imágenes y textos y sonidos. Sobre este background hace unos tres años ―creo que fue por el aniversario de la primera columna de Ripley― cuando en ocasión de ese aniversario se había publicado en facsímil la primera colección de Believe, or not ―que se traducía, según los países, como “Créalo o no” o “Aunque usted no lo crea”―. Cuando vi este libro me sorprendió primero darme cuenta de que este nombre que estaba en algún estante remoto de mi memoria correspondía a un personaje real que había sido más prominente en la vida cultural americana. Busqué el libro, y a la primera lectura pensé que correspondía a tantas fascinaciones y preocupaciones mías y de Jorge, y a tantos otros escritores y artistas que formaban parte de nuestra red que inmediatamente le escribí a Jorge diciéndole que teníamos que hacer algo.

–¿Esta propuesta tiene que ver con eso que en tus obras anteriores has llamado “Nuevo Régimen Práctico” del arte?

–Eso fue en un libro de hace algunos años llamado Estética de la emergencia, que era un libro sobre proyectos de colaboración entre artistas de diferentes disciplinas e individuos de ninguna disciplina en torno a ciertas plataformas. Mi preocupación por la producción colaborativa, que está en el centro de esto que a veces llamo «Régimen Práctico de las artes», sin duda está en el trasfondo de este proyecto. Tanto desde mi perspectiva como desde la de Jorge, se trataba entre otras cosas de testear ciertas ideas que habíamos venido construyendo en el curso de los años sobre cómo era posible, deseable, una colaboración eficaz.

–La lista de autores que colaboran en el libro es potente, ¿qué criterio habéis seguido al incluirlos?

–No hemos seguido otro criterio que el de nuestro capricho. La mayor parte de ellos son conocidos míos o de Jorge ―no necesariamente de los dos― y algunos de ellos no son conocidos de ninguno. Nadie puede tener hoy por hoy un mapa al completo de la literatura en lengua española. En el contexto de nuestros mapas parciales invitamos a aquellos que nos pareció que podían responder de una manera más compleja, más inteligente, más simpática al proyecto.

Me intriga ese juego que hacéis con el título: «Aunque usted no lo crea se convierte en Historias para no creer«. ¿Se está afirmando algo ahí?

–No lo sé. A veces ―y eso es parte de lo fascinante de la reescritura― reescribir es un acto de distracción deliberada donde de una frase derivas otra, y esa frase resuena de una manera particular y prefieres no preguntarte demasiado por qué.

–Intuyo que hay una relación en tus enfoques de lo ficcional con Tres vidas secretas, el libro donde hablas de tres personajes clave en la configuración de la cultura americana actual: Disney, Rockefeller y Bin Laden.

–Sí, sin duda una fascinación por estos personajes, en algunos aspectos, geniales; en otros aspectos, idiotas; en otros, extraordinariamente creativos; en otros, absolutamente siniestros. Personajes como Disney, como Ripley, que al mismo tiempo han conseguido como Rockefeller magnificar obsesiones personales hasta la dimensión de toda una cultura. Esto es lo que me fascina. Y esto ha sido propio de la industria cultural de los Estados Unidos, la hipermagnificación de obsesiones personales.

–Son tres personajes que construyen su propia ficción y terminan imponiéndola a niveles globales.

–Sí, y terminan imponiéndola por su pasión en construir un personaje. De hecho lo que nos resultaba a Jorge y a mí fascinante de Ripley era el paralelo con personajes de la vanguardia europea, como Georges Bataille, sólo que Bataille producía para un pequeño grupo de personas. Y la pregunta que nos hacíamos era qué hubiera sucedido si Georges Bataille hubiera fundado un imperio multimedia [risas], de modo que Ripley era un poco la respuesta a esta pregunta.

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Ben Lerner, que está de actualidad por la presentación de dos libros suyos en español ―10:04 (Reservoir Books) y Elegías Doppler (Kriller 71)– hablaba en una entrevista de su preocupación por la forma en que nos explicamos el mundo con nuestras propias narraciones. ¿Cómo percibe este problema un argentino que vive en Estados Unidos?

–A mí me gusta ver esta cuestión de la ficción en la vida cotidiana, en la sociedad si queremos americana, porque la sociedad americana es terapéutica. En un lugar como Nueva York (no puedo hablar de todos los Estados Unidos) las personas desde niños están habituadas a enunciar un discurso sobre sí mismos, construir la ficción de sí mismos, de un modo o de otro. En terapias, en escuelas que muchas veces son instituciones terapéuticas, en sus currículums vitae, en declaraciones de propósitos para entrar en la escuela, desde el comienzo todos somos en los Estados Unidos máquinas de producir discursos sobre nosotros mismos. Es difícil, una vez que lo enuncias durante un tiempo, no creerlo.

Laddaga ha escrito dos obras ―Estética de la emergencia (2006) y Estética de laboratorio (2010)― en torno a las formas artísticas liminales que posibilita la nueva era de interacción global. Si nuestros conceptos actuales de obra de arte, artista y museo fueron forjados desde la Ilustración, Reinaldo Laddaga se atreve a elucubrar sobre las mutaciones que esos conceptos sufren en el S. XXI con la interacción propia de un mundo hipercomunicado.

–En Estética de Laboratorio pones el foco en el taller y no en la obra acabada y lista para ser reverenciada como la explica Paul Valéry. ¿El próximo estado del arte será el de la provisionalidad, la imperfección?

–Creo que sí, cada vez será más así, y creo que es normal. Creo que la figura de la obra de Paul Valéry es el resultado de grandes fuerzas históricas que sustraen crecientemente (s. XV-XVII) a la obra de los espacios de conversación. Tengo la impresión de que en medios digitales nada aparece como fijo, y todo aparece inmerso en corrientes de conversación. Es como si en lugar de lo que solía ser la obra vinieras preocupado por algo que es más parecido a una incitación a la conversación, producida por alguien que, por mil razones, explora las posibilidades estéticas de una situación en la cual de lo que se trata es de la exposición de sí en el contexto de los propios artefactos. Por otro lado tengo la impresión de que esto tiene que ver con algo que también me parece normal: que las personas interesan más que los objetos. Y crecientemente queremos observar personas, y personas que se encuentran efectuando operaciones sobre sí mismas, y nos interesa observar los instrumentos que otros se fabrican.

–En ese libro dices: “Estos artistas, por lo general, actúan como si comprendieran que la ejecución de sus programas excede las capacidades del individuo en su retiro”. ¿El aislamiento del artista deja de ser necesario?

–No, no hay necesidad, nada en nuestra cultura lo favorece, estamos explorando otras maneras de vida y es natural que los objetos que nos resultan más interesantes sean los que nos permitan mejor explorar esas maneras de vida. Todos sentimos que estamos viviendo una transición en la cual tenemos que decidir qué hacer con nosotros mismos en un mundo postradicional, sin saber nunca qué.

¿Significa eso que el artista está completo dentro de un grupo y, en consecuencia, es más débil en la individualidad?

–No sé si lo generalizaría a todos los momentos históricos. Me da la impresión de que hoy por hoy sí. Alguien que hoy se sustrae a la conversación general pierde presencia, más que la gana. Pero esto es una percepción personal.

–En el libro mencionas ejemplos diversos, pero a la altura de 2010. ¿Podrías darnos un modelo actual que encarne la idea de “Nuevo Régimen Práctico” del arte?

–El último de los casos que menciono es el del artista Thomas Hirschhorn. En las obras que menciono en el libro realiza procesos de construcción de lo que él llama monumentos, espacios que intentan asociar comunidades heterogéneas en lugares específicos, construcción de espacios que luego son utilizados por las comunidades en cuestión para actos de autoexposición.

Pero ya que hablamos de un fin del “Antiguo Régimen Estético”, me pregunto si no es eso lo que ya hicieron las vanguardias.

–Primero tengo que decir que cuando escribí Estética de la emergencia era más joven y más apocalíptico [risas].

–Vamos matizando ideas con el tiempo, sí.

–No sé si hoy hablaría del fin de un régimen, si lo marcaría así. Mi objetivo en aquel libro era definir prácticas que en muchos aspectos se parecían a las vanguardias (en la supresión de la obra de arte, acercamiento del público y del artista, etc.), que se realizaban en un mundo muy diferente al de las primeras vanguardias ―que eran esencialmente polémicas y se proponían de alguna manera como el negativo [del arte tradicional]. Las prácticas en las que yo me ocupaba, en el caso de Hirschhorn por ejemplo, lejos de proponerse como destrucción de la tradición del arte se proponían reescribir la tradición del arte en espacios más vastos, en conversaciones más complejas. Creo que no hay el mismo tipo de actitud de vanguardia que en los 20, incluso que en los 60, 70…

–¿Por qué lo defines como régimen? ¿Hay algo, alguna potencia que rija sobre el arte?

–No. Régimen lo usaba en el sentido de la asociación de un conjunto de ideas, prácticas, ideales, pero no constituidos por nadie en particular, sino colectivamente. También hablo en otros momentos en el mismo libro de una cultura. Tengo la impresión de que hablaba de régimen (hace mucho que escribí el libro) cuando describía el sistema de prácticas y cultura, más bien que cuando intentaba describir el sistema de ideas.

–Ese régimen, pues, se va a ir abriendo, a pesar de los escépticos. Y aquí encuentro un parangón con la política actual, incluso la que se llama de izquierdas, que parece negar la posibilidad de cambio. ¿El cambio es imparable?

–Sí, claro. Cuando hablamos de que el “cambio no es posible” ―y lo he escuchado en el discurso de gente con la que he conversado estos días, y en el discurso de los periódicos y las revistas― me da la impresión de que se dice que parecía imposible llevar la realidad al sitio donde nosotros queríamos llevarla. Decir que “el cambio no es posible” es decir simplemente que el mundo está yendo en otra dirección, está cambiando en una dirección que no nos parece satisfactoria.

–Porque no era la que nosotros teníamos prevista…

–Es un problema que todos tenemos: a partir de un determinado momento se nos hace difícil cambiar las propias expectativas, entonces cuando el mundo no va en la dirección que nos parecía deseable entendemos que retrocede, o algo parecido. Eso es sólo una prueba de una cierta falta de flexibilidad intelectual ―de lo cual no se puede acusar a nadie, es difícil ser flexible.

Desde las fechas en que Laddaga publicó aquellas obras sobre el arte la historia parece haber entrado en barrena con una serie de cambios que tienen desconcertado a más de uno, pero muy especialmente a la clase política. Observo que también la democracia occidental se sustenta ―como el arte― sobre un ideario nacido como consecuencia de la Ilustración, y empiezo a establecer conexiones, no sé si del todo admisibles. ¿Será que el cambio en lo artístico esté sucediendo como otro de los efectos de un cambio mucho más amplio, de dimensión cultural y social?

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–Mencionas en tus análisis propuestas que, o son liminales, o exceden el mundo del arte, como internet, el código abierto… eso me sugiere que cuando hablas de arte, de alguna manera estás hablando también de una evolución social y política.

–Sí, sí. Disculpa si no soy tan articulado en relación a este libro como puedo serlo con respecto a proyectos más recientes, porque ya pasó algún tiempo y a veces no recuerdo con exactitud el argumento, a pesar de que estoy de acuerdo conmigo en lo esencial. Pero en el momento en que lo escribí una intención precisamente era ver qué conclusiones podían sacarse en el campo estético, qué paralelos podían trazarse en la producción artística respecto a procesos que sucedían en campos muy diferentes, pero donde se estaban explorando modos de producción colaborativa y de asociación social que me parecían ―y me siguen pareciendo― novedosos. Usaba menos el caso de movimientos sociales que de software libre porque me pareció un lugar donde se pueden encontrar paralelos interesantes en el caso de la producción artística, porque es un espacio donde se forman comunidades en torno a la producción de algo: código (en el caso del software libre), objetos con alguna clase de carácter estético (en el caso del espacio del arte).

–Entonces veo concomitancias con el movimiento del 15-M, desde el que se insiste en que estamos en los estertores de un paradigma, un modelo que nació en el s. XIX y que en el XXI no tiene sentido, cuando existe internet y la posibilidad de una participación directa en política es real.

–Bueno, no puedo hablar de la política española [en profundidad]. Yo encuentro ese paralelo, aunque pareciera ser que [esos movimientos] no tienen otro remedio que operar en el marco institucional que constriñe las acciones a realizar.

–Pero dentro de su programa va incluida la idea de alterar ese orden, de ahí que se consideren enemigos del antiguo régimen. Eso les ha valido la consideración de enemigos por todos los partidos tradicionales, en cualquier parte del espectro ideológico.

–Efectivamente, tiene sentido hacer las cosas de otra manera, fundamentalmente por razones tecnológicas. En el mundo del arte también es posible hacer las cosas de otra manera, sin embargo, por otras mil razones, los artistas también operan en un sistema donde hay museos, galerías, editoriales, libros, sellos discográficos, discos…

–Todavía existen, sí.

–Tengo la impresión de que hoy estamos en un momento de transición donde estructuras se sostienen, pero son crecientemente vaciadas, generan menos capacidad de pasión ―de los políticos a la gente, pero también los editores a sus autores, cuando los autores son sensibles a las posibilidades de hacer cosas de otros modos―. En el caso de los libros esto es bastante evidente: el sistema de suplementos culturales, editoriales, agentes, editores, escritores, está todavía allí pero es cada vez más una suerte de buque fantasma porque faltan los lectores, los escritores están menos entusiasmados por hacer lo que se espera de ellos, etc.

–¿Cómo ves la evolución política en Argentina? ¿Se observan dinámicas innovadoras del tipo que has comentado?

–No sé. Honestamente llevo tanto tiempo fuera que podría decirte como un lector informado y parcial de lo que hay en los periódicos esencialmente, pero no tengo la impresión de que el kirchnerismo sea nada nuevo, y a veces me parece sorprendente que se vea como nuevo, me parece un resabio. No sé si hay otras cosas sucediendo.

–Pues ya sabes que en España nos interesa mucho todo lo argentino, y la prueba está en la presencia de escritores en la zona alta de nuestras listas. Estamos atentos a las próximas elecciones, seguimos de cerca el caso Nisman.

–Bueno, eso sí es una maraña de ficciones, aparentemente indescifrable, interminable y proliferante. Cuando murió el fiscal Nisman yo estuve pegado a los periódicos durante semanas, hasta que ya no pude más.

Parece que la extraversión que significa cualquier enfoque hacia lo global requiere un equilibrio tranquilizante, la afirmación de unas mínimas certezas que eviten la mise en abîme del individuo. Así se explicaría toda esa veta temática que ha eclosionado en la literatura reciente en torno a la identidad, y de la que el propio Laddaga sirve de ejemplo. En uno de sus libros más recientes, Prólogo a los libros de mi padre, habla de cómo un día su padre decidió que iba a convertirse en el escritor argentino más importante. De esa forma condicionó la vocación del hijo convirtiéndolo automáticamente en crítico sin que lo pidiera.

–¿De dónde surge la idea de escribir un prólogo a esos libros escritos por tu padre tantos años atrás?

–Mi padre era escritor aficionado. Mi formación como crítico sucedió primero con la lectura de los libros de mi padre, que no eran muy buenos pero sí eran curiosos. Mi padre que había sido arquitecto, y profesor universitario, había abandonado casi toda otra ocupación para dedicarse a la escritura y a la publicación de sus libros. Murió a los 50 años habiendo escrito seis o siete libros. Mi libro es mezcla de memoria, reflexión sobre mi formación ―lo que significa para un crítico haberse formado de esa manera― y reescritura de algunos libros de mi padre. Es un híbrido. 

–¿Es imposible forjar la propia identidad si no es a partir de la del padre?

–Sí, y particularmente si eres escritor y tu padre lo ha sido. Yo sólo pude convertirme en escritor cuando mi padre dejó de hacerlo. Por otra parte mi padre, como escritor relativamente tardío ―empezó a los 40 años― mi contacto con la ficción y el drama de mi padre, en tanto escritor insatisfecho por su falta de reconocimiento, me dio una impresión muy aguda de hasta qué punto la escritura de un libro es un proceso de invención de sí mismo.

Tu padre escribía ficción, ¿es esa la causa de tu predilección por la no ficción?

–Exacto. Y también mi dificultad para ver como puramente ficción cualquier ficción. En el caso de mi padre, para mí era muy fácil ver las fuentes reales: personajes de la familia, o la reelaboración de fantasías que había tenido y de las cuales nos hablaba antes―.

¿En qué proyectos te encuentras ahora?

–Mi último libro se presenta como la segunda edición de los Cuentos breves y extraordinarios de Borges y Bioy Casares, una colección que hicieron en el año 56. Estoy usando el mismo corpus general que ellos, una segunda colección de unos 80 relatos que envié a unos 80 compositores ―y yo mismo he estado haciendo música últimamente― para que hicieran ―hiciéramos― pequeñas piezas musicales. El libro salió en Holanda en inglés, como una colección de 55 relatos y 55 piezas musicales, en libro con dos cedés, y también en e-book en inglés y en español.

–No habrás tenido problemas con María Kodama…

–No, porque no hay una sola palabra [susceptible de denuncia]. Ah, y tengo otro libro de imagen y sonido y palabras en torno al año 1919. La próxima vez que nos veamos, te lo traeré.

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