Con ese desaliño natural inherente a los skaters que lo son desde niños, cuando la adoración por el patín era –años 90– una filosofía de vida y no una moda. Casi nadie conocía por su verdadero nombre a aquel alicantino que para la gente del campus era, simplemente, Chino. Pero no era uno más, si llegabas a tratar de cerca resultaba inolvidable, hacía que una oleada de buen rollo te invadiera al instante. Te alegraba un día gris con su simpatía a raudales carente de impostación. Alguien con luz, cuya emisión de vibraciones siempre es positiva. Uno de esos tipos que alegra con su mera presencia. Un fotógrafo innato, y un surfer auténtico, con desbordante vitalidad mediterránea y con la espontánea bandera de su carisma, Atila Madrona, ha iniciado una increíble aventura por las Antípodas.
A lomos de su bicicleta tira de un pequeño carro con un soporte para la tabla de surf. Este es el caracol que tiene previsto llevar en su andadura perimetral por Nueva Zelanda, a la búsqueda de vivencias y olas sobre las que fluir. Millas y millas, playas y playas. Un documental en gestación, un videoblog con las andanzas inmediatas, un sencillo propósito para un ciclista criado entre tablas y cámaras de toda índole. La confluencia de muy diversas pasiones en un tronco común en pro de la Aventura y su relato fragmentado.
Don’t follow this bike es el nombre del proyecto. Una odisea por los mares del sur que va más allá de la filmación. Una necesidad vital. Una idea, a partir de una motivación fraguada durante años, desde Zurriola a Fisterra, con miles de olas surcadas y, frente al Mare Nostrum, millones de pedaladas. Una decisión, una propuesta y unos meses a la búsqueda de los respaldos necesarios. Un reclamo tan sencillo como este dibujo:
Así, lejos de los influjos de la urbe, conectado pero a distancia, prosigue en su devenir. Aislado, a placer, en la inmensidad de los paisajes del Señor de los Anillos. Con su tienda de campaña hinchable como casita itinerante y la autonomía energética de su placa solar portátil y de su hornillo de cocina. Con las rutinas propias del camino que va configurándose como contexto cotidiano. Con el ritual de empacar los bártulos para volver a desperdigarlos en cada nuevo enclave de acampada. Con las decenas de personas que van dibujándose en el horizonte –con diez meses de infinito– para ayudarle, acogerle, invitarle a comer o a descubrir una playa donde entran de un modo delicioso. Con los artilugios que le permiten registrar cada experiencia susceptible de ser guardada. Y, por supuesto, la sempiterna tabla de surf, eje fundacional de este viaje.
Atila Madrona, arrasa, a diferencia de los hunos, en los prados interiores. Por eso, quienes vayan conociéndole a lo largo del viaje quedarán prendados con su encantadora sencillez y su inacabable sonrisa. Las gentes son el viaje, el surf su circunstancia, la bici, un medio que es un fin en sí mismo y Nueva Zelanda, el marco idóneo. Así lo entiende este embajador de la armonía que con ese fulgor, como el de los amaneceres en su Lucentum natal, alcanza y deja huella. Las perspectivas del mundo se intercambian mejor cuando gente como el Chino transmite sus mensajes de integración, de respeto a la naturaleza y de amor por nuestros congéneres. De facto y no sólo de palabra.
El tiempo de los exploradores de lo ignoto ya terminó; ahora, tan sólo queda buscar la aventura dentro de los mapas. Quizá sea en los confines del globo, entre pedales y olas, donde aquel skater risueño logre captar la esencia de los aventureros frente a experiencias ante la inmensidad.