Cada mañana, telediarios y periódicos nos llenan de bilis la boca con una actualidad que nos abruma. Así que hoy, querido lector, déjeme liberarle de la realidad con un cuento que promete tener final feliz.

Érase que se era, un lejano, pequeño y bucólico lugar habitado por personas de toda condición: campesinos, labradores, orfebres, comerciantes, profesores… En definitiva, gente normal. Cada mañana, el gallo despertaba a un nuevo día y daba pie al inicio de una intensa jornada. Nadie vivía entre grandes riquezas pero tampoco nadie resultaba abandonado a su suerte porque todos eran conscientes de formar parte de una comunidad. Cada uno vendía lo que producía para poder satisfacer sus necesidades pero si alguien razonablemente necesitaba más, siempre podía recurrir al Dispensario de Bienes del pueblo, un enorme almacén con las aportaciones de todos para aguardar con tranquilidad los tiempos de vacas flacas. La confianza, la igualdad y la solidaridad sostenían un sistema útil y provechoso que les otorgaba seguridad a su futuro. Por supuesto, también sufrían las carencias y problemas propios de cualquier sociedad pero con todo, sus habitantes no veían un lugar mejor para ser feliz.

Hasta que… ocurrió la tragedia que lo cambió todo.

Un día, la niña más querida del pueblo, la pequeña Democracia, conocida por su empatía y generosidad, e hija de doña Igualdad y don Derecho –una pareja severa, pero justa–, estaba a punto de salir de su casa para realizar un importante recado de su madre.

–Democracia, hija, necesito que me hagas un favor, necesito que le lleves estos víveres a casa de la abuelita.

Justicia, la abuelita de Democracia, era una sabia mujer muy reputada por aconsejar siempre con acierto en las grandes decisiones del pueblo. Sin embargo, los achaques que sufría por su avanzada edad le impedían salir de su caserón, situado además en lo más alto de la montaña, lugar por otra parte escarpado y muy inaccesible. Ciega y casi sorda con el tiempo, la abuelita Justicia ya apenas se dejaba ver. Su hija, Igualdad, era pues la encargada de ayudarla habitualmente con las tareas pero ese día se levantó indispuesta, así que pensó en Democracia para realizar el encargo. Esta decisión, no obstante, le inquietaba la mente porque temía por los numerosos peligros a los que estaría expuesta, la muy ingenua Democracia, de camino a la casa de la abuelita. No era para menos, el recorrido era angosto y de obligado cruce por el más peliagudo de los bosques de toda la comarca: el bosque Corrupción.

Allí, la luz del sol debía luchar contra una maraña de ramas, árboles secos, laberintos sin salida y malas hierbas para poder abrirse paso. Era además el refugio ideal para asaltantes y extrañas criaturas. Corría el rumor de que la propia abuelita Justicia era la responsable de que este bosque se mantuviera a raya, pero para muchos eran habladurías de viejos. En cualquier caso, los valientes que lo traspasaban con éxito sí coincidían en dos cosas: el olor nauseabundo de la espesura y la curiosa atracción de las alimañas por todo objeto de valor. Nadie sabía el porqué pero cuanto menos se parara y más rápido se anduviese, mejor.

Ajena a todas estas leyendas, Democracia tan solo veía un monte y no entendía tal preocupación. Se cubrió su dorado pelo con una caperuza roja y se dispuso a emprender su viaje, diciendo adiós con la mano a su madre.

–Recuerda hija, ¡no te salgas del camino del Bienestar!

Este camino no era el más rápido y se encontraba bastante deteriorado, pero seguía siendo el más fiable dentro del bosque. Mientras se iba adentrando, Democracia canturreaba y jugaba distraída sin ser consciente de que la noche le iba cayendo como un pesado telón colgado del firmamento. De repente, unos anónimos ojos amarillos aparecieron entre la penumbra de dos arbustos. “¡Ay!, ¡déjate ver!, ¿quién eres?”, chilló Democracia. Una preciosa loba, muy ladina ella, salió de su oscuridad y se le acercó lentamente. “Perdona, no quería asustarte, me llamo Neoliberal, pero me puedes llamar Neo. Encantada”. ¿A dónde vas?”, preguntó el animal. La loba parecía tan dócil como un corderito y la inocente niña se tranquilizó al haber encontrado agradable compañía en su caminata. “Yo me llamo Democracia, y voy a casa de mi abuelita a darle este cestito de comida y medicinas. Está muy malita y las necesita”.

La loba levantó las orejas de una forma muy particular, pareció que la conversación le interesaba mucho más. “Qué casualidad, yo también iba a ver a la abuelita Justicia. Si quieres te puedo ayudar, dame tu cestita y se la llevaré velozmente a la abuelita. Además, soy más rápida, eficiente y fuerte que tú. A cambio, solo pido un poquito del mendrugo de pan”. Democracia dudó, pero se convenció de las palabras de la loba porque con sus cortas piernas le alcanzaría la noche y no había tiempo que perder. “Está bien, pero sólo un trocito, ¿eh?”. La loba sonrió satisfecha y con la cesta entre sus dientes, se difuminó entre el horizonte del sendero.

La niña, ahora más ligera de responsabilidad, siguió su camino despreocupada. “¡Ay, qué susto!”, respingó de repente. Se había dado de bruces con dos zorros de muy mal gesto que le cortaban el paso.

–¡Alto! ¿Qué haces en nuestro bosque?

Voy a llevarle comida a mi abuelita.

–Y, ¿dónde están las viandas?, ¡estás mintiendo! Es que… ¿¿acaso eres de la ETA, de la ‘Exterminación y Transporte de Animales’??”,

Democracia se empezó a asustar por la agresividad inquisidora de los zorros, que gruñían enseñando sus colmillos.

–¿¿Quién?? No, no, yo solo venía a llevarle…”.

–Claro que sí. ¡No mientas! Si estás en este bosque es que apoyas a la ETA, tu abuelita es tu contacto con la ETA, así que tú también eres de la ETA.

Democracia, estupefacta y desorientada, no tenía ni idea de qué le acusaban, pero enseguida comprendió que los zorros no atendían a razones. Quiso huir pero ya fue tarde. La pobre Democracia no pudo evitar que se le echaran encima miles de dentelladas sobre sus delgadas piernas y le embargó un intenso dolor acristalado. Cuando se fueron, y aún sin entender nada, pidió auxilio pero no fue lo más conveniente. A su llamada acudió una espesa bandada de cuervos de alzacuello blanco que la envolvieron en picotazos hasta tirarla de nuevo al suelo, mientras le graznaban “indecente, “pecadora”, entre otras sucias palabras. Hasta ese momento, no se dio cuenta de que los zorros le habían dejado la caperuza roja hecha jirones y estaba en bragas.

Corriendo a trompicones y llorando sin parar, se estaba acercando al final de la senda Bienestar, pero no al final de su tragedia. Sin saber cuándo apareció, una enorme silueta emergió de entre la maleza y la dejó petrificada. “¡No puede ser!”, se repetía Democracia para sus adentros. Estaba aterrorizada al ver, después de muchos años, al Cazador del pueblo. Antaño querido y necesitado, fue un héroe que se adentró un día en la profundidad del bosque Corrupción, prometiendo en sus discursos tener la solución contra aquel Mal, pero nunca más regresó. Muchos le creían responsable de los muchos secuestros del pueblo. Hasta ese momento, Democracia no había percibido con tanta intensidad el profundo hedor que emanaba el bosque hasta que notó el cálido aliento del cazador sobre su nuca. Se le acercaba lentamente con los ojos hinchados por una malicia desconocida para ella, aunque lo que la helaba era esa sonrisa afilada que dejaba intuir un oscuro deseo. Democracia, al sentir la primera áspera mano deslizarse sobre su cuerpo, cerró los ojos, se entregó a su inmensa soledad, y se quedó impotente a recibir los latigazos de su corazón.

A la mañana siguiente, Democracia, totalmente abatida, por dentro y por fuera, recobró ánimos para recorrer los últimos metros hasta la casa de la abuelita. Todavía sollozando dolorida, renqueando y medio desnuda, por fin la vio. La casa de la abuelita Justicia siempre fue de modesta construcción y un poco destartalada. Democracia sintió un gran alivio al recordar la rugosidad de la puerta con sus nudillos. “Pasa, pasa querida, la puerta está abierta”. Democracia pasó el umbral de la entrada pero inmediatamente sintió el ambiente enrarecido. Muy lúgubre y frío. Normalmente, la abuelita Justicia siempre tenía la lumbre dispuesta para llenar de luz y candor su hogar. En esta ocasión, el fuego estaba apagado. Democracia, tentando los objetos de por medio se acercó a la cama de su abuelita. “Abuelita, ¡qué mal lo he pasado llegando a tu casa! Los zorros… los cuervos… y… y… y, ¡el Cazador!”. “Llora hija mía, llora”, le respondió la abuelita. Democracia percibió la mano de su abuelita extrañamente peluda y con las uñas tan afiladas que le arañaron un poco la piel.

–Abuelita, qué ojos más grandes tienes.

–Son para verte mejor.

Pero Democracia sabía que la abuelita Justicia era ciega.

–Abuelita, qué orejas tan grandes tienes.

–Son para oírte mejor.

Pero Democracia sabía que la abuelita Justicia era sorda.

–Abuelita, abuelita, qué nariz tan grande tienes.

–Es para olerte mejor.

Pero Democracia sabía que la abuelita Justicia apenas tenía olfato.

–Abuelita… qué boca tan grande tienes…

–¡¡Es para comerte mejor!!

Democracia, del susto se puso en pie buscando la salida. La loba Neoliberal ¡se había comido a la abuelita Justicia!, además de todo lo que había en la cesta. Un haz de luz hacía brillar numerosos charcos de sangre. La loba le había engañado. Corriendo como alma que lleva el diablo y sintiendo la lengua de la loba relamiéndole sus talones, Democracia deshacía el sendero Bienestar para poder volver a su pueblo y pedir ayuda. En su carrera, la loba ya había advertido al resto de seres del bosque Corrupción de que doña Justicia había muerto. Por delante de Democracia corrían en estampida de nuevo los zorros, los cuervos, y el temido Cazador, pero también se sumaron a la carrera unos pérfidos gordos jabalíes de pezuñas hechas con monedas, unas espantosas arañas que llevaban tijeras por aguijones, unas víboras patrocinadas por conocidas marcas comerciales a su espalda, una hidra de raza europea de tres cabezas, y una extraña gaviota blanca con colmillos (sí, una gaviota lejos del mar), entre otros espeluznantes monstruos ocultos hasta la fecha.

De nada le sirvió correr a Democracia. Cuando llegó al pueblo todo estaba arrasado y el Dispensario saqueado. El lugar estaba sumido en el caos más absoluto. Democracia, al ver los despojos de su hogar, se llevó las manos a la cara para poder llorar, pero no le dio tiempo porque la loba Neoliberal se la terminó por comer.

Y, colorín colorado, este cuento se ha acabado. “Pero, y ¿el final feliz?” Ya lo tiene, pero no para sus protagonistas sino para los otros. “Y, ¿la moraleja?” Acaso, ¿la vida real la tiene? La única certeza es que en este año 2015, tan electoralmente importante para España, puede que cuentos como éste se hagan realidad. O, ¿ya lo son? Pues, esa es la única moraleja.

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