Cada vez que un toro mata a un torero pasa lo mismo: una turba virtual bate palmas y se alegra mientras enfrente otra turba se escandaliza e indigna por la alegría de los primeros. El último caso es el del torero Víctor Barrio, que hace unos días sufrió una cornada en el pecho muriendo en el acto. En el acto de torear y matar al toro, que se sobrentienda bien y de entrada. Inmediatamente surgieron las reacciones: los que aplaudieron la muerte por censurar la profesión del muerto; los que, sin aprobar la profesión del fallecido, la toleran y censuran los comentarios de alegría porque piensan que ‘la vida humana es lo más importante’; y los aficionados que no ven nada reprobable en la tauromaquia y consideran la muerte del torero como una injusta tragedia.
En este punto, que es campo abonado para la hipocresía, caben varias cuestiones. La primera es sobre la motivación de los taurinos, que cada vez son menos pues las generaciones más jóvenes, merced a Internet, están mayoritariamente adheridas a la cultura metropolitana de masas por muy rural que sea su entorno y rechazan la tauromaquia como entretenimiento o manifestación artística, considerándola un acto de crueldad innecesaria. La cuestión es que, en este escenario, el de un Occidente de impostada sensibilidad que consume insostenibles cantidades de carne, es un acto horroroso matar a un animal en público, pero en España cierto sector de la población lo ritualiza y considera arte. El asesinato debe hacerse a puerta cerrada y estar justificado por una necesidad básica como es comer (aunque existan alternativas) y no por el mero entretenimiento por muy alevoso y cruel que sea en ambos casos el acto de dar muerte a la res. Esta es la principal incoherencia moral que detectan los taurinos y que usan para justificar su afición. Tiene cierta lógica, como también la tiene el hecho de que ¿si no dejamos de matar animales por diversión, cómo y cuándo esperamos dejar de hacerlo para comer? Conviene informarse mucho al respecto, pues no hace falta ser vegano militante para darse cuenta de que la industria cárnica es del todo insostenible.
Pero bueno, como la animalista es una causa bastante cómoda, sin implicaciones ni conflictos de intereses demasiado complejos, gran parte de la sociedad poco a poco está virando en este sentido. Como consecuencia de esa nueva sensibilidad, las plazas de toros cada vez están más vacías, se destinan a otros usos distintos al toreo, que sin subvenciones públicas está condenado, y se empiezan a regular festejos polémicos. Los taurinos en general identifican su afición con la quintaesencia de la españolidad, el sentimiento patriótico regado con sangre, el rojo de la bandera. La mayoría de la población, en cambio, cada vez es más consciente de que hacer coincidir un acto tan cruel con la identidad territorial no juega nada en favor del territorio en cuestión. Es un hecho que en España, país eminentemente turístico, los toros no son un reclamo para los extranjeros. Lo es la temperatura, la geografía, la cultura e historia, la gastronomía, esa laxitud latina compuesta por un etcétera en el que no entra, o no debería entrar la tauromaquia, considerada por los países a los que queremos parecernos como un anacronismo bárbaro y excéntrico.
La tauromaquia solo le gusta a quien la ha vivido siempre, a quien se le ha inculcado como actividad moralmente irreprochable, convencidos de que el de torero sigue siendo un oficio aceptable y en consonancia con los tiempos. Los serenos desaparecieron cuando se inventaron los telefonillos de los portales y la tauromaquia empezó su proceso de desaparición con el fútbol televisado. De ahí que la necesidad de justificar una actividad socialmente innecesaria lleve al mundo del toreo a utilizar un lenguaje propio para dar significado a lo que ya no lo tiene. Por eso cuando Risto Mejide acusaba a Fran Rivera de que iba a la plaza a matar toros, él respondía que no, que iba a torear. Eufemismos: llaman ‘suerte’ a capotear un toro ensangrentado y agotado. Falacias: afirman que el toro sufre menos, que tiene el umbral de dolor más alto o incluso que le gusta porque cuando le pinchan embiste con más fuerza: se llama instinto de supervivencia. O que desaparecería la especie si desapareciera el toreo. Venga, hagan el favor. En estas insostenibles excusas piensan los diestros cuando se encomiendan a sus diecisiete santos patrones mientras se travisten antes de las corridas como se ha hecho desde hace siglos. Hace siglos también morían muchos más toreros, cuando no había quirófanos en las plazas.
Existe una enorme discrepancia en la sociedad española respecto a los toros. Cuando muere un torero se puede ver claramente esta diferencia de pareceres, una diferencia desequilibrada, pues cada vez son menos los que defienden una actividad anacrónica como el toreo y, por ello, se ven obligados a recurrir a la administración de justicia para apoyar su punto de vista, interponiendo denuncias contra quienes se alegran de algo tan absurdo por obvio como que un toro haya matado a un torero. El hecho de que tengas que denunciar una opinión porque la sociedad que te rodea no la respalda mayoritariamente o simplemente no siente el agravio con la misma intensidad que tú debería hacer que te pares a pensar un segundo en lo que estás defendiendo. Porque si yo tuiteo que me alegro del último bombardeo de los aliados sobre las posiciones del Daesh, en el que mueren cientos de terroristas, que son personas también, malas personas pero personas, no debo temer ninguna denuncia. Del mismo modo, pongamos por caso que José Bretón muere violentamente en la cárcel; muchos miles se alegrarían públicamente de esa muerte y la administración de justicia no movería un dedo para perseguirles. La vida humana es lo primero, pero depende de si estoy de acuerdo con lo que hace o dice esa vida humana a la hora de poner en marcha los engranajes del sistema de justicia.
¡Pero energúmeno, estás comparando a toreros con terroristas y asesinos, que no es lo mismo matar toros que matar personas y niños como los del Daesh o Bretón! Y ahí está la diferencia ética, que no moral, pues moralmente toda vida debería ser digna de poder existir independientemente del aburrimiento de nuestra especie, que considera que la vida del toro de lidia merece menos respeto que la vida humana o la del perro, siendo ya el colmo que además coincida esa opinión con la de considerar vida y conferir derechos a un cigoto, como suele ocurrir. Ante esta discrepancia filosófica solo puede perseguirse el acto de matar y nunca al acto de opinar sobre el acto de matar. Es decir, se ha de perseguir a quien mata, no a quien justifica el crimen por afinidad ideológica o moral con el asesino. Imaginemos cíber-redadas en Twitter cada vez que se calienta la franja de Gaza ¿De qué lado se posicionaría nuestra justicia? ¿Se perseguiría por igual los mensajes de odio contra palestinos y contra israelís? ¿Qué guiaría a las autoridades policiales, el respeto por la vida humana o la presión de los lobbies?
No estoy intentando compararla con el conflicto árabe-israelí, evidentemente en contraste la controversia taurina es baladí, pero sirve para ejemplificar el tratamiento de las reacciones airadas de la sociedad frente a un conflicto enquistado en el que nunca se ha abordado la raíz del problema. Si evitas que el torero mate toros, los aficionados acabarán tragando inevitablemente. Porque si hasta al calificar el acto de matar hay discrepancias, ¿cómo coño pensamos dirimir judicialmente las interpretaciones filosóficas derivadas del acto? Un ejemplo, se ha apedreado y maltratado impunemente a perros y gatos durante siglos pero hoy es delito, sin embargo acuchillar un toro en una plaza sigue gozando de la permisividad de la Ley y la publicidad en medios de comunicación ¿Dónde reside la diferencia a la hora de calificar jurídicamente ambos actos? ¿En los usos y costumbres? La tauromaquia es una tradición arraigada en la cultura, pero es curioso como la interpretación jurídica ha cambiado para perros y gatos pero no para toros, pues los primeros antes no gozaban de ningún derecho mientras que ahora se les protege otorgándoles el derecho natural a la vida, mientras que en España a los toros se les aplica un derecho positivo que supedita su existencia a la función ornamental que ocupan en la despreciable Fiesta Nacional. Para evitar esa discrepancia jurídica deberíamos o prohibir definitivamente los toros o empezar a permitir y televisar peleas de perros.
Si, merced a sus tradiciones, este país aún no ha sido capaz de distinguir lo que es tortura animal de lo que no lo es, distinguir la incitación al odio o el escarnio de una simple reacción airada derivada de algo tan violento y emocional como la tauromaquia, hoy día indistinguible de la tortura animal por mucha pompa que la envuelva, me parece una tarea titánica que los juristas y legisladores de este país dudo mucho aborden activamente y en profundidad atacando la raíz del problema. Más bien al contrario, simplemente se dejarán llevar por las mareas.
Es lo que se está viendo y se verá en este último caso de torero muerto en acto de servicio. Colectivos taurinos ya están manos a la obra recopilando tuits que les hieren en lo más profundo de su alma para denunciarlos en los tribunales; por otra parte, un abogado ha denunciado a un tuitero acusándole del grandilocuente delito de «injuria a la Humanidad». El hecho de que la agenda mediática o la opinión pública condicionen la agenda judicial en la persecución de un presunto delito de incitación al odio trata de imponer una forma de ver y entender la sociedad que atenta contra la libertad de pensamiento. Si alguien con demostrada influencia social alienta a matar a toreros o taurinos se debe penalizar, sí, porque son mensajes que pueden llegar a alimentar ideas megalómanas de venganza en cabezas débiles o tocadas y la administración de justicia debe velar porque eso no pase. Ahora bien, perseguir judicialmente a quien se alegra de la muerte de un torero, o de quien sea, es prevaricación y podría considerarse hasta persecución política, pues si el precepto es que la vida humana es lo más importante no debe importar qué ha hecho esa vida a la hora de castigar a quien se alegre de que acaba, persiguiendo igual a quien desea o celebra la muerte de un torero, la de un policía, la de Botín, la de Pedro Zerolo, la de José Bretón, la de Miguel Ángel Blanco, la de Bolinaga o la de quien sea. Pero qué se puede esperar si en este país la tortura deja de serlo con solo cambiar la especie del animal o el uniforme de quien la inflige. En cualquier momento algún juez de la cavernosa vieja escuela condenará a alguien por alegrarse de o desear la muerte de un torero, no vaya a desaparecer la tradición nacional de seleccionar víctimas para practicar la demagogia con ellas y obtener rédito político o apuntalar tesis cuestionadas.
Los taurinos que lamentan la muerte en el ruedo de los toreros deben entender que la tauromaquia hoy día es una actividad controvertida que cada vez suscita menos simpatía entre los jóvenes urbanitas, es decir, los amos del futuro. Creo que para los taurinos la única posición digna y cautelosa al respecto es el «ladran, luego cabalgamos», pues esa actividad para la que exigen respeto en la actualidad es una barbaridad socialmente innecesaria que ya ha empezado a perder el apoyo de las instituciones públicas, su único sustento. Pero claro, no pueden evitar tentar a la suerte. ¿Se imaginan a los familiares de Botín compilando con ánimo de denunciar los tuits de quienes se alegraron de la muerte de Don Emilio? Claro que no, porque el reino de la banca no es de este mundo. Quien se alegra públicamente de la muerte de alguien que no le gusta es tan estúpido y maniqueo como quien afirma que la ‘vida humana es lo más importante’ y con ese argumento lleva a los tribunales a quien no esté de acuerdo con él al considerar qué vidas son merecedoras de defensa jurídica. La diferencia estriba en que, si no le haces ni puto caso, el primero quedará como un imbécil solo mientras que el segundo, además de quedar como un imbécil igual, consumirá recursos públicos innecesariamente. Por eso, la administración de justicia no debería meterse en estos berenjenales, pero eso es mucho pedirle a un Estado capaz de meter en el FIES a dos titiriteros acusados de terrorismo o de juzgar a un cantante por unos tuits que solo un fiscal ultra podría interpretar como incitaciones a la violencia.
Al judicializar opiniones, solo demuestras lo moralmente acorralado que estás, taurino. Por suerte, tienes una administración de justicia con un gran número de miembros que entienden el orden público como se entendía hace medio siglo, cuando las plazas de toros siempre estaban abarrotadas. A mí, personalmente, solo me alegraría ver a un taurino cambiando de opinión, cosa bastante improbable. Que un toro mate a un torero me da más pena que otra cosa, pues lo único que veo es a un chaval de veintipocos años muriendo por nada en un circo indefendible.
Fotografía: Wikicommons