I. Una ciudad en caos

Si usted ha tenido la desgracia de ir a Guadalajara, México, en los últimos meses entonces ya presenció el caos. Si no, imagínese. El gobierno local instauró la modalidad de las “fotomultas” para conductores que manejan a exceso de velocidad. Eso suena muy bien en primera instancia pues el proceso se vuelve más eficaz y eficiente y se evitan actos de corrupción como las “mordidas”. El problema es que la velocidad máxima para conducir en calles y avenidas se redujo a niveles ridículos: 50 km/h en los carriles centrales y 30 km/hr en las laterales de las avenidas de ocho carriles. Y sí, la ciudad está estancada. Y sí, también, no se requiere ser un genio para darse cuenta de que esta acción tiene un único fin: aumentar la recaudación.

II. El lado bueno de la privatización de las prisiones

No soy experto en el tema pero en los últimos diez años me ha tocado visitar más centros penitenciarios de los que nunca pensé visitar en toda mi vida. Así, he estado en centros federales, estatales y tutelares para menores, con o sin algún grado de privatización. Y me ha tocado ver un poco de todo, desde los que terriblemente se asemejan a las pesadillas carcelarias que cualquiera ha visto en la televisión, hasta los que levantan críticas de derecha “porque los criminales viven mejor que la gente decente” (y pobre).

El proceso de privatización de las prisiones comenzó hace varios años. Tanto en nuestro país como en muchos otros del mundo y forma parte de la ideología del adelgazamiento del estado promovida desde hace un cuarto de siglo. Para las empresas es un negocio muy rentable, como me comentaba hace unos días un criminólogo, en el caso de quienes proveen servicios alimentarios “con un solo peso que le ganen a cada comida por preso” ya es un negociazo. Es cuestión de hacer cuentas, por ejemplo: un peso por 5,000 internos por 3 comidas al día por 30 días del mes: $450,000.00

También en el rubro de la manufactura. El empresario vinculado a los centros penitenciarios -por ejemplo, en España u Holanda, según me comentaba el mismo criminólogo- se compromete a reparar económicamente el daño a la víctima a cambio del trabajo del interno durante su condena. No se espante, en papel, esto no significa legalizar la esclavitud. De hecho, bien manejado, tiene ventajas sobre el sistema tradicional. Por un lado, hay una reparación del daño -aunque sea sólo económica- misma que por lo general brilla por su ausencia. Y, por otro, el interno sólo trabaja media jornada: cuatro horas diarias. Es decir, es un esquema que plantea un escenario ganar-ganar desde el punto de vista económico: gana la víctima pues hay una reparación del daño, gana el interno pues su reclusión no lo excluye del mercado laboral, gana el estado pues reduce costos, gana el empresario pues tiene una mano de obra asegurada (sin rotación de personal, sin prestaciones y, según el caso, con sueldos menores al salario mínimo) y gana el cliente que compra los productos del empresario pues “serán más baratos”.

Mejor aún, en una visita rápida como las que yo he realizado, las prisiones con cierto grado de privatización se “ven mejor” que las prisiones tradicionales, tanto en la infraestructura como en el “ambiente” que se percibe. Incluso, la comida está más balanceada y sabrosa. Y, a según cuentan en las charlas informales tanto directores como vigías que han trabajado en uno y otro tipo de reclusorio, la corrupción y criminalidad interna también se ven reducidas.

Hasta aquí todo parece muy agradable. Igual que parece agradable instaurar “fotomultas” para evitar la corrupción y aumentar la eficiencia y eficacia de la regulación del tránsito vehicular.

III. La ley y la lógica mercantil

Todo sistema conlleva riesgos. Así, en países donde el sistema de privatización de cárceles apenas se está consolidando, como México (y parece que se intentará consolidar en los próximos cuatro años), o en países donde ya está más aventajado, como España, hay por lo menos dos riesgos principales que se vislumbran con este sistema.

En primer lugar, las condenas. Así como en el caso de las “fotomultas”, la lógica mercantil impulsa al estado a disminuir la velocidad máxima permitida de circulación para captar “más infractores” y, por ende, mayores ingresos. En el peor de los escenarios, como el mencionado de Guadalajara, sin importar que la ciudad se convierta en un atasco (o que los ciudadanos busquen formas de evadir la ley, obteniendo sus placas o matrícula en otros estados; es decir, esta exageración impulsa lo que en teoría combate: la corrupción o, mejor dicho, el desconocimiento del estado por parte de la ciudadanía que considera injustas e ilegítimas las leyes). En el caso de la privatización de las prisiones podemos tener un escenario similar que conlleve el aumento de ganancias de los empresarios vinculados a los centros penitenciarios, como me comentaba en estos días otro criminólogo: un lobby en las esferas legislativas que impulse el aumento del tiempo de las condenas. Este aumento en las condenas se puede dar de forma general, auspiciado o promovido por la propaganda del miedo ante la inseguridad real o imaginaria que percibe la sociedad (programas televisivos, campañas políticas, predominancia de nota roja en noticieros, etc…). Pero también de forma selectiva, penas desproporcionadas a crímenes menores (como al graffiti, la venta callejera de fruta o el robo de alimentos en tiendas y supermercados) que sean más rentables pues hay mayor número de infractores y, por tanto, mayor número de futuros empleados y clientes, que en crímenes mayores (como el secuestro, crímenes de cuello blanco o asesinato). Incluso, pueden aparecer nuevas condenas relacionadas con nuevas reformas al código penal (por ejemplo, por “acumular agua de lluvia”, como ya ha sucedido en otros países).

En segundo lugar, la supervisión de los servicios prestados por las compañías privadas. En un inicio, como ya mencioné (o como se muestra en cierta película de Pedro Almodóvar, propagandística como todas sus últimas películas), los centros penitenciarios con cierto grado de privatización se muestran mejores que las cárceles tradicionales. No obstante, la misma lógica mercantil impulsa a las empresas a reducir los costos para aumentar la ganancia y lo único que garantiza que los servicios que prestan sean “de calidad” es la supervisión por parte del estado mismo y de las organizaciones no gubernamentales dedicadas a dicha labor. Aquí los riesgos son casi obvios y se vuelve imperante redes de observación que vinculen a todos actores involucrados. Es decir, a todos. Policías, internos, familiares de los internos, cuerpo legislativo, comisiones de derechos humanos y, en resumen, a la ciudadanía en general. Por desgracia, la supervisión y observación ciudadana se ha ido complicando en demasía en nuestros países a causa del terrorismo, el narcotráfico, los conflictos armados y otros factores que han ido acercando, tanto a los gobiernos como a la opinión pública, a coquetear más (o instaurar) la idea de los “estados de excepción” en aras de la seguridad nacional que a debatir sobre la necesidad de la transparencia en estas instituciones.

Si bien tendemos a pensar, los que nos sentimos lejos de esta realidad, que la prisión es algo “que nunca nos sucederá a nosotros ni a nuestros seres queridos, que es algo que les pasa a otros”, en la práctica cualquier visita a un reclusorio nos deja claro que la línea es mucho más delgada de lo que parece. Y, peor aún, si el lobby empresarial incide en la modificación de condenas y la instauración de nuevas penas.

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