Es viernes y quizás debería estar de fiesta. Quizás no, o posiblemente sí y no lo sepa. Posiblemente debiera aprovechar este penúltimo fin de semana de veinteañera.
Es la una y media de la madrugada y se celebran los 40 años de la muerte de Franco. Ricardo de la Cierva, historiador. Imágenes en blanco y negro. Y luego en color. Banderas rojigualdas. Francisco. Paco. Cesc. Patxi. El Caudillo. Mute. Alargo el brazo para coger el móvil, que ya se ha convertido, a estas alturas, en una extensión de mi mano. En uno más. Desde el móvil me entero de las cosas que les pasan a mis amigos y familia, de los eventos a los que quiero asistir, escribo emails, leo las noticias, escucho música y escribo. Sí, escribo desde el móvil todos mis artículos y luego los paso al ordenador. La primera versión siempre está llena de faltas. Eñes y jotas mal puestas. Mensajes indescifrables que sólo yo sé recomponer.
Me apetece escuchar a Susumo Yokota. Suena Hagoromo y desaparezco. Entro en un bucle ambient experimental mientras mi pareja se aferra a las imágenes de la Guerra Civil en la televisión. Miro al frente, durante quizás 20 segundos. Y cojo el móvil de nuevo. Googleo. A ver qué es de la vida de Yokota. Una serie de noticias, todas ellas en inglés, aparecen en el buscador. Ha muerto. Por lo visto falleció el pasado marzo pero la familia no lo comunicó hasta julio. De una larga enfermedad. No se especifica. Busco otras noticias. ¿Qué enfermedad? No consigo encontrarlo. Para entonces, ya no escucho Hagoromo, sino Saku. Cierro el buscador y me centro en la mirada serena del artista. Foto en Spotify. Tiene una mirada limpia, no tiene mirada de artista. Podría ser un japonés cualquiera. En la tele, el Valle de los Caídos. La abominación y la delicadeza nipona. Siento una sensación extraña y supongo que acabo de meterme en un lugar común. En ese mismo instante, todo queda desplazado, y puedo sentir como los pies se independizan del cuerpo. Los siento por separado. Es la efedrina de un medicamento que tomo para el catarro. Una inmensa cruz invade el salón, aparecen unos falangistas cualquiera y vuelvo a mirar el rostro de Yokota el desaparecido. Le miro a los ojos y me traslado a aquellos días felices en Tokio. Aquella semana de felicidad vacacional llena de sentimientos encontrados. Era el inicio de. Y ya hace seis años. Nunca fui tan feliz, imagino.
De pronto, la sorpresa. Aparece Erik Satie golpeando con fuerza con la Gnossiene número 3. Hago zapping, siempre en mute, y aparecen unos mamarrachos disfrazados revolcándose por el suelo. Deformados. Con Satie de fondo, penetrándome los oídos, todo parece una gran pantomima. Teatrillo de lo absurdo. Gestos forzados en la caja tonta, maquilla empotrado en rostros sin sentido. El estruendo, la banalidad. Del mal. Hannah Arendt para los tiempos de crisis y deformación. El piano de Satie avanza lentamente, ajeno a lo superficial de los días. Sube una escalerilla de caracol, con sigilo, hasta llegar a una buhardilla desierta. Huele a madera y a barniz, pero también a viejo y a polvo. Se me atasca en la garganta y aguanto la respiración. Satie me embruja y me recupero. Amor platónico.
Y de pronto, la arbitrariedad de la vida y la casualidad, quizás la causalidad, me traen a Winehouse. Amy para los sentidos. Y un título premonitorio: You know that I’m not good.