El día de su proclamación, Felipe VI llegó al Congreso en un ultralujoso Rolls-Royce Phanton IV escoltado por 23 motoristas en sendas Harleys Davidson. A las puertas de la Cámara baja esperaban los tres ejércitos de las Fuerzas Armadas, a los que pasó revista. Seguidamente, ya en el interior, recibió la reverencia de todos los ministros, aguardó a que se llenara el aforo y cruzó las cortinas de terciopelo rojo que dan entrada al Hemiciclo. Aquello se vino abajo. Felipe, junto a su mujer y sus dos hijas, fue aplaudido durante un eterno minuto y medio. Tras la ovación juró el cargo y cerró la gloriosa mañana con una cita de Don Quijote: “No es un hombre más que otro si no hace más que otro”.
El rey llamaba al mérito desde una montaña de privilegios. Dos años y tres legislaturas después, cabe preguntarse qué va a hacer hoy para ganarse la posteridad.
La torpeza de los cuatro grandes partidos ha dado pie a que algunos ‘oportunistas’ denuncien la futilidad de Felipe VI, recordando que su papel político se reduce a proponer candidato tras consultar a los partidos y, llegado el caso, si el candidato obtiene los apoyos necesarios, nombrarle presidente. No puede ser de otra manera, la Constitución garantiza su neutralidad en la configuración del arco parlamentario y le reserva funciones de arbitraje y moderación. Como colegiado de la democracia, cuanto menos se hable de él, mejor.
“El rey reina pero no gobierna”. Aunque la Casa Real unte al monarca con sobriedad de la más insípida, en determinadas ocasiones no puede evitar que se salga del guion, normalmente fuera de nuestras fronteras; emplea aquí un discurso lustroso y grandilocuente que nos sitúa a la vanguardia del humanismo. Estos últimos días, por ejemplo, ha dejado dicho en las Naciones Unidas que “debemos actuar como un solo mundo, transformarlo en quince años para librarlo de la pobreza extrema y del hambre”. En este sentido, el rey ha mostrado especial preocupación por la crisis de los refugiados, prometiendo que “España seguirá dando prueba de solidaridad y generosidad” durante los próximos años. Lo cierto es que de las 17.387 personas que se pactaron acoger, solo han llegado 516.
En este mismo foro quiso tocar también la “compleja coyuntura” que atravesamos desde diciembre, para la que receta “diálogo, compromiso y sentido del deber”. Es habitual que la prensa española reciba los discursos reales con una mezcla de admiración y morbo, afanados siempre en extraer de ellos el manido tirón de orejas. Por lo visto, cuando el rey dice “diálogo” hemos de interpretar ultimátum, y allá donde reclama compromiso en realidad entona: “La culpa de todo la tiene Pedro Sánchez”. A pesar de la obstinación en pedirle fusta, Felipe VI jamás abandonó el camino de la sutileza o directamente la tibieza. “Toque de atención a los partidos”, así calificaba El País el último movimiento del monarca tras la investidura fallida de Rajoy. “El rey presiona a los partidos para que lleguen a un acuerdo”, titulaba El Mundo. Lejos de lo que sugirieron los dos grandes diarios, el monarca ofreció tiempo a los partidos antes de llamarles a consulta y emitió un comunicado que apelaba a la necesidad de dialogar. Era el momento de enviar un mensaje crudo, acaso el más trascendente. ¿Qué hizo en su lugar? Lanzó un copia-pega del discurso de Navidad.
Con todo, recientes sondeos revelan que el naufragio político no está teniendo consecuencias negativas en la percepción que tienen los españoles de su monarca. Según se desprende, las demandas constantes de diálogo contribuyen a reforzar su imagen, ya de por sí inmaculada. Mientras Mariano se faja con Pedro, Pedro recrimina a Pablo, Pablo ridiculiza a Albert y Albert apremia a Mariano; Felipe –dicen estos sondeos– continúa cotizando al alza. ¿Cómo es posible?
Varios factores contribuyen a que la figura del rey se vea aún más reforzada. Para empezar, su condición de monarca está sujeta a un inmovilismo político que le favorece en el reciente lodazal parlamentario. Cuando el presidente de Ciudadanos le pidió que intermediara en la abstención de Sánchez, la mayoría de fuerzas, por no decir todas, exigieron neutralidad. De hecho, un partido antimonárquico como Compromís alzó la voz y defendió que el rey tenía que ser “exquisitamente imparcial” en su ronda con los partidos. En la actual situación ya no se cuestionan su derecho al privilegio, sino que dejan de lado los principios para reivindicar el mandato que le obliga a permanecer en reposo. Con Felipe VI sucede lo mismo que con esas figuras coleccionables que al sacarlas del envoltorio pierden su valor.
El legado de la Monarquía en democracia es otro de los factores que juegan a su favor. La intervención de Juan Carlos I frenando la intentona golpista se ha consensuado como el mayor servicio que la Corona ha prestado a la comunidad –al menos mientras no se levante el secreto de sumario-. Además de instalar en el imaginario colectivo la idea de que si tenemos democracia es gracias al rey, asigna al trono una capacidad casi perenne de gestionar sucesivas crisis de Estado. Todo ello gracias a un recurso conocido como borboneo, cualidad del ex rey consistente en resolver, fuera de foco, asuntos de gran calado nacional. Una suerte de ‘poder invisible’ que roza lo místico y al que se atribuyen toda clase de milagros.
Supongamos que el “Príncipe mejor preparado para reinar” haya heredado esta facultad, que sea nuestro guardián entre el centeno; aun así debemos plantearnos ciertas cuestiones sobre su relación con el poder. Al cederle la administración -en la sombra- de asuntos especialmente relevantes, ¿estamos reconociendo el fracaso de las Cortes Generales? Una más: si la soberanía reside en el pueblo y éste elige a sus representantes-legisladores ¿por qué necesitamos a un rey para que promulgue la ley? Parece incongruente. La última: asumir que el rey es nuestra máxima representación en el extranjero, ¿no resta autoridad al presidente electo? Es Felipe VI y no Rajoy quien recibe todas las atenciones de los líderes internacionales, pregúntele a Obama. Eso crea una dependencia retroalimentada.
Pero volvamos a los fundamentos de su éxito. Más allá de observaciones miopes conviene recordar que la Constitución eleva al rey a la categoría de “símbolo”. Su condición de vitalicio sirve para consolidar una estabilidad que de otra manera estaría supeditada a los designios de nuestros estadistas, y ofrece al pueblo nuevo material con el que cimentar su fe a la Corona. Éste, temeroso de perder la tutorización, financia con gusto, vía Presupuestos Generales del Estado, el salario de Felipe VI y el de toda su familia. Hasta aquí la fábula oficial. No faltarán objetores que aleguen que para financiar símbolos ya tenemos la casilla de la Iglesia. De nuevo, oportunistas oliendo sangre. Las loas entonadas por los proclives dan a entender que nuestra democracia carece de futuro sin la mano del tutor, que interesa perpetuar un modelo de Estado enraizado en la vieja jerarquía porque la alternativa se llama miseria.
La defensa de la Corona corresponde invariablemente a sectores vinculados a la derecha. En ocasiones por oposición, esgrimiendo prejuicios en torno a una supuesta esencia ideológica de la República; otras, la mayoría, por afinidad. A pesar del tono 2.0 que quiere imprimir Felipe a su Casa, no deja de ser un vasto ejemplo de familia patriarcal, privilegiada, bienaventurada y al amparo de la Iglesia Católica que cuelga a las mujeres el sambenito de ovejas descarriadas –véanse la hermana corrupta y la esposa contestataria. El rey ejerce una función de representación, en efecto, pero habría que especificar para quién; quizás asomen el moño los patrones políticos de la estabilidad en un tirabuzón infinitamente rentable.
Para terminar hablemos del encantamiento. Felipe VI atesora ciertos atributos estéticos que le ayudan a consolidar el destino de su institución. Aparece siempre pulcro e impoluto, con aspecto de no haberse metido jamás en un charco; dando pábulo a la teoría infame de que si el rey concurriera a unas elecciones, las ganaría. ¿Quieren que les gobierne un mueble caro? Parecerá baladí pero el cascarón del monarca sirve para que la monarquía no caiga en desuso: Juan Carlos I, a pesar de sus tardías salidas de tono, solo abdicó cuando le sobrevino el deterioro físico. Como si la corona colgara de un perchero corroído por los días. Hay quien argumenta que Felipe VI personifica la unidad de España a través de su entereza, sería sensato pensar entonces que si hereda la fragilidad de cadera tenemos un problema por el costado, a la altura de Catalunya. No se alarmen los muy españoles, el Consejo de Estado acaba de inventar la solución definitiva: pagaremos 68.200 euros a Hernán Cortés Moreno para que pinte el retrato de Felipe Gray.
Fotografía: Wikimedia Commons