También, extraño en mi tierra
Aunque la quiera de verdad
Pero mi corazón me aconseja
Los nacionalismos, ¡qué miedo me dan!
Decía Cela que el nacionalismo se cura viajando. Depende de cómo se viaje, deberíamos matizar. No por mucho desplazarse por el mapa se abre más la mente. No por mucho llenar el zurrón de experiencias exóticas se llenan los pulmones de aire cosmopolita. No por mucho recorrer La Alcarria se abandonan los peores vicios del urbanita madrileño. Se puede hacer el guiri en el campo o en la playa y luego entrar en parálisis cerebral cuando a la vuelta se te acabe el 3G en el móvil. Puede que así sean las depresiones postvacacionales del Siglo XXI.
Trasladarte geográficamente no implica ser viajero. ¿O no es posible recorrer el mapamundi sin moverte de tu escritorio, de volar sobre los Andes, los picachos del Himalaya o el Kilimanjaro sin despegarte del sofá? Solo hay que ser valiente para comprar un billete de ida que incluya una vuelta incierta. Para eso no hace falta tanto dinero como algunos creen. Viajar es una actitud, que dirían Luis y Alexis Racionero en su más que recomendable El ansia de vagar; una actitud que se despliega de igual manera recorriendo el zoco de Marrakesh que viendo un documental sobre las peripecias de Gervasio Sánchez por una Sarajevo rendida a la estupidez humana. Sarajevo, esa ciudad de venas abiertas supurando dolor que, de ser humana, elegiría ser Séneca desangrándose en su villa romana, harto del obtuso Nerón. Precisamente, nuestro pan y circo, volviendo al clan de los Racionero, es precisamente el turismo. La masa. La moda. El merchandising. ¿Dije turismo o nacionalismo?
Se puede migrar a Noruega para helarse de frío tras haberse dejado engañar por un publirreportaje sobre la prosperidad nórdica o disfrutar como un enano recorriendo en bicicleta los fiordos del Mar del Norte en plena Navidad. Cada uno elige cómo se lo monta cuando toma avión, tren, coche, barco o empuña el bastón para recorrer las sendas jacobeas, caminos que parten desde tu mismo domicilio. O te metes en un resort caribeño ataviado con la pulsera del todo incluido o le miras de frente a los ojos de un México ancestral, mágico y herido. O haces cola como un borrego para para hacerte selfies en el Coliseo o vagabundeas por la deliciosa oscuridad romana entre fuentes y mármoles. O vas a la selva peruana a salvar el mundo o a sentirte indígena. O coleccionas «me gustas» en Facebook o prefieres acumular historietas en el disco duro del tímpano. Tú decides.
El anecdotario humano nos librará de las banderas y, ahora, gracias a internet, podemos movernos por el globo desde la pantalla de la compu. Eso decía Dolors Miquel, poeta mediterránea que ama Grecia por encima de todas las cosas pese a no haber nacido en tierra helénica. Pero ha leído, ha visto, ha disfrutado y, sobre todo, ha soñado e imaginado, habilidades en peligro de extinción por la proliferación de las máquinas. Un viaje es escuchar la lengua mestiza de Eme Alfonso, la retranca hispanohelvética de Carlos Iglesias, los consejos armenios de Hovik Keuchkerian o la sabiduría de ese hispanista madrileño llamado Guillermo Fesser; un viaje es querer vivir con los rostros rifeños que pinta Pau López o instalarte en el sillín de Stendhal, la montura ciclista de Elías Oliver.
Somos los extranjeros y esos son los lugares donde nos gusta estar, nuestros hogares, tan móviles como compartidos. Cuando os canséis de enarbolar esas banderas por las que clama un alma necesitada de identificación, buscadnos. Con Bunbury, con Camus, con Moustaki, nosotros estaremos en aquella patria a la que llaman lejos. Y en ella cabremos todos.
Ni patria, ni bandera
Ni raza, ni condición
Ni límites, ni fronteras
Extranjero soy
Enrique Bunbury, El extranjero