A la abuela Zoila.

Como en toda revolución, como en todo movimiento social y armado, existen caudillos, élites, clanes y divisiones que toman el poder para hacerse de él, envolverse en su gloria y no soltarle hasta que alguien más se los arrebate. La Revolución Mexicana de 1910 no fue la excepción. Más allá de la historia oficial, hubo, también en ella, un grupúsculo político-militar que se encumbró en el poder y se divorció del pueblo, o por lo menos de una parte importante de él. La rebatinga política se mantenía en las alturas, la asonada de los intelectuales nunca llegó a las milpas, el fusil le ganó a las palabras. Pronto ‘los de abajo’ se dieron cuenta que las barbas constitucionalistas de Venustiano Carranza nunca concordaron del todo con el mesianismo de Álvaro Obregón, que el caudillismo de Calles se contrapuso al misticismo de Francisco I. Madero, que el poder se volvió moneda de cambio. Sin embargo, dentro de todo ese mundo de intrigas, espuelas, cananas, sombreros, carabinas 30-30 y bigotes guerrilleros, brillaron dos revolucionarios que hoy día la historia nacional y el pueblo identifica como propios: Pancho Villa, el único que osó atacar territorio estadounidense hasta antes del 11-9, y Emiliano Zapata, jefe del Ejército Libertador del Sur cuyo grito de guerra era “la tierra es de quien la trabaja”.

Estos dos insólitos próceres de la Revolución tuvieron su primer encuentro hace justo cien años, en la modesta Escuela Municipal de Xochimilco. Un testigo de aquella reunión escribió en su diario:

“En la habitación no había más que pocas sillas; los generales Villa y Zapata se sentaron ante una gran mesa oval, y pudo verse el marcado contraste entre ellos […] Villa, alto, robusto, con unos noventa kilos de peso, tez casi roja como la de un alemán, tocado con casco inglés, un grueso suéter café, pantalones color caqui, polainas y gruesos zapatos de montar. Zapata […] con un inmenso sombrero que por momentos daba sombra a sus ojos de modo que no era posible distinguirlos, piel oscura, rostro delgado, mucho más bajo que Villa y con unos sesenta y cinco kilos de peso. Llevaba un saco negro, una gran pañoleta de seda azul claro anudada al cuello, una camisa de intenso color turquesa, y usaba alternativamente un pañuelo blanco con ribetes verdes y otro con todos los colores de las flores. Vestía pantalones de charro negros, muy ajustados, con botones de plata en la costura exterior de cada pierna. Villa no llevaba ningún tipo de joya ni color alguno en sus prendas […] fue interesante y divertido ver a Villa y Zapata tratando de hacer amistad. Durante media hora se quedaron sentados en un incómodo silencio, ocasionalmente roto por algún comentario insignificante, como novios de pueblo.”

Fue entonces que no les quedó de otra más que comunicarse con el lenguaje de la justicia social, ése que no se expresa con palabras.

Días después de aquella reunión arribaron victoriosos a la capital mexicana. Anclaron en el seno del poder político pero no supieron que hacer con él más allá de tomarse una fotografía, misma que se ha convertido en un icono histórico, cuasi mitológico, extracto de una fracción de segundo capturada por alguno de los hermanos Casasola en el que el pueblo mexicano, por fin, supo lo que significa estar sentado en el trono del rey. Allí, los jefes revolucionarios aparecen rodeados de una veintena de personajes cuyo eje simbólico es el poder central de la republica mexicana: La Silla Presidencial de Palacio Nacional desde la cual el dictador Porfirio Díaz exprimió al país.

II.

Cuando niño me maravillaba la cubierta del ‘Sgt. Pepper’s…’ de los Beatles; podía pasar las horas intentando imaginar la historia de cada uno de los personajes que aparecen en la portada del disco. Esa misma fascinación la conservo hoy día al observar ésta postal histórica: Agustín Víctor Casasola capturó a un Villa relajado y quizá dicharachero, bromista como todo buen norteño, dueño del momento, señor de la casa, infantil travesura del momento. Al contrario, Zapata es reservado, algo incómodo y como deseoso de ocupar otra silla, quizá la del cuaco prieto azabache que le llevaría de regreso al terruño morelense. Cuentan los más viejos que antes de tal fotografía hubo un sutil momento de desencuentro a propósito de quién debía sentarse en La Silla, bañada en oro, con un águila real como símbolo de poder y decenas de epígrafes acordes a los que se sabían dueños del país. Zapata, dicen los que saben, se negó a ocupar tal lugar que “vuelve distinto a quien se sienta allí”, quizá es por ello que en la imagen le vemos postrando, tímidamente, su brazo en la Gran Silla.

Pancho Villa viste de militar con botas altas de montar y tiene un sombrero plano tipo ruso sobre su pierna izquierda. Emiliano Zapata anda de caballerango, con sus pantalones ceñidos de charro recubiertos de botones bañados en plata. Su osco bigote ranchero será el símbolo de la tierra para muchas generaciones de mexicanos. De piernas cruzadas, Zapata sostiene un puro entre sus dedos, apoyándose en un sobrero de gran copa, símbolo del Ejército Libertador del Sur. A un lado del General Villa, Tomás Urbina descansa sobre su rodilla un sombrero de expedicionario, masque europeo, mientras recarga plácidamente su mano anillada sobre el lateral presidencial. De vendaje en la cabeza, producto de la guerra, Otilio Montaño tiene ojos que están en otro lugar, en otro momento, en otro espacio, en otro tiempo, con otra gente. El temerario Rodolfo Fierro tiene mirada de halcón. Está a la extrema derecha de la fotografía, justo al lado de un reportero de gafas redondas. Parte del Estado Mayor del General Villa, Fierro pasó a la historia como el hombre de las mil muertes. Tiene rasgos de lince y manos como cuñas. Contaba la abuela que murió ahogado intentando rescatar un tesoro robado. Contaba también del día en que el ejército de Villa debía abandonar la zona, entonces, un tímido lugarteniente le informó al General que la tropa “no cabía en los vagones del tren”. Pancho Villa, sin pensarlo dos veces, dio la orden de fusilar a todos aquellos que no cupieran en los furgones. Por arte de magia, aunque más bien por el miedo a morir, ningún soldado fue fusilado y el tren entero partió de regreso a casa atiborrado de villistas contentos.

III.

Dos niños se encuentran inmersos en un mar de gentes. Uno de ellos, en una toma posterior, cerrará los ojos ante el fulgor del flash de magnesio. Más allá no se sabe mucho. Quizá siguieron “a la bola” en la Revolución, quizá regresaron a casa, quizá hoy día uno de ellos aún vive, es un enclenque viejecillo de algo más de cien años que vive en Tepito, come frijoles sin salsa cada día y gusta de contar historias a los más pequeños del barrio, relatos que nadie cree pero que entretienen, como aquel que cuenta del día en que se tomó la fotografía posando justo detrás del General Pancho Villa. Nadie cree que fue él quien le hizo reír con sus grandes orejotas y su carita de sonámbulo. Nadie cree que horas después de esa toma fotográfica su madre le recriminó el haber tardado tanto en traer las tortillas a casa.

La postal resguarda personajes de fábula: un gringo loco, un viejo sepulturero, un inglés sin más chiste que su cara, un fantasma en vida, un hindú, un güero como zombie, una única mujer revolucionaria justo a la mitad de los generales Villa y Zapata. Rostros morenos, negros, rubios. Sombreros anchos, pequeños, amplios con alas como zopilotes. Miradas de antaño, de ayeres y futuros soñados, de un México que creían construir y que por desgracia, hoy pareciera estar cien años atrás, como pidiendo que de nuevo llegue el pueblo a ocupar La Silla y lo que ello significa.

IV.

Entrada de Francisco Villa y Emiliano Zapata a la Ciudad de México. Filmado por los Hermanos Alva en 1914:

Banquete brindado para Villa y Zapata en Palacio Nacional. Dos leyendas de la Revolución Mexicana entran a caballo a la Ciudad de México. Les flanquea un poderoso ejército de 60 mil sombrerudos armados:

Villa en la silla presidencial. La fotografía de Francisco Villa sentado en la silla presidencial junto a Emiliano Zapata, es un símbolo del imaginario revolucionario. La imagen de ese 6 de diciembre de 1914 nos permite reflexionar sobre el momento más encumbrado de estos caudillos; el arribo al recinto del poder por antonomasia en México.

Tanto Pancho Villa como Emiliano Zapata fueron al final derrotados por la revolución conservadora de Venustiano Carranza y Álvaro Obregón:

Foto de portada:  Fondo Casasola, INAH, número de inventario 6147

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