¿Qué puede haber fallado? Tuviste una infancia feliz, tus padres te aseguraron una educación digna en un colegio concertado de curas, fuiste socio del Club Super3, visitaste Port Aventura una vez cada cuatro años y te pasaste los veranos correteando con la bici y los inviernos jugando a fútbol sala cada sábado por la mañana. ¿Por qué no quisiste dedicarte a algo tangible y normal, como todos te decían que hicieses? A los catorce alguien te dejó un libro, alguna tarde decidiste abrirlo sin demasiado convencimiento y te diste cuenta que aquello te gustaba más que la Liga Master del Pro Evolution Soccer. En las comidas familiares tus tíos te preguntaban si eras más de ciencias o de letras y cuando les respondías te avisaban que aquello no te llevaría a ningún lado, que acabarías lavando retretes o siendo un amargado que nunca podría tener un coche como los que salían en los anuncios de BMW. Te daba vergüenza decir que querías ser escritor ya que nadie te tomaba en serio. Lo piensas hoy, aquí, ahora, mientras decides liarte un cigarrillo, encenderlo debajo del paraguas y dar un paseo por este pueblo fantasma de menos de mil habitantes donde en cada casa hay una placa de cerámica en la que se lee Aquí hi viu un del Barça y en donde a nadie le importa si el próximo Presidente de España será Sánchez, Rajoy o el mismísimo Bertín Osborne.
Hace diez minutos, al terminar el enésimo capítulo de Mad Men, te has dado cuenta que no te quedaban huevos en la nevera. Son casi las ocho y los niños, en el colegio de enfrente, salen de sus actividades escolares mientras sus padres los recogen en coche, atemorizados por el granizo que a ratos ha caído con fuerza encima de una de las últimas tardes de este invierno disfrazado de primavera. Todos corren a refugiarse hacia sus hogares pero tú, al revés del mundo, has decidido ponerte el abrigo, abrir el paraguas y acercarte hasta la charcutería de la esquina para comprar. Ni un alma en las calles y solo los charcos que crecen en los bordillos parecen tener vida. Con los pies mojados, llegas al colmado y pides media docena de huevos para poder cenar una tortilla de espárragos. La chica de detrás del mostrador te pregunta dónde vas con este tiempo y tu, con una sonrisa de complicidad, le respondes que la lluvia lo entierra todo, también las preguntas. La conociste hace años, cuando siendo aún adolescente decidiste montar un club de lectura de verano en el pueblo: leíais textos de distintos géneros, ya fuese teatro, narrativa o poesía, y os juntabais menos de diez personas para intentar comprender como diablos Rodoreda, Beckett, Gil de Biedma, Orwell o Verdaguer eran tan jodidamente buenos. Tus amigos te preguntaban por qué te juntabas con esa gente en vez de quedarte con ellos jugando al Gran Turismo 4 y tú no sabías qué responder. En el local que tenías con ellos, sentados en un sofá debajo un póster con el rostro del Che Guevara, fumábais leños hasta perder la noción del tiempo escuchando música y eras el único que pensaba en Lampedusa cuando la voz de Evaristo cantaba aquello de que algo tiene que cambiar para que todo siga igual. Después llegabas a casa, abrías el fotolog y escribías un pie de foto lleno de metáforas que no entendía absolutamente nadie. Por suerte, el futuro no te preocupaba porque sabías que todo lo que amabas residía en el pasado: en los cafés que describía Camus en sus novelas, en las calles que Fellini mostraba en sus películas bajadas del eMule o en las batallas de la II Guerra Mundial que Brecht mencionaba en sus poemas. Eran los años de construcción personal en un entorno colectivo, los tiempos en que lo más fácil era creer en lo que creía el de al lado; unos eran comunistas, otros anarquistas, algunos creían en Dios, otros no y tú, en voz baja, como un secreto interno, creías sólo en lo que aún no estaba escrito. Ahora, años después, te marchas de la tienda con un fins aviat, abres de nuevo el paraguas, vuelves a encenderte el cigarro y vuelves a casa contemplando el acecho de la lluvia sobre este campanario románico que no sale en ninguna guía turística pero te parece el más bonito que existe en el mundo. Sigues sin creer en nada y sin qué será de ti, pero al menos sabes que ya no eres ese bicho raro de la clase, ese niño que escribía con rima en los concursos de poesía por Sant Jordi y que un día respondió de forma tajante a su profesora cuando ésta, en una tutoría, preguntó uno por uno a toda la clase que queríais ser de mayores. Era un martes, veníais del recreo y el día antes Rivaldo había marcado un hat-trick. Unos dijeron que querían ser ingenieros. Otros, en cambio, que querían ser médicos. Algunos que querían ser policías, veterinarios, maestros, abogados o empresarios. “Yo de mayor simplemente quiero ser”, dijiste cuando llegó tu turno.