El viejo Don Jesús, sentado en el tronco de un ancestral alerce cortado años ha, fumaba tranquilamente su cigarro de aromático tabaco negro. Jugueteaba con la pava en la mano, aspirando el dulzón efluvio de la hierba de Kentucky, tabaco auténtico liado expertamente bajo cualquier circunstancia y condición. Tabaco Burley, para fumadores con empaque y lustre en la garganta, porque bajar una calada de esa hierba era para hombres de pelo en pecho y temple en las manos, ojos amarilleados por la vigilia de una guardia temprana y dedos doloridos de haber reprimido la fuerza al evitar el gatillo asesino que mataba hermanos al igual que fascistas.
Si, Don Jesús se había marchado de su país y se había asentado allí donde todos iban buscando una segunda oportunidad, había dejado la guerra y la prepotencia que el capital y la iglesia habían adoptado como doctrina. Con él, su mujer y sus hijos, pequeños en país extraño a pesar de tener una lengua común. La guerra los había alejado de sus raíces, mejor dicho, la guerra los había obligado a llevarse las raíces con ellos, porque eran sus recuerdos y poco más lo que habían podido empacar en sus maletas de madera barata.
Don Jesús esperaba la llegada de uno de sus hijos, el joven a quien en el barrio conocían como “El Gallego”, aunque finalmente todos lo ubicaban como el hijo de Doña Carmen. El chico, en edad de aventurarse a la vida, tenía el don que muchos deseaban, sabía jugar, sabía convertir cualquier ejercicio de destreza en arte y oficio a partes iguales. Arte para levantarte el espíritu al dominar el aparejo caprichoso del talento y oficio para sufrir mientras el embate del oponente golpeaba con contundencia por su ausencia de gracia y dominio, compensándola con fuerza y mala intención. El joven jugaba a todo y en todo destacaba, desde levantar una cometa al viento y hacerla ondear cobrando vida propia, hasta dormir un trompo y dejarlo en equilibrio mientras la física se preguntaba cómo era posible. Jugaba con todo y a todos hacía disfrutar. Pero había algo a lo que el joven gallego no jugaba, sino que ya competía. Había un arte que domaba al gusto, una ciencia aplicada que suponía actuar antes de que el pensamiento hiciese acto de presencia. El joven jugaba al fútbol como nadie en el barrio y todos sabían que a poco que la suerte tuviese un mínimo de puntería, el chico alcanzaría el olimpo.
A su edad, a punto de alcanzar esa madurez que la escuela intuye y la calle pule con lija inmisericorde, el chico había dejado el equipo que tutelaba a los talentos del distrito y había ligado su futuro a uno de los grandes iconos futbolísticos del país. Miguel, así se llamaba el “rapaz” volvía a casa todas las tardes, después de haber atravesado la ciudad tras prepararse en la cuna del fútbol patrio, un lugar entre Aromos tiznados de negro en el que el sol remarcaba de oro todo cuanto podía percibirse a su alrededor.
Todas las tardes la misma rutina, el mismo ritual. Al fondo de la calle se ve llegar al muchacho, cansado pero feliz, de una práctica más que lo acerca al domingo, día del gran evento. Por el camino, los niños y niñas que inundan la calle, lo jalean a su paso, las madres lo saludan con respeto y las jovencitas en edad de merecer practican su fatal caída de ojos, esperando que el apuesto futbolista les regale una sonrisa que inspirará mil fantasías. Al final, el muro y el portón, negro, bien pintado, que da al patio de su casa, con dos matices que hacen del lugar un sitio especial. Los alerces en forma de bancos adornando un extremo y en el otro, un milagro que nadie sabe cómo ha ocurrido, berzas frescas en medio de una metrópoli en pleno cono sur. Berzas que inspirarán a otros a practicar la precisión en el golpeo y permitirán a unos pensar que el caldo y un buen cocido no son recuerdos sino realidades. Allí Don Jesús espera orgulloso la llegada del último de sus hijos, para terminar el día en familia, todos juntos alrededor de un plato de sopa o lo que se tercie y muchas ganas de compartir horas de grata compañía.
Al entrar, un cuadro habitual, la cafetera regalando un aroma inconfundible, Doña Carmen aplicándose en la masa de lo que pronto será una empanada de zamburiñas, con pimiento morrón, cebolla y mil aditamentos que la convertirán en una joya culinaria. Al fondo, Marujiña, gordita y pizpireta, planchando las inmaculadas camisas blancas que su padre y sus hermanos lucirán con orgullo en su trabajo. Sentada prolijamente, Carminha suma y multiplica con el lápiz mordisqueado en una punta, para lograr cuadrar los balances que caprichosamente se dan la vuelta cada vez que un activo se despista y cae en el haber en lugar de cumplir con su deber. El hermano mayor recibe a los recién llegados con una sonrisa ansiosa, esperando sentarse a la mesa y encender la radio para escuchar las noticias deportivas que hablarán de su hermano.
Miguel, cansado, besa la frente de su madre orgullosa y se sienta en un rincón, no sin antes dirigirse debidamente a su hermana, afanada en convertir la plancha en una máquina euclídea de perfección, trazando las rayas del canesú como si de un arquitecto se tratase, solicitando a la potra, así la llamaba cariñosamente, que no almidonase tanto los cuellos, algo que realmente le incomodaba.
Una rutina aparentemente sencilla que en su momento, en las “fragas” inundadas de un verde impactante de la Galicia rural había sido algo impensado, momentos de dura fatiga mental, sintiendo que quizás nunca más pudiesen completar una tarde de tertulia. La guerra perdida, el soldado retornado, las ideas claras pero con el miedo a un paseo inesperado a medianoche, cualquier día de cualquier semana. Eso los había llevado a tentar el futuro y marcharse lejos. Porque allá en la aldea, al otro lado, a la gente la sacaban a pasear por nada, y después, con un triste lápiz de un carpintero cualquiera, se marcaba en un muro la reseña de una bala que previamente había perforado una nuca inocente, que no vio venir su fatal destino.
Don Jesús disfrutaba cada minuto de aquel momento del día. Solo la soledad de un rincón con el periódico en mano y una lectura apacible podía comparársele. Doña Carmen ejercía de matriarca y definía las funciones de cada uno y procuraba que el momento cotidiano de la cena fuese un monumento a la cordialidad familiar. Allí, con las costumbres adquiridas de antaño, procuraban no alejarse demasiado de su origen y trataban de recordar, a través de la palabra, quienes eran, quienes fueron y sobre todo, cómo iban a seguir siendo. La costumbre, esa era la gran raíz que habían transportado desde la rica tierra de Breogán y trataban de consolidar en los pagos llanos en los que Martín Fierro y otros de su estirpe coronaron de sentido común las noches oscuras.
Danilo y Plamen Tosic vivían cerca del Victoria Park, en Whitechapel, al este de Londres, en donde habían sido acogidos tras la turbulenta guerra de los Balcanes. Ambos hermanos eran hijos de Irina y Dusko Tosic, los dos caídos en Vukovar en noviembre de 1991. Irina, de origen croata y Dusko, de familia serbia, se habían casado y vivido en un entorno tranquilo en el que la etnia no marcaba diferencias. Durante la guerra, Irina desaparecería tras un intenso combate en el que tropas paramilitares actuaban sin control, Dusko caería fruto de un balazo tras tratar de salvar a su mujer. Danilo y Plamen, muy pequeños ambos, fueron encontrados por tropas de la ONU días después, escondidos en el sótano de la casa de sus abuelos, muertos en la ofensiva paramilitar. Tras días en casa de vecinos, fueron enviados a Inglaterra con una familia de acogida. Allí crecían ahora, alejados de todo conflicto pero sin referencias familiares.
Danilo conservaba una foto de sus padres y sus abuelos, que llevaba siempre encima. Su madre los había llevado al sótano de la casa de sus padres en cuanto supo de la ofensiva militar. Allí permanecieron todos juntos varios días. En esos momentos trágicos, Irina, la madre de ambos, les contaba cuentos para sobrellevar la tragedia y siempre le recordaba al joven Danilo que pasase lo que pasase, siempre habría un momento del día en el que todos estarían juntos. Ese momento en el que el sol se pone y la luna se levanta, el instante justo en el que la luna roza ligeramente con su mano el último rayo solar, en ese punto, él y su hermano estarían unidos para siempre a toda su familia, principalmente a sus padres, ocurriese lo que ocurriese.
Pocos días más tarde se quedarían solos para siempre. Sus abuelos, en un intento desesperado de buscar una salida, se aventuraron un momento fuera del escondite, ya no volvieron. Sus padres, al oír el ruido cercano de los disparos, decidieron esconderlos en un zulo preparado para la ocasión. Allí su madre le explicó a Danilo la importancia de la memoria y que procurase transmitirle a su hermano pequeño la fuerza y el valor de su familia, croata y serbia, unida por un único lazo, el amor sin condición.
Irina sabía que no tendrían oportunidad de salvarse, si los paramilitares encontraban a sus hijos en el sótano, los matarían sin remisión. Salieron a la calle dispuestos a buscar una ayuda desesperada que nunca existió. Los paramilitares los acorralaron y la tragedia se consumó.
Danilo y Plamen se habían integrado perfectamente en la vida londinense. Allí estudiaban y convivían con la gente de su calle, siendo parte trascendental de una familia que los había recibido y educado como si fuesen sus propios hijos. Danilo, cuatro años mayor que Plamen tenía una virtud, jugaba a cualquier cosa que tuviese que ver con un balón pero principalmente jugaba bien al fútbol, tanto que meses antes había sido invitado a entrenar con el West Ham, en su afamada academia. Allí, cada domingo mostraba su talento, asombrando a propios y extraños con su creatividad. Danilo entendía el juego y sabía manifestar sus principios fundamentales de forma innata y además dominaba la pelota en toda su extensión, comprendiendo que su gran ventaja era simplificar lo que a otros parecía un compendio de complejidades.
Como todos los niños, Danilo jugaba al fútbol a todas horas, con un matiz, se tomaba de la misma forma jugar en el parque con su hermano, en los campos de tierra de los descampados del colegio con sus compañeros de clase o en los cuidados terrenos de Upton Park con la más granada élite del fútbol londinense. Él jugaba y no juzgaba el foro, simplemente disfrutaba.
Durante toda la semana esperaba el día del partido con ansia e ilusión, era el mejor momento y siempre compartía con su hermano los instantes previos, como un ritual establecido desde el primer día, en el que el joven Plamen se acercaba a la banda y entrechocaba sus manos, orgulloso de ser el hermano de la estrella del equipo. Danilo siempre le ofrecía una sonrisa confiada antes de empezar cada partido y le dedicaba cada gol que marcaba. El lazo entre ambos se estrechaba día a día, su pasado trágico los unía en el dolor, su convivencia plácida los arropaba en un presente tranquilo y los aventuraba hacia un futuro lleno de expectativas. Ambos habían dejado atrás la tragedia, se habían acostumbrado a una vida distinta pero cumplían a pies juntillas el deseo de su madre, la memoria, el recuerdo, el sentir interior de ambos niños estaban unidos a un momento en el que la luna rozaba con la punta de sus dedos el último rayo de sol.
Elvan y Byram corrían todas las mañanas temprano por la Reeperbahn conteniendo la sonrisa mientras miraban a derecha e izquierda las luces de neón todavía encendidas de unos locales que escondían tras sus oscuras puertas un misterio por todos conocido. Era su camino habitual a la escuela, desde un piso alquilado en el corazón del barrio de Saint Pauli, en Hamburgo, hasta el colegio público en el que Elvan estaba acabando su formación secundaria y Byram trataba de enfrentar el final de su etapa primaria. Ambos, hijos de Cemil y Asti, un matrimonio extraño en su país, que había encontrado en la capital hanseática un remanso de paz en el que vivir y cumplir su sueño de pasteleros. Cemil, de origen turco se había casado en secreto con Asti, de etnia kurda y los padres de ambos al enterarse, los habían repudiado por lo que decidieron marcharse del Kurdistán iraní en donde se habían conocido y trasladarse a Alemania. Allí habían nacido sus dos hijos y con ellos trataban de salir adelante regentando una pastelería que poco a poco iba ganando el corazón de sus vecinos, con delicadezas como la baklava, las aravaniya o las exquisitas maamoul.
Elvan tenía una pasión, el fútbol, trataba de jugarlo en todo momento, disfrutaba de todo lo que tenía que ver con el mundo del balón, pero algo en él no encajaba, su forma de tratar la pelota, la manera de entender el juego colectivo, no, Elvan no había sido llamado para destacar en el rey de los deportes colectivos. Pero su entusiasmo era tal que estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de disfrutar del ambiente extraordinario que él percibía en el fútbol. Su talento era otro, sabía correr, tenía fuerza y podía trabajar durante horas sin cansarse. Era dispuesto y siempre regalaba una sonrisa a quien quisiera regalarle un minuto de su tiempo. Ello lo llevó a acercarse poco a poco a los equipos de su barrio. Pero de entre todos los equipos de fútbol que había en el mundo había uno que lo tenía enamorado desde muy pequeño. Un flechazo que provocó la entrega incondicional de su corazón futbolístico y siempre se mantuvo fiel a tal sentimiento. Ni más ni menos que el Saint Pauli, el equipo más representativo de su barrio, de los más elevados intelectualmente y de los más profundos en las artes del amor mercantilizado en una ciudad, Hamburgo, que lucía única a orillas del mar del norte.
Tal era su empeño en acercarse a dicho club que un día se presentó a unas pruebas para el equipo juvenil, pero en vez de dirigirse a los vestuarios para tratar de competir, a pesar de su escaso talento, se dirigió al almacén del material y se puso a ordenar todo lo que por allí había. Los gritos del utilero aún se recuerdan hoy día, la afrenta personal que había cometido el joven Elvan no tenía precedentes en el mundo del utillaje. Había entrado en un reino prohibido y se había tomado la licencia de colocar donde él estimaba oportuno un material que era el santo grial, lo más preciado que un utilero tiene en su feudo. Las risas de los jugadores profesionales y el cuadro técnico no se hicieron esperar y se convirtieron en carcajadas cuando el utilero procuraba devolver todo a su lugar original. Elvan trataba de apartarse del camino del utilero furioso, su intención era sorprender y agradar con el fin de que lo invitasen a quedarse como aprendiz. Los jugadores pronto apadrinaron al joven y tras una charla del capitán con el ofendido utilero, consiguió que lo tuviese a prueba una semana.
Tal fue el empeño que puso el joven Elvan en su trabajo que el utilero no solo lo aceptó sino que lo convirtió en algo así como en un hijo adoptivo, al punto de dedicarle todo su tiempo a enseñarle lo que sabía para transformarlo en el mejor utilero que nunca el club Kiezkicker tuviese en su historia.
Y así, Elvan se convirtió en protagonista de un ritual que él amaba con locura desde que por primera vez acudió al Wilhem-Koch Stadiom, el sonido de las campanas del infierno cada vez que su equipo salía al terreno de juego, con él unos pasos por delante llevando las toallas y los enseres necesarios para cada partido de competición y la locura de Blur y su Song 2 cada vez que el Saint Pauli marcaba un gol. AC/DC al inicio y Blur en cada momento de éxtasis, sus dos grupos preferidos en un ambiente en el que el fútbol era protagonista. Y en la grada, su hermano y sus padres, provistos de las mejores baklavas del lugar, dispuestos a compartirlas durante la vuelta del descanso, momento en el que Elvan y Byram se encontraban en las vallas frente al banquillo principal para que las deliciosas viandas de su familia circulasen subrepticiamente a lo largo y ancho del banco, sin que el entrenador se percatase de ello.
El partido se acercaba y todo el barrio estaba pendiente de la joven estrella, el equipo del momento jugaría en el estadio que tantas y tantas veces había visto al joven Miguel crecer y evolucionar. La cancha de Central sería nuevamente el escenario de uno de los grandes momentos del “Gallego” pero esta vez no estaría vestido de rojo, sino que luciría de maquinista encargado de afinar la compleja maquinaria de un equipo llamado a hacer historia, los colores de la locomotora Rocket impresos en el alma, como siempre los llevó el muchacho desde muy pequeño, un corazón aurinegro que el tiempo y un capricho terminarían por pararlo antes de tiempo. El tiempo, ese gran enemigo del futbolista, el espacio necesario y la velocidad ajustada a la exigencia del momento. Ese tiempo que su tragedia daría a otros para solventar el suyo propio, porque gracias a ese drama, otros narran historias que quizás no podrían ser escuchadas, el conocimiento y la memoria a veces dan para estas pequeñas alegrías.
El destino de Miguel estaba marcado, llegaría al culmen de su carrera pero su imagen quedaría congelada en el tiempo, la vejez no llegaría a tocarlo, su corazón estaba predestinado a no seguir latiendo. Pero eso nadie lo sabía aún. El fútbol tenía guardadas muchas sorpresas agradables y una de ellas era lucirse ante su gente el próximo partido, en la cancha de Central, con toda la familia en el estadio.
Los días previos transcurrían con el nerviosismo propio de los grandes eventos. Miguel trabajaba en los Aromos como siempre, como nunca, tratando de entrenar como juega, como un metrónomo, porque Miguel era centro já, como dicen por allá, (center half para los puristas) y por sus botas pasaba todo el juego de un combinado que tomaba el cinco cada vez que trataba de alcanzar a tiempo la portería rival. El cinco, el número del cerebro, el dominante, el pensante, ese jugador que desde el centro geográfico del tapete verde, elaboraba diestramente la implementación de una táctica basada en el sentir grupal pero con la impronta de un solista sabedor de cómo gestionar la batuta en el momento oportuno. El fútbol daba una alegría que colmaba a toda una familia, el jugador abajo distribuyendo gracia, la parentela arriba, regalando aplausos.
Don Jesús buscaba momentos de calidad en cada oportunidad que tenía y aprovechaba los escasos descansos en su trabajo para escaparse al campo de entrenamiento, sin decir nada a nadie y desde detrás de un árbol, para que no lo viesen, disfrutaba de un último atisbo de alegría viendo partir a los suyos hacia la gloria que solo el talento y la sabiduría regalan. Don Jesús disfrutaba viendo jugar a su chico, viendo como entrenaba, como convivía, como se hacía futbolista, disfrutaba de sus minutos de asueto regalando su silenciosa presencia para comprender la complejidad del artista y así poderle ofrecer esas pocas palabras sabias que hay que decir cuando corresponde, porque hay momentos en los que hay que decir lo justo y justo eso es lo que debe decirse, y no todos saben, Don Jesús sí, por eso necesitaba su tiempo, su contraste empírico, para ver la realidad e interpretarla de forma que cuando tuviese que abrir la boca y dirigirse a su hijo, supiese qué decir, cómo decirlo y sobre todo, supiese que lo dicho tendría el efecto deseado, la motivación y la confianza necesaria para enfrentarse a la dificultad con valentía.
Y mientras la vida seguía, Doña Carmen hacía de su tarea un doctorado de pragmatismo, convertía lo cotidiano en extraordinario simplemente ejerciendo un sentido del deber y una capacidad para la picardía y la oportunidad como pocos tenían. Marujiña iba y venía de su lugar de trabajo soñando despierta con diseñar un vestuario sin parangón, aprendía a cortar y a patronear con los más afamados modistos de la ciudad y allí se empapaba de glamour y buen gusto, rodeada de artesanos de la imagen venidos desde tierras helenas para adornar a la alta sociedad capitalina con los más sofisticados modelos.
Carminha esperaba el domingo con ansia, era la única de la familia junto con su hermano Miguel que tenía un sentimiento aurinegro, los demás eran simplemente del equipo de Miguel y si este no jugaba, se pronunciaba cada uno por el suyo propio, pero Carminha era aurinegra y disfrutaba siendo protagonista indirecta del evento que cada domingo reunía a la parroquia mirasol. Ella, con su pelo largo, sus vestiditos de talle fino y sus zapatos de tacón, tomaba el ómnibus para gestionar su tiempo regalando al banco rentabilidad a base de contar como nadie y dominar el arte de la administración como los más afamados tesoreros reales.
Cada uno llevaba su particular camino, pero todos estaban citados para el domingo, para ver, desde la figura de su hermano, de su hijo, como la sombra de la familia se alargaba para el disfrute de todos, porque ellos jugaban de alguna manera, solo que Miguel ejecutaba por todos.
Nuevamente la hora de la cena era el momento del día en el que la mesa los arropaba con sus viandas y los recuerdos y la conversación traían a casa a gente alejada en el espacio pero cercana al corazón. Ese corazón sujeto a los avatares de unas proteínas cambiantes que tantos problemas crearían a más de uno.
Danilo jugaba todos los días en Upton Park, tras la salida del colegio. Un horario exigente que lo obligaba a organizarse bien para poder sacar adelante sus deberes escolares y mantener el ritmo competitivo que la edad de formación le exigía, pero seguía jugando por puro disfrute, sin pensar más allá del próximo encuentro. El siguiente partido era la meta de cada semana, lo que ocurría en el medio eran obligaciones y rutinas que tenía que sobrellevar de la mejor de las maneras. Solo con Plamen tenía sus momentos íntimos, charlando en su lengua materna y recordando los escasos instantes que pudieron disfrutar todos juntos, allá en su Vukovar natal.
A veces tenía pesadillas y escuchaba voces y gritos, eran esos momentos en los que necesitaba una mano adulta que lo arropase y lo hiciese sentir seguro, ante la ausencia, corría de puntillas a la cama de su hermano y sigilosamente se acurrucaba a su lado. Necesitaba ese olor conocido, esa calidez familiar que solo Plamen mantenía. Salvo esos momentos de debilidad, después la entereza volvía por sí misma y era capaz de continuar con la cabeza alta, orgulloso, a pesar de guardar en su interior un dolor que nunca nadie había hecho aflorar, lo mantenía escondido, como un pecado, para que nadie supiese que existía pero era un dolor profundo que solo se calmaba en ese momento del día en que los halcones y los lobos se topaban por un segundo y se convertían en amantes condenados a vagar sin tocarse el resto de la eternidad.
Durante los partidos algo de ese instinto herido salía a relucir, era capaz de activarse antes que nadie y ver por donde discurriría el juego para posteriormente posicionarse y buscar ventajas, sabía moverse en la punta de lanza y entendía que la orden del entrenador era algo susceptible de ser desobedecida, porque él sabía, como Benedetti, que el desobediente siempre tiene un orden que desordenar. Jugaba por instinto, por esa intuición de quien siente algo y lo convierte en acción, la pelota, aleatoria, lo atraía como un imán y en cuanto llegaba a su poder, la movía con tal gracilidad y criterio que nadie que se encontrase en ese instante jugando con él anticipaba o entendía nada de lo que intentaba, tal era su adelanto con respecto al resto. Comprendía la esencia del juego, rompiendo muros de contención que aparentemente duros, resultaban frágiles por cómo los afrontaba y los superaba. Su dominio de la pelota y su autocontrol presuponían la existencia de un futbolista de quilates escondido en el cuerpo de un niño que necesitaba crecer pronto para sacarse de sus adentros tal cantidad de lastres emocionales que iba curando sin saberlo a través del juego.
Solo en el campo se sentía seguro de sí mismo, sabía que, a pesar de depender de un equipo, tenía respuestas a los problemas o quizás, precisamente por tener que depender de alguien, se sentía en la franja de edad que le correspondía, la de un niño enmarcado en un entorno familiar que lo protege. Su realidad, sabía que era otra y el privilegiado era su hermano, quien sí se sentía plenamente seguro porque sobre él se desplegaba la figura paternal de un hermano mayor que era a la vez padre, madre y amigo.
En el almacén del estadio Wilhem-Koch, Elvan distribuía los enseres a ritmo de Highway to Hell, el trabajo que realizaba en el templo de su equipo del alma tenía una banda sonora que atronaba las bodegas del edificio a lo largo de todo el día, solo una canción no se podía hacer sonar en el entorno del Saint Pauli, Hell Bells, esa estaba destinada al momento místico en el que Elvan comandaba a sus tropas sobre el césped, porque era él el abanderado de las huestes marrones del barrio rojo de Hamburgo, él era el encargado de abrir el desfile ante su afición en cada partido cuando el equipo saltaba al terreno de juego para competir cada fin de semana.
Elvan llegaba corriendo cada tarde después de terminar el colegio y comenzaba una tarea que lo tenía ocupado hasta bien entrada la noche. Las botas relucían de un negro azabache y solo las borlas blancas características de cada una se escapaban a la dictadura de betún que el chico aplicaba cada día. La ropa limpia y doblada en los armarios, las bolsas preparadas para el partido, el agua y los avituallamientos necesarios encargados para transportarlos en el último momento y todo en situación de equilibrio para ofrecer lo mejor a sus muchachos. Los jugadores del Saint Pauli tenían a un profesional a su servicio y Elvan adoraba esos momentos de intimidad al lado de sus ídolos. Había adquirido la habilidad de su mentor y jefe para meter en cintura a algún atrevido que se extralimitaba en las confianzas, porque sabido es que en un vestuario el jefe es el utilero y al utilero no se le desobedece en nada, por lo que pueda pasar.
Elvan aprendía cada día y se enamoraba más de la profesión elegida, porque él sabía que ese era su lugar y por ello estaba dispuesto a dar lo que fuese necesario.
Además su familia estaba encantada con las nuevas atribuciones de su hijo. Los pedidos de baklava y demás viandas excelentes que cocinaban diariamente en la pastelería se habían multiplicado y era habitual ver a algún miembro de la plantilla comprando alguna delicatesen en la tienda de sus padres todas las semanas.
Solo había una cosa que preocupaba a la madre de Elvan, su camino de casa al trabajo estaba plagado de tentaciones que el chico eludía sabiamente pero que su madre intuía que sería por poco tiempo. Esas mujeres de vida disoluta lo llamaban cada vez con voces más insistentes y llegaría el día que el chico no podría obviar el reclamo. Para Elvan esa preocupación era una superficialidad, para su hermano era el momento del día en el que más disfrutaba, porque el joven Byram se partía de la risa cada vez que acompañaba a su hermano por la avenida en la que el amor era un bien común.
Saint Pauli era tolerante y abierto, no tenía cabida ninguna ideología cerrada y centrada en la sinrazón y si la había, estaba bien controlada. Al lado del puerto, el estadio mostraba su vetusta figura y a la vez reunía a la intelectualidad del barrio para ofrecer un espectáculo lleno de creatividad, las gradas del nuevo Millernton Stadiom, el viejo y bien llamado Wilhem Koch, eran un hervidero de maneras de reírse del sistema y pasárselo bien con el fútbol como telón de fondo.
Y esa salida al foro de juego tenía al joven Elvan enamorado. El tañido de esas campanas anunciando el advenimiento de un infierno para el rival y el rasgar de guitarras posterior con el alma en la boca de un Brian Johnson colosal, ponía los pelos de punta del joven asistente de utilero, que en ese momento se creía mariscal de mariscales.
El domingo era el día soñado, esperaba su llegada con ansia, necesitaba ser parte del espectáculo y su sentido del deber lo llevaba a tomarse su trabajo como si fuese la estrella del equipo, pleno de responsabilidad y de confianza.
Miguel se sentaba por primera vez en el vestuario visitante del estadio de Central, toda su vida se había cambiado en el otro, en el local, con todos sus amigos del barrio y algunos que venía de zonas colindantes. Pero esta vez le tocaba rendir visita con uno de los decanos, su equipo del alma y afrontaría el reto de competir en su santuario pasado con su ansiada camiseta de oro y carbón y delante de toda la barriada, porque Central, a pesar de ser un equipo profesional, era el equipo del barrio, un barrio populoso y diverso que reunía entre sus vastas esquinas a lo más característico de las culturas centroeuropeas, mediterráneas o de oriente próximo. El barrio en el que se hablaban griego, armenio, turco, euskera, mallorquín, gallego, alemán, polaco, hebreo, italiano o ruso, lleno de costumbres y rituales que cada uno traía de su propio imaginario popular.
Miguel sentía las mariposas en el estómago y sabía que en segundos tendría que ir al baño para orinar los últimos nervios. Siempre la misma sensación de vacío en el estómago antes de salir y enfrentarse al gran día, el momento que siempre esperaba. Afuera conocía el ambiente y sabía que la grada estaría muy pendiente de él, le preocupaba que un sector le silbase, pero era parte del momento inicial, a fin de cuentas, él era hoy el rival y tendría que asumir su papel.
En la grada, Don Jesús y su familia ocupaban su sitio habitual, al que siempre acudían cuando iban al estadio de Central. Sentados entre conocidos y amigos, hoy era un día especial para todos, Miguel volvía al estadio vestido de otro color y eso era todo un acontecimiento.
Don Jesús había tratado de estar a la altura del evento y antes de salir de casa tuvo sus tradicionales palabras con su hijo. No sabía que decirle, ya había alcanzado un nivel de profesionalidad y una edad en la que no era fácil dar un consejo, pero Don Jesús se aventuró y habló pausadamente diciendo lo que le dictaba la conciencia y al final atinó con una frase sencilla pero que resumía claramente lo que quería transmitir – “contigo jugamos todos, disfrutamos todos, pero principalmente contigo nos enorgullecemos todos, juega y disfruta, tú sabes lo que tienes que hacer, nosotros sabemos cuándo tenemos que aplaudir. No te preocupes por el resultado ni por lo que pueda ocurrir, simplemente juega y decide tú, acierta tú y equivócate tú, porque solo así podrás entender en lo que has acertado y seguro que pondrás remedio al error”-.
En la grada, Marujiña dejaba vagar la mirada por todo el estadio, el impacto del verde visto desde arriba era extraordinario y el hormigueo constante de gente generaba situaciones curiosas. A su lado, Doña Carmen y Carminha cuchicheaban y reían por lo bajo las maldades inocentes que uno lleva consigo a todos lados. El codo de Doña Carmen cada dos por tres se instalaba entre las costillas de Carminha invitándola a mirar hacia un lugar específico en el que siempre había un motivo para sonreír, porque era inevitable, Doña Carmen no podía contener la risa cada vez que alguien tropezaba con un escalón, sobre todo si era apuesto o bien vestido o si trataba de aparentar una posición, porque como bien decía al momento Doña Carmen en un gallego nítido y lleno de retranca, -“Cae calquera”-.
El griterío del graderío anunciaba la salida de los contendientes y desde arriba se podía ver claramente a Miguel, con el cinco a la espalada, formando para la foto de prensa. Siempre arriba, estirado y sacando el pecho, el cinco se disponía a posar para posteriormente iniciar el combate.
Desde abajo tenía localizada a su gente pero en cuanto se diese el pitido inicial, se cerraría en un estado de concentración que solo le permitiría atender a lo que ocurría entre las cuatro líneas del campo. Y el pitido, profundo y agudo anunció el inicio del momento esperado y Miguel recibió el primer balón, ese que nunca quieres fallar por si marca una tendencia posterior a lo largo del partido y con un toque sutil de interior, con la derecha, la envió fácil a su defensa central para que descargase el juego hacia un lado.
A partir de ese primer pase bien dado, la sinfonía aurinegra quedaba en manos de Miguel y él la comandaba como un maestro de ceremonias experto, definiendo el ritmo, la intensidad, el momento de arrebato y los instantes de repliegue. Él marcaba los tiempos y de vez en cuando se aventuraba de manera individual a zonas en las que el enemigo apuntaba muy bien entre tobillo y tobillo, zonas de alto riesgo en donde la velocidad es virtud y el engaño necesidad.
Desde arriba, Don Jesús se mantenía inmóvil ante el espectáculo, sus ojos escrutaban todo el largo y ancho del campo, pero cada instante buscaba la presencia de su hijo que lo tenía hipnotizado. Marujiña buscaba un pretexto para no morderse las uñas y lo encontraba en la bolsa de almendras garrapiñadas que llevaba consigo. Carminha gritaba a cada momento de incertidumbre y Doña Carmen iniciaba su particular vía crucis con el portero, a quien silenciosamente le bajaba todo el santoral cada vez que se alejaba de su portería.
El fútbol vivido desde la perspectiva de cada protagonista y de fondo, el humo denso de un cigarro liado a una mano, un cigarro que Don Jesús disfrutaba silenciosamente con caladas profundas y suspiros prolongados.
En Upton Park, Danilo estaba a punto de saltar al terreno de juego, su hermano Plamen estaba situado en su lugar tradicional, al lado de la valla, esperando a que Danilo se le acercase para realizar su ritual habitual. La salida en fila de los contendientes siempre era emocionante, Danilo de rojo granate, con los martillos entrecruzados en el pecho como signo identificativo de la institución, un “hammer” en toda regla, y las botas de fútbol relucientes, cuidadas por él mismo, como herramienta fundamental de su trabajo, desfilaba al final de la fila, como los grandes, con las supersticiones propias de todos los futbolistas, los saltitos previos y la oración interior que cada uno recita a su manera.
Tras los protocolos iniciales y justo antes de comenzarse el partido, Danilo, con el nueve a la espalda, señal inequívoca de su papel en el partido, se dirige rápidamente a la banda y allí, en un instante de introspección personal se abraza a su hermano y en un gesto instintivo choca sus manos para posteriormente entrelazar sus pequeños dedos y recibir el apretón recíproco de un Plamen que le desea suerte. Las miradas fijas en un pozo azul de hermandad refleja la intensidad de una relación fraguada en la vivencia común de sensaciones encontradas. Plamen sonríe orgulloso a su hermano y Danilo se marcha sabiendo que a la mínima oportunidad correrá nuevamente hacia su él para dedicarle un gol.
El estadio de Wilhem-Koch es un hervidero de gente, el rock and roll suena atronador en los graderíos mientras la afición toma asiento con su consabida cerveza en la mano. El ambiente, como siempre es colosal, gente de toda condición se reúne en las gradas y se ordena según el ritual establecido en cada partido. La afición, ruidosa como pocas, eleva al cielo los cánticos, esperando el momento que avisa sobre la inminencia del espectáculo.
Byram mira embelesado a su alrededor, le sorprende la diversidad de gente del estadio y cuando ve que se acercan dos chicas rubias, excesivamente maquilladas y con un vestido provocador, empieza a sonreír hasta convertir la risa en carcajada, él las conoce porque todos los días le dicen algo cuando pasa junto a su hermano por delante de su puerta. Las chicas lo miran y le sonríen, se crea entre ellos un vínculo cómplice y pícaro que la madre de Byram corta con una mirada de disgusto. Byram sigue riendo por lo bajo, mientras su madre lo alecciona unos segundos en conceptos tan complejos como la moralidad y la decencia. A su lado, Cemil, su padre se ríe igualmente y degusta la primera de las baklavas que se ha llevado consigo para ver el partido.
En un instante y con todo el estadio acomodado se hace el silencio y en segundos, el tañido de una campana inunda la paz del estadio, inmediatamente un griterío acompaña las campanadas siguientes que anuncia el infierno en el que se convertirá ese estadio. Hell Bells de AC/DC suena atronador y la gente enloquece, el Saint Pauli aparece en el terreno de juego y Elvan comanda la comitiva con un montón de toallas bajo el brazo y una sonrisa que no le cabe en la boca.
Elvan había estado trabajando desde muy temprano para preparar todo el equipo necesario y así dotar a sus jugadores de lo mejor para afrontar la previa del partido. El trabajo de los días de partido era agotador, había que transportar maletas y baúles enteros hacia los vestuarios y dejar todo listo para que los jugadores encontrasen todo a su gusto antes de jugar. Su trabajo era complicado porque requería coordinar muchas acciones y además estaba sujeto al reproche inmediato, pero raro era el día que alguien regalaba un comentario generoso por el trabajo bien hecho. Elvan lo sabía y no exigía nada, pero conocía cuando los jugadores estaban satisfechos y ese día lo habían estado y su capitán lo había demostrado regalándole un abrazo antes de salir al terreno de juego.
Ese abrazo supuso para Elvan el reconocimiento a toda una dedicación, ese abrazo lo llevaría atado al pecho durante todo el partido porque era la señal inequívoca de que él también era parte del equipo.
En el estadio de Central, Miguel gestiona el balón de su equipo con sabiduría, ejecutando con sencillez las acciones que dan fluidez al juego e incrementando su participación individual cuando el rival cierra sus líneas alrededor de su área y le obliga a tomar iniciativas más comprometidas. Miguel juega concentrado y metido en su papel, mientras en la grada todos observan las evoluciones de un partido, condicionados por sus querencias particulares pero pendientes a cuando el chico del barrio toca el balón, porque hoy Miguel es el chico del barrio al que hay que prestar atención, los otros son los de siempre, Miguel inunda la cancha con una dimensión especial.
Don Jesús sigue atento el juego y trata de grabar en su memoria acciones que necesitará para argumentar el partido posteriormente con su hijo. Doña Carmen eleva plegarias a la virgen de Guadalupe y sin querer acaba tarareando la rianxeira, Carminha se levanta y se sienta en cada acción comprometida que le impide estarse quieta en su asiento, Marujiña se preocupa por la contundencia de los rivales, teme que cualquier acción pueda lesionar a su hermano, ella piensa que está en una edad muy mala para lesionarse.
El partido es vivido por cada uno a su manera pero todos tienen la vista fija en un punto, el campo de juego y con un deseo común, que ganen. La victoria llevará aparejada una noche de risas y festejos en casa que los llevará nuevamente a recordarse qué son y lo que les gusta.
Danilo vuela en Upton Park, cada vez que se cae entre líneas provoca un cataclismo en las filas rivales y sus giros y engaños generan una situación estresante en toda la defensa oponente. Cuando no tiene el balón se posiciona perpendicularmente a la jugada para estar en disposición de recibir inmediatamente que la pelota sea recuperada, su instinto le avisa de cómo actuar en cada momento.
En una acción dividida en el centro del campo, Danilo llega al esférico antes que su defensor y lo supera con un simple toque sutil y delicado, tras el ejercicio de tacto y delicadeza, emprende una carrera alocada hacia la portería rival, dribla al siguiente oponente, se apoya en su compañero de la izquierda con una pared que le devuelve demasiado fuerte y Danilo incrementa su sprint para llegar antes que su rival a la pelota, lo consigue pero recibe una tarascada que le hace conocer que el músculo que está justo detrás del tobillo duele mucho cuando lo golpean, pero sigue corriendo y consigue equilibrarse mientras controla el balón con la pierna izquierda, solo queda ante él el portero rival, que sale a toda velocidad para tratar de tapar el hueco más evidente, pero a media salida, Danilo hace una pequeña finta con su cuerpo que desequilibra y engaña al portero que iba dispuesto a hacer la parada del año pero su cuerpo no le obedece y cae pesadamente hacia el lado equivocado. Danilo, con un simple engaño provocó el caos absoluto en el portero y solo tiene que sortearlo con un toque insignificante para quedarse solo y con la puerta vacía. Mirando un segundo al cielo, dejando levitar su mente hacia recuerdos pasados, gasta un mínimo de tiempo en recrear la memoria de los suyos e inmediatamente vuelve para ejecutar la suerte final, que realiza con un golpeo de empeine, violento y duro que envuelve el balón en la totalidad de la red. Inmediatamente después corre, escuchando la algarabía de la gente en la grada y grita un gol que tiene un destinatario especial. Al llegar, salta la valla que los separa y se abraza a su hermano efusivamente, levantándolo del suelo y recibiendo a su vez el apretón de unos brazos que le rodean el cuello. Un gol que llena de plenitud a Plamen y lo hace partícipe del gozo de su hermano. Danilo le regala el instante estelar a su hermano, con quien vive la plenitud del momento. Posteriormente vuelve al campo y todos sus compañeros se abalanzan sobre él para reconocerle su mérito. El árbitro, condescendiente lo mira sonriente y obvia la tarjeta, un gol nunca puede ser eclipsado por una medida disciplinaria innecesaria. Habrá otros momentos.
Elvan corre a derecha e izquierda mientras todos los jugadores están descansando en el vestuario, se afana en contentar a todo aquel que requiere sus servicios. Su tarea en el intermedio del partido es agotadora pero la ejecuta con la precisión del mejor lanzador de tiros libres. Su eficiencia es tal que aún le sobran unos minutos para salir al terreno de juego antes que sus futbolistas y disfrutar de una baklava con su hermano pequeño junto al banquillo local. En cuanto los jugadores acceden al campo, él vuelve a sus obligaciones y Byram corre nuevamente a su lugar en el graderío.
El partido da comienzo nuevamente y en la primera acción, un error garrafal del equipo rival permite al Saint Pauli acercarse peligrosamente a la portería contraria y de un disparo inesperado la pelota entra franca, reflejando el primer gol en el marcador. Inmediatamente después Elvan y todo el banquillo saltan de alegría festejando el primer gol del partido y de repente el estruendo de una canción que hechiza a todo el estadio, momento para que Blur deje constancia de que es parte relevante del ritual de una afición que ha convertido a sus iconos particulares en todo un arte popular.
Elvan, salta de alegría y busca en la grada la complicidad de su familia que lo aplaude y le sonríe como si el gol lo hubiese metido él.
Nuevamente toda la atención está focalizada en el mismo momento hacia un mismo lugar, el campo de juego. Nuevamente un cúmulo de emociones se liberan sin recato ante una circunstancia puntual del juego. Una nueva familia, un nuevo entorno, con sus circunstancias, está en un instante volcada en regalar sus sentimientos y sensaciones a un evento que los empapa. El fútbol, como en cualquier lugar del globo atrapa nuevamente a quien le presta atención.
El partido se ha saldado con éxito y Miguel ha vivido la experiencia de retornar a su antiguo campo a plenitud. Ha sido protagonista del partido y ha vuelto a demostrar su talento. Todo el barrio felicita a la familia a la salida del estadio y sin excepción demuestran su solidaridad con los éxitos de su vecino. Miguel es uno más en toda la barriada pero es especial en cuanto se le visita en un campo de fútbol y esta sensación que transmiten a su familia es la extensión del orgullo que toda la gente del barrio siente por él. Todos hacen común denominador su éxito porque con él, ellos se sienten partícipes y así lo manifiestan.
Al llegar a casa, todos se ponen manos a la obra para preparar el momento final del día, esperando que el protagonista llegue pronto para compartirlo con ellos. Las sartenes y las ollas toman un protagonismo inusitado y los ingredientes empiezan a desfilar ordenadamente para convertirse en cocina tradicional. Tras un tiempo necesario para convertir las materias primas en arte, la comida empieza a distribuirse en una mesa lista para ser ocupada. La sucesión es de pasarela y uno a uno van desfilando platos oriundos de otras tierras. Chicharrones, filloas, pimientos de padrón, “chourizos”, pan de maíz, “cachelos” y como no, berzas recién cocidas salidas de la magia que Doña Carmen usó para hacerlas nacer en un lugar inusitado. Todo regado con un vino tinto, de los que manchan los labios al beber, lleno de aroma y sabor a frutas, como el vino joven recién sacado de la barrica, eso sí, en “cuncas” blancas inmaculadas, cómo debe ser.
Y al llegar el protagonista, todos lo reciben entre abrazos y felicitaciones y sin pensarlo se disponen a disfrutar de los manjares de la mesa y a regenerar su propia identidad, porque aunque no lo parezca, cuando uno está lejos de casa necesita recordarse de vez en cuando, cuánto de importante se ha dejado en su terruño y si es posible recrearlo debidamente.
Elvan y Bayram vuelven juntos a casa tras el partido, nuevamente el camino los lleva por una avenida Reeperbahn que los tienta una vez más, Byram deja fluir su sonrisa y nuevamente estalla en una carcajada pícara, su hermano se ríe pero quiere llegar a casa cuanto antes. Ha vivido el momento estelar de la semana haciendo lo que más le gusta y disfrutando al ver cómo su trabajo, humilde y poco reconocido, formaba parte de una victoria estelar.
Su barrio, inmenso se oscurece para abrirse a una actividad diferente a la que le ocupa el día, pero él sabe que es allí donde encuentra su paz. Ellos son también los chicos del barrio y todos saben su privilegiada posición en el equipo más representativo. Su trabajo diario y su buen hacer lo han colocado en un puesto preferente dentro del contexto de la barriada y su familia se ha ganado su sitio. Un sitio que nunca tuvieron en su lugar de origen, porque un kurdo y un turco no casan bien allí donde los prejuicios y las venganzas forman parte del día a día de la gente.
Pero en Saint Pauli ellos pertenecen a la magia del lugar, un sitio en el que se venera la inteligencia y el vicio a partes iguales, cada faceta tiene su protagonismo a lo largo del día y ahora se iba acercando el momento de encender las luces rojas.
Plamen y Danilo habían abandonado el campo de juego de Upton Park y se habían marchado con su familia adoptiva a cumplir con el ritual propio tras cada partido. Después de un buen premio con una merienda de altura, se comerían un helado tranquilamente.
Danilo había pedido visitar el Golden Eye y allí, en la noria más grande de la ciudad, con la vista de Londres a sus pies, ambos hermanos dirigieron su mirada a Kensington Park, hacia el oeste y allí se encontraron con su momento, el instante esperado por Danilo para compartir el éxito de la victoria, el momento en el que la luna roza delicadamente con su primer rayo de plata la puesta de un sol que se despide regalándole un último anillo de oro que los compromete para siempre. El momento en que Danilo y Plamen se agarran de la mano y con los dedos entrelazados dejan vagar su imaginación que irá rauda al encuentro de sus padres.