Me encantaba dar largos paseos con mi padre por Oviedo, pero solían terminar en alguna librería, donde él se pasaba horas rebuscando y charlando con el librero, mientras yo me aburría mortalmente. También es cierto que de aquella no existían esas secciones para niños tan molonas de hoy día donde, menos leer, los pequeños hacen cualquier cosa, como por ejemplo babear los lomos de los libros o dibujar con ceras de colores. Pero había dos excepciones. Una, regentada por dos chavales modernos, que vendía sobre todo cómics y donde mi padre me compraba cada mes el último número de Akira. Y dos, una librería de viejo que era su preferida, pero a la que sólo iba cuando disponía del tiempo suficiente y de un estado de ánimo apropiado, como si fuera a rezar a un templo.
En la primera, las causas de mi predilección estaban claras. En la segunda, resultaban más complejas, pues, a primera vista, no había nada allí que me agradara. Me gustaba pensar que, en parte, como yo soñaba con ser arqueólogo de mayor, en ella adelantaba la experiencia del descubrimiento antiguo, buscando entre las toneladas de libros y revistas polvorientas, fósiles de otros tiempos, restos de civilizaciones. Pero había algo más que no sabía nombrar. El librero era un hombre mayor –o mayor para un niño, en cualquier caso tenía el pelo y la barba blancas y se parecía a Melchor– y estaba siempre leyendo o escribiendo en su precioso y atestado buró, como si estuviera solo en su biblioteca. Además tenía un gato muy grande y gordo que señoreaba en ese reino de tinta vieja. Pero todavía había algo más. El olor a madera, polvo, papel y humo de tabaco, pues el librero fumaba y dejaba fumar, la temperatura, siempre igual en verano o invierno, y el silencio, que no era silencio sino una suave armonía afinada en Re. Mi padre se podía pasar horas y horas allí dentro y siempre se sorprendía de lo tarde que era cuando, por fin, salía. El presente, la actualidad, los niños que se metían conmigo en el colegio, los deberes, en fin, las preocupaciones y obligaciones que un niño demasiado adulto podía tener, no cruzaban aquella puerta. Aquello era terreno vedado, sólo accesible para unos cuantos cazadores enamorados. Allí dentro no me importaba aguardar. Cogía unos cuantos libros de ilustraciones –no era un niño lector, para pequeña decepción de mi progenitor, que había crecido con Salgari, Verne y el Club de los Cinco, y detestaba que los padres de mis amigos me regalaran libros de Barco de Vapor por mi cumpleaños– y me sentaba en una esquina, en el suelo de madera, junto al gato gordo, que siempre venía a mi regazo, el tiempo que fuese necesario.
La tienda de cómics, por desgracia, cerró hace un montón de años. Pero la librería, milagrosamente, sigue abierta. Hace poco, pasé por delante y entré. Habían transcurrido 22 años, desde que dejé, como buen imbécil pre adolescente, de acompañar a mi padre en sus paseos. Pero todo seguía igual. Los libros, aunque a la fuerza tenían que ser otros, eran los mismos libros. El gato, aunque a la fuerza tenía que ser otro gato, era el mismo gato. El librero, aunque a la fuerza tenía que haber envejecido, seguía siendo el mismo librero viejo. Por un momento pensé que me iba a decir: te estaba esperando, niño, bienvenido. No hizo falta. Me saludó desde su buró con un leve gesto de cabeza, antes de continuar leyendo. El remanso del río seguía siendo el mismo.
Hasta entonces no me había dado cuenta, al menos no de un modo consciente. Pero cuando me siento en mi escritorio y escribo y me gusta lo que escribo, o cuando abro un libro y leo y me gusta lo que leo, o incluso cuando cojo la mano de la mujer que quiero o charlo con un buen amigo, incluso cuando hablo con mi padre, sabio, tranquilo y ya anciano como esa enciclopedia antigua del salón de la casa familiar, en resumen: cuando amo como hay que amar –sin esperar nada a cambio, tan sólo la felicidad del instante–, vuelvo a estar sentado en el suelo de madera de esa librería, con el gato en mi regazo, y de nuevo estoy a salvo.
Todos conocemos esa librería que jamás hemos abandonado. Sea o no su día, acerquémonos a agradecerle el habernos enseñado tanto.