El lago Ortzy yace en un valle tan silencioso y venerable como el sepulcro de un rey desventurado.

Afirma una antigua leyenda que los hombres y mujeres de buena voluntad pueden distinguir el reflejo de Dios en la superficie de sus aguas, funestas e insondables, aunque en otoño, cuando los primeros vientos fríos descienden de las cumbres inhóspitas, resulta tentador percibir una advertencia en el rumor de la hojarasca.

El castillo de los Brenkzy está situado en el extremo norte del lago. Fue edificado sobre un islote cercano a la orilla, por lo que su silueta, si se contempla a cierta distancia, evoca  a la de un anciano y noble centinela que se hubiera adentrado en las aguas, olvidado por los suyos y velando aún por un mundo ya extinto.

El 30 de septiembre del año 1920, a medianoche, Ferenc Brenkzy, el último de los condes de Ortzy, despertó de su sueño estival en el interior de su féretro de bronce. A finales de invierno, los Nospheratu se atavían adecuadamente y descienden a sus criptas de piedra fría para eludir la pureza de las floraciones tempranas. La primavera les hace sentir como niños de corta edad que acabaran de quedarse solos en una playa, mientras cae la noche, y que no tuvieran más remedio que escuchar las risas y la música provenientes de un luminoso barco que se adentrara sin prisas en el océano.

Su profundo letargo se prolonga hasta principios de otoño, y sus sueños son tan intensos como toda la existencia de un ser humano. Viven prolongadas y luminosas infancias, sucumben sin remedio a devastadoras pasiones y experimentan sucesivamente todas las formas de amar. También acometen bellísimas gestas que les permiten recordar el temor a la muerte. En sus sueños, además, su piel es cálida y su corazón late como el de los seres humanos.

Suelen despertar con la primera tormenta otoñal, a causa de la honda vibración que provocan los truenos en los cimientos de piedra oscura, y cuando lo hacen les embarga una tristeza desoladora, muy parecida a la que padecen los reyes exiliados.

Ferenc Brenkzy hizo sonar una campanilla de plata, y Boris, su corpulento criado invisible, acudió a levantar la pesada tapa del féretro. Después tomó en brazos a su amo y lo depositó con delicadeza en un diván forrado de terciopelo. Ferenc mantuvo los ojos cerrados, despidiéndose de sus sueños, mientras Boris le afeitaba y le arreglaba el cabello. También le expuso sus opiniones respecto a los estrenos teatrales y los conciertos a los que había asistido en Viena durante aquel año. La voz de Boris era profunda y grave, como la de un oso adormilado.

Ferenc, melancólico aún, caminó muy erguido por los largos corredores. El eco de sus pasos se perdía en las tinieblas, mientras los truenos provocaban violentas vibraciones en los ventanales. Los rayos iluminaban fugazmente los retratos de sus antepasados, alineados en los muros de piedra, que le observaban con expresión desaprobadora. La lluvia provocaba un rumor distante en los tejados de pizarra.

Su madre le esperaba ya en el salón principal. La condesa Sofía, envuelta en velos de gasa tan blanca como la nieve reciente, bordaba un vestido de novia. Era una mujer de belleza traslúcida, como la de un depredador acuático. Su mirada, sin embargo, era tan profunda y oscura como las aguas del lago.  Ferenc le besó los dedos de la mano izquierda, que sabían a ceniza, y después almorzaron ostras acompañadas de un vino blanco de Alsacia mientras se relataban sus respectivos sueños, con la mirada arrebatada. Los relámpagos se reflejaban en el cristal tallado de las copas e iluminaban sus rostros, que tenían la tonalidad del mármol bien cuidado. Boris se sentó ante el titánico órgano de fuelle e interpretó a Bach con un furor exaltado. Los centenarios tubos metálicos vibraban con una violencia que desafiaba la tormenta y desprendía polvo de las vigas. En la aldea de Kiraly, que quedaba a dos kilómetros de distancia, el ganado se abalanzó contra las puertas de los corrales, espantado por la reverberación que provocaban las notas más graves en las edificaciones de madera. Los aldeanos eran hombres y mujeres de hombros anchos y frente despejada, individuos de pocas palabras que asumían su destino con un poético estoicismo del que se enorgullecían íntimamente, y la mayoría fingió no haberse percatado de que los Nospheratu se habían alzado en sus sepulcros de piedra húmeda.

Cuando terminaron de cenar, la condesa Sofía le reveló a su hijo que tenía un obsequio para él. Boris desembaló con mucho cuidado un artefacto parecido a una cámara fotográfica y lo montó sobre un trípode. La película se titulaba “Asalto al tren de las seis”. Los bandidos, además de hacerse con las sacas de dinero, raptaban a la dulce e ingenua hija del maquinista, y uno de ellos la cruzaba en su silla de montar para huir al galope tendido. Boris interpretaba la partitura en el órgano, poniendo ímpetu en los pasajes más dramáticos. Ferenc, maravillado por el prodigio del cinematógrafo, ni siquiera era consciente de las lágrimas que se deslizaban por sus pálidas mejillas. La mirada de la chica, magnificada por el maquillaje, era infinitamente más bella y luminosa que las que él, en sus sueños, solía amar hasta la demencia. El poso de humanidad que yace en lo más hondo del gélido corazón de los Nospheratu se iluminó como una valerosa estrella solitaria en un cielo contaminado de tinieblas. La condesa Sofía, conmovida, le tomó la mano, pues recordaba lo abrumador que resulta el despertar de la luz. “Es como escuchar una melodía inspirada tras una era de silencio. Y sólo ocurre una vez”, le había murmurado a su marido, siglos atrás.

Al día siguiente, al atardecer, el carruaje de los Brenkzy cruzó el pueblo a toda velocidad. Los aldeanos se santiguaron y toquetearon sus amuletos de madera con aprensión, desviando la mirada de la diabólica carroza. No había cochero en el pescante, pero aún y así eran perfectamente audibles los latigazos que azuzaban a los caballos. Boris, el criado invisible, reprimió la tentación de proferir una siniestra risotada y se concentró en las riendas, porque Ferenc consideraba una vulgaridad inquietar más de lo indispensable a los habitantes de Kiraly.

Boris y Ferenc cruzaron el océano en un lujoso transatlántico, aunque el conde de Ortzy permaneció durante todo el viaje dormitando en el interior de un féretro de roble estibado en una de las bodegas de carga. El mar le provocaba un desasosegante vértigo horizontal, y además se sentía asustado y conmovido por las dimensiones de la aventura que había iniciado. “En lo más recóndito del corazón de los seres humanos yace un miedo tan antiguo como los tiempos, hijo mío. Temen todo aquello que no pueden comprender. Temen al dolor, a la incertidumbre y a la muerte. Y todos esos temores cristalizan, como el hielo perpetuo de las cumbres, junto a la tumba de sus sueños. Y a menudo les vuelve crueles, Ferenc. Debes cuidarte de ellos y de sus temores.” Las palabras de su madre resonaban en la oscuridad absoluta, mientras el mar le mecía. La mayor parte del tiempo, no obstante, soñaba con la hija del maquinista y con su mirada sin orillas.

Boris, por su parte, se dedicó divertirse, pues nunca había viajado en barco. Hasta muchos años después, por cierto, se habló de la leyenda del  impúdico fantasma del Atlántico, que únicamente viaja en los buques más lujosos, prefiere el vino espumoso alemán al francés y siente debilidad por las damas de espíritu voluptuoso. Sus pasos hacen crujir los tablones de la cubierta y su gélida respiración es perfectamente audible, a pesar del rumor de las olas.

Ferenc llegó a California durante las navidades de 1.920, aunque las crónicas no suelen coincidir en la fecha exacta. Por aquellos tiempos, Los Ángeles olía a pintura fresca y a madera barnizada, y poseía la luminosidad de los sueños recién comenzados.

Ferenc compró una villa de estilo español edificada en la ladera de una colina, a las afueras de Hollywood, y se dedicó con denuedo a desarrollar su plan. Los productores cinematográficos solían ser individuos impetuosos, visionarios y románticos, náufragos de un mundo que les resultaba ajeno. Se mostraban intimidados por el porte aristocrático y la palidez inhumana de Ferenc, pero instintivamente reconocían en su mirada arrebatada a un igual, a alguien capaz de perseguir sus sueños hasta las últimas consecuencias. Por aquellos tiempos era aún muy reducido el número de personas que consideraba el cinematógrafo como algo más serio que una sofisticada atracción de feria.

Ferenc había llevado consigo dos cofres de roble con refuerzos de hierro forjado repletos de monedas de oro, una parte insignificante del inmenso tesoro que los Brenkzy, a lo largo de los siglos, habían ido amontonando con desdén en los sótanos del castillo. Los botines de guerra del conde Laszy El Desollador y de Miklós El Negro, regados aún de sangre turca, le abrieron camino a Ferenc en el país de los soñadores. “Es europeo. Un aristócrata muy europeo. Pero él nos comprende”, susurraban con devoción los que tenían ocasión de tratarle personalmente. Ferenc, por su lado, incubaba una tierna fascinación por los seres humanos. Le resultaba abrumadora la magnitud de sus temores, y se compadecía del profundo horror que habitaba su alma. Llegó a sentir una admiración sin límites por aquellos que lograban mantener íntegro su corazón. “La auténtica grandeza se halla expuesta a la tempestad”, había escrito Jünger no hacía mucho.

Por las noches, Ferenc visionaba películas. Comprendió enseguida que el cinematógrafo tenía un futuro inmenso. “Es el nuevo lenguaje de los dioses”, le murmuró a Boris, maravillado, sin apartar los ojos de la pantalla. Boris gruñó, concentrado en la película.

Estella Jones, la joven actriz que había conmovido a Ferenc con su belleza sin imposturas, salía indemne una y otra vez de las más exóticas aventuras. Ferenc seguía maravillándose como la primera vez, de la misma forma que un anciano presidiario recién redimido que se sentara cada mañana a contemplar el amanecer tras haber permanecido recluido durante toda su vida.

Ferenc dio fiestas multitudinarias, firmó contratos de financiación y agasajó con esmero a la gente del mundillo hasta que logró que le aceptaran como a uno de ellos. A principios de marzo de 1921 estaba agotado. Se le acababa el tiempo a causa de la inminencia de la primavera, por lo que inició la última etapa de su estrategia. Su madre le hizo llegar cuberterías, manteles bordados, vajillas y candelabros. Ferenc adquirió, además, un titánico órgano de fabricación alemana. Invirtió una fortuna en manjares exóticos que llegaron en cajones repletos de hielo, e incluso contrató por una sola noche a un prodigioso Chef parisino de espíritu tormentoso que cobró el equivalente a varios años de sueldo. El conde de Ortzy estaba decidido a organizar una cena que se recordara con admiración durante décadas.

Cuando vio en persona a Estella Jones por primera vez sintió como si despertara en un luminoso sueño ajeno. La muchacha era mucho más bella que en las películas, porque sus ojos eran de color bajamar. Se movía sin tensiones, como si la fuerza de la gravedad se desentendiera de ella. En el momento en que les presentaron, sin embargo, Ferenc se dio cuenta con horror de que la mirada de la joven estaba contaminada de arrogancia y ambición, y de que su candor había muerto mucho tiempo atrás. Estella era una gran actriz que interpretaba una y otra vez el mismo papel con prodigiosa maestría. Ella tomó la mano del aturdido conde de Ortzy con avidez, pero la retiró instintivamente al sentir el frío, antiguo como los tiempos, que emanaba de su piel.

El conde de Ortzy había soñado una y otra vez con ser el refugio de sus tormentas y el paladín de su pureza. Su mentor y su confidente, un camarada incondicional que la consolara de sus desengaños. Se había imaginado a sí mismo acariciando su cabello mientras la confortaba con un murmullo paternal, y también recibiendo largas cartas, olorosas a espliego, en las que ella le relataba sus alegrías y sus desengaños durante los rodajes. Había soñado, sobre todo, en compartir prolongados silencios de complicidad, como sólo pueden hacer los que se profesan un afecto profundo y verídico. Pero Ferenc comprendió que había llegado tarde, porque la Estella Jones que había rodado “Asalto al tren de las seis” ya no existía. Y comprendió, también, que la luz le sería negada.

Ferenc desapareció discretamente de su propia fiesta poco después de medianoche, y la mayoría de sus invitados lo consideró una de sus adorables extravagancias.

Aquella misma madrugada, Boris levantó las tablas que cubrían el suelo del sótano y cavó una fosa de tres metros de profundidad, a la luz vacilante de una lámpara de aceite, mientras Ferenc, vestido con su traje de gala, leía a sus poetas predilectos. Cuando la sepultura estuvo terminada, Ferenc se despidió de Boris con un abrazo y le agradeció sus desvelos. El criado invisible no dijo nada, pero Ferenc pudo sentir en la piel la tibia humedad de sus lágrimas. “Dile a mi madre que necesito descansar una temporada. Ella lo entenderá”, añadió finalmente el conde de Ortzy, antes de acomodarse en el interior de una nevera con las manos cruzadas sobre el pecho. Boris descolgó el frigorífico hasta el fondo de la fosa usando dos cables de acero y un juego de poleas.

Ferenc pudo escuchar durante un buen rato el rumor de las paladas de tierra, cada vez más lejanas.

Durmió durante cincuenta y un años, y en su sueño reparador se convirtió en un dios afable que decidía crear un mundo en el que estaba desterrado el horror. Concibió mares de color magenta en cuyo fondo de arena pálida se recortaban las siluetas de capitanes valientes. Creó desiertos de piedras afiladas abrumados por el silencio y fértiles y luminosos valles, habitados por hombres y mujeres amables que morían en paz, como las flores.

Su madre le despertó a finales de octubre de 1971. “Hay algo que debes hacer”, le murmuró, acariciándole el cabello.

Ferenc casi no se recordaba a sí mismo. Contemplaba el mundo a través de la ventanilla del Rolls Royce como si estuviera visionando una película poco inspirada. Su madre le hizo bajar del coche al comienzo de un sendero de gravilla. A unos cien metros se erigía un discreto edificio de ladrillos. Ferenc empezó a caminar con pasos inseguros. La brisa agitaba las copas de los pinos provocando un murmullo de complicidad.

Estella Jones era ya una anciana devastada por la enfermedad. Sus dedos estaban rígidos y doblados en forma de garfio, y su mirada había muerto mucho tiempo atrás. Ferenc leyó toda una vida en el cadáver de aquel mar que había sido tan bello como las esperanzas de un niño. El conde de Ortzy, abrumado, le tomó la mano, que estaba casi tan fría como la suya. “Soy Ferenc”, le susurró, acariciándole la mejilla con el dorso de los dedos. Ella le miró sin expresión, como los dementes. Y Ferenc empezó a relatarle, a medida que la concebía, la hermosa vida que habían pasado juntos. Estella Jones apoyó la cabeza en su hombro, escuchando el relato de su propia existencia. Unas lágrimas diminutas fluyeron de sus ojos cansados al recordarse a sí misma como una novia bellísima, coronada de flores, y al conocer a sus hijos, que habían sido hombres de mirada limpia que se habían esforzado en hacer el bien y en desdeñar las calumnias. Y un profundo sosiego empezó a aposentarse en ambos corazones como la primera nevada otoñal.

 

Ferenc Brenkzy

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